martes, 24 de marzo de 2015

XIX. En el cementerio


Mientras en la casa del rajá sucedían los acontecimientos ya narrados, Sandokan que había sido, dos horas después del entierro de Tremal-Naik, alcanzado por el bravo maratí, se acercaba a grandes pasos a la ciudad, seguido por toda su terrible banda, armada hasta los dientes y preparados para cualquier lucha.
La noche era bellísima. Millones y millones de estrellas brillaban en el cielo como diamantes y la luna vagaba en el espacio, esparciendo sobre los grandes bosques una luz azulada de infinita dulzura.
Un silencio casi perfecto reinaba por todas partes, roto solo, de vez en cuando, por una pequeña brisa que venía del mar y que curvaba, con leves susurros, las hojas de los árboles.
Sandokan, con la carabina bajo el brazo, los ojos bien abiertos, las orejas aguzadas para recoger el mínimo rumor que señalase la presencia de algún enemigo, caminaba delante de todos, flanqueado, algunos pasos más atrás, por el maratí.
Los piratas lo seguían en fila india, con el dedo sobre el gatillo del fusil, pisando con precaución las hojas secas y las ramas muertas, y mirando atentamente a diestra y siniestra a fin de no caer en una emboscada.
A las diez, en el momento en que la fiesta de baile del rajá comenzaba, los piratas llegaban sobre el límite extremo del inmenso monte. A oriente centelleaba, como una inmensa cinta de plata, el río, y cerca de sus orillas blanqueaban las casas y las casitas de la ciudad.
En medio de estas, la mirada aguda de Sandokan distinguió las habitaciones del rajá, cuyas ventanas estaban iluminadas.
—¿Ves algo allá abajo, Kammamuri? —preguntó.
—Sí capitán. Veo las ventanas iluminadas.
—Se danza, por lo tanto, en Sarawak.
—Es cierto.
—Está bien. ¡Mañana James Brooke se arrepentirá...!
—Lo creo, capitán.
—Ponte a la cabeza y guíanos al cementerio. Cuida no obstante de mantenerte lejos de la ciudad.
—No tema, capitán.
—Adelante, pues.
La banda dejó la floresta y se adentró a través de una vasta llanura cultivada y desparramada aquí y allá de bellísimos grupos de tjettek y arengas sacchariferas.
De la ciudad, cuando la brisa soplaba un poco más fuertemente, venían gritos confusos, pero por la campiña no se veía ningún habitante, ni ningún pelotón de guardias.
El maratí, sin embargo, llevaba un paso rápido y condujo a la banda bajo un nuevo bosque que giraba alrededor de la colina defendida por el fortín. Sabía que el rajá era extremadamente desconfiado, que mantenía a los espías alrededor de la ciudad, temiendo un imprevisto ataque por parte de los piratas de Mompracem.
Después de veinte minutos, hacía señas a la banda para detenerse.
—¿Qué pasa? —preguntó Sandokan, alcanzándolo.
—Estamos en vista del cementerio —dijo el maratí.
—¿Dónde es?
—Mire allí abajo, capitán, en aquel prado.
Sandokan miró en la dirección indicada y vio el recinto. La luna hacía blanquear los cipos y centellear las cruces de hierro de los sepulcros europeos.
—¿Oyes algo? —preguntó Sandokan.
—Nada —respondió el maratí—, excepto la brisa que susurra entre las ramas de los árboles.
Sandokan arrojó un silbido. Los piratas se apresuraron a alcanzarlo y a rodearlo.
—Óiganme, cachorros de Mompracem —dijo—. Quizá no suceda nada, pero es necesario desconfiar. James Brooke, lo sé, es un hombre perspicaz y desconfiado, que daría su reino por aplastar al Tigre de la Malasia y a sus cachorros.
—Lo sabemos —respondieron los piratas.
—Tomemos entonces todas las precauciones para no ser estorbados en nuestro trabajo. Tú, Sambigliong, tomarás ocho hombres y los dispondrás alrededor del cementerio, a mil pasos de distancia. A la primera señal que oigan, o al primer hombre que vean, mandarás a uno de los tuyos para advertirnos.
—Está bien, capitán —respondió el pirata.
—Tú, Tanauduriam, tomarás seis y los dispondrás alrededor del cementerio a quinientos pasos de nosotros. También tú al primer silbido o al primer hombre que veas, me vendrás a advertir.
—Será hecho, capitán.
—Y tú, Aïer-Duk mandarás a cuatro hombres y subirán a la mitad de la cuesta de aquella colina. Allá arriba hay un fortín habitado y podría descender alguien.
—Estoy listo, Tigre de la Malasia.
—Vayan entonces, y a mi primer silbido, repléguense todos hacia el cementerio.
Los tres pelotones se dividieron, tomando tres diversas direcciones. Los otros piratas, guiados por el Tigre de la Malasia y por Kammamuri, descendieron hacia el recinto.
—¿Sabes precisamente dónde fue sepultado? —preguntó Sandokan a Kammamuri.
—En medio del cementerio —respondió el maratí.
—¿Muy profundo?
—No lo sé. El capitán Yanez y yo, estábamos a los pies de la colina, cuando los marineros lo enterraron. ¿Lo encontraremos vivo?
—Vivo sí, pero no reabrirá los ojos hasta mañana después del mediodía.
—¿A dónde iremos, después de que lo hayamos desenterrado?
—Regresaremos a los bosques y, apenas Yanez nos haya alcanzado, nos dirigiremos donde Ada.
—¿Y luego?
—Luego partiremos enseguida. Si James Brooke advierte la jugada, nos dará caza por todo el territorio.
Habían entonces llegado al recinto, Sandokan primero, el maratí y los piratas luego, entraron en el cementerio.
—Estamos solos, por lo que parece —dijo Sandokan—. Adelante.
Se dirigieron hacia el centro del cementerio y se detuvieron sobre una fosa de relleno fresco.
—Debe ser aquí —dijo el maratí con viva conmoción—. ¡Pobre amo!
Sandokan extrajo la cimitarra y alzó con precaución la tierra. Kammamuri y los piratas con sus kris lo imitaron.
—¿Está encerrado en una caja o en una hamaca? —preguntó Sandokan.
—En una hamaca —respondió Kammamuri.
—Excaven despacio; podríamos herirlo.
Excavando con prudencia y retirando la tierra con las manos habían llegado a dos pies de profundidad, cuando la punta de un kris encontró un cuerpo algo duro.
—Aquí vamos —dijo un pirata retirando prontamente el brazo.
—¿Han encontrado el cadáver? —preguntó Sandokan.
—Sí —respondió el interrogado.
—Alza la tierra.
El pirata metió los brazos en la fosa e hizo volar a diestra y siniestra la tierra.
Pronto apareció la hamaca que envolvía a Tremal-Naik.
—Prueba alzarla —dijo Sandokan.
El pirata aferró la hamaca y reuniendo todas sus fuerzas se puso a tirar. Poco a poco la tierra se alzó, luego se dividió y el enterrado apareció.
—Amo mío —murmuró el maratí con voz sofocada por la alegría.
—Pónganlo aquí —dijo Sandokan.
Tremal-Naik fue colocado junto a la fosa. La hamaca estaba perfectamente inmóvil y húmeda.
—Veamos —dijo Sandokan.
Empuñó el kris y delicadamente desgarró todo a lo largo la gruesa tela, poniendo al descubierto a Tremal-Naik. El indio tenía la apariencia de un muerto. Sus músculos estaban rígidos, su piel reluciente y de un color grisáceo, antes que bronceado, los ojos volcados que dejaban solamente ver el blanco y los labios abiertos y manchados de una baba sanguínea. Quienquiera que lo haya visto, habría dicho que aquel hombre había sido muerto por un potente veneno.
—¡Amo mío! —repitió Kammamuri, inclinándose sobre él—. ¿Es verdad, capitán, que no está muerto?
—Te lo garantizo —respondió Sandokan.
El maratí apoyó una mano sobre el pecho de Tremal-Naik.
—Su corazón no late —dijo con terror.
—Pero no está muerto, te he dicho...
—¿No se puede hacerlo resucitar ahora?
—Es imposible.
—Y mañana a...
El maratí no terminó el pedido. En la llanura había imprevistamente resonado un silbido agudo: el silbido de alarma.
Sandokan que se había arrodillado junto a Tremal-Naik, brincó en pie con la agilidad de un tigre. Su mirada recorrió con un golpe solo la pradera.
—Un hombre se acerca —dijo—. ¿Un peligro nos amenaza quizá?
Un hombre, un pirata, se acercaba al recinto con la rapidez de un ciervo. En la derecha tenía una cimitarra desenvainada que la luna hacía centellear como si fuese de plata.
En breves instantes, después de haber cruzado con un solo salto la empalizada, estaba junto a Sandokan.
—¿Eres tú, Sambigliong? —preguntó el Tigre de la Malasia, frunciendo la frente.
—Sí, mi capitán —dijo el pirata con voz rota por la larga carrera.
—¿Qué nuevas me traes?
—Que estamos por ser asaltados.
Sandokan dio un salto adelante. Se había de pronto transmutado todo. Sus ojos mandaban relámpagos, los labios, retirados, mostraban los dientes blancos como los de un carnívoro. El Tigre de la Malasia estaba por despertarse.
—¡Nosotros, asaltados...! —repitió, estrechando con frenesí su terrible cimitarra.
—Sí, capitán. Una banda de hombres armados ha salido de la ciudad y se dirige a rápidos pasos hacia este lugar —dijo Sambigliong.
—¿Cuántos hombres son?
—Unos sesenta por lo menos.
—¿Y se dirigen aquí?
—Sí, capitán.
—¿Qué ha sucedido entonces...? ¿Y Yanez...? ¡Rayos del cielo! ¿Habrá sido descubierto...? ¡Ay de ti, James Brooke, ay de ti...!
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Sambigliong.
—Reunir a nuestros hombres ante todo.
Arrimó a los labios un silbato a cuyo sonido todos los piratas se reunieron en torno a Sandokan.
—Somos cincuenta y seis —dijo éste— pero todos valientes; cien hombres no nos dan miedo.
—Ni siquiera doscientos —dijo Sambigliong, desenvainando la cimitarra—. Cuando el Tigre de la Malasia dé la orden, caeremos sobre Sarawak y la incendiaremos.
—No pido tanto, por ahora —dijo Sandokan—. Escúchame.
—Hable, Tigre de la Malasia.
—Tú, Sambigliong, tomarás a ocho hombres e irás a esconderte detrás de aquellos árboles. Tú, Tanauduriam, tomarás otros tantos y te esconderás detrás de aquel otro grupo de plantas, justo de frente a Sambigliong.
—Bien —dijeron los dos piratas.
—Tú, Aïer-Duk, tomarás tres hombres y te colocarás en medio del cementerio.
—Está bien.
—Pero fingirás excavar una fosa.
—¿Por qué?
—Para dejar que los guardias se acerquen sin temor. Yo me esconderé con los otros detrás del murete y cuando haya llegado un buen momento daré la señal del ataque.
—¿Qué será? —preguntó Sambibliong.
—Un tiro de fusil. Dada la señal, todos ustedes descargarán las carabinas sobre el enemigo, luego los asaltarán con las cimitarras.
—¡Buen plan! —exclamó Tanauduriam—. Los tomaremos en medio.
—¡A los lugares! —ordenó el Tigre.
Sambigliong con sus hombres fue a emboscarse en el matorral de la derecha; Tanauduriam con los otros al de la izquierda. El Tigre de la Malasia se arrodilló detrás del murete, rodeado de los otros, y Aïer-Duk con sus compañeros se pusieron junto a Tremal-Naik fingiendo excavar la tierra.
Era tiempo. Una doble fila de indios aparecía entonces en la pradera, precedida por un hombre vestido de tela blanca. Avanzaban en silencio, con los fusiles en la mano, listos para asaltar.
—Kammamuri —dijo Sandokan que espiaba a la banda enemiga—, ¿ves a aquel hombre vestido de blanco?
—Sí, capitán.
—¿Sabrías decirme quién es?
El maratí frunció las cejas y miró con extrema atención.
—Capitán —dijo con cierta conmoción—, apostaría a que aquel hombre es el rajá Brooke.
—Él... él... —exclamó el Tigre con acento de odio—. ¡Viene a desafiarme...! ¡Rajá Brooke, estás perdido!
—¿Quiere matarlo?
—Mi primer tiro de fusil será para él.
—No lo haga, capitán.
El Tigre de la Malasia se volvió hacia Kammamuri mostrando los dientes.
—¿Quién me lo impedirá? —preguntó con ira.
—Capitán, ¿Yanez es quizá prisionero?
—Es verdad.
—Si nos apoderásemos del rajá, ¿no sería mejor?
—Te comprendo. Quieres hacer un intercambio.
—Sí, capitán.
—La idea es excelente, Kammamuri. Pero odio a aquel hombre que tanto mal ha hecho a los piratas malayos.
—Yanez vale más que el rajá.
—Tienes razón, maratí. Sí, Yanez está prisionero, el corazón me lo dice.
—¿Entonces? ¿Quién se encargará de atraparlo?
—Nosotros dos. Calla ahora y atento a la señal.
Los indios habían llegado a cuatrocientos metros del cementerio. Temiendo ser descubiertos por Aïer-Duk, que continuaba excavando imitado por sus tres compañeros, se habían arrojado a tierra y avanzaban arrastrándose.
—Todavía diez pasos —murmuró Sandokan, cargando su carabina—, luego les haré ver cómo se bate el Tigre de la Malasia en medio de los cachorros de Mompracem.
Pero los indios, en vez de continuar avanzando, a una seña del rajá se habían detenido, girando las miradas hacia los matorrales que circundaban la pradera.
Sin duda sospechaban una emboscada.
Después de algunos minutos se extendieron, formando una especie de semicírculo y reanudaron, pero con mayor prudencia, la marcha hacia adelante.
En cierto momento, Sandokan, que estaba arrodillado detrás del murete, se alzó.
Apuntó la carabina, miró algunos segundos, luego presionó el gatillo. Un tiro atronó perturbando el profundo silencio que reinaba en el cementerio. Un indio, el primero de la fila, cayó hacia atrás con una bala en la frente.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 2 pie equivalen a 0,61 m.

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