jueves, 26 de febrero de 2015

XVI. La liberación de Kammamuri


Mientras Yanez, trabajando con astucia, preparaba la salvación de Tremal-Naik, el pobre Kammamuri, presa de mil terrores y de mil angustias, hacía todo lo posible por salir de su prisión. No tenía miedo de ser colgado o fusilado como un vulgar pirata; tenía miedo de ser sometido a espantosos suplicios y confesar todo, comprometiendo a la vez la vida de su amo, de la infeliz Ada, del Tigre de la Malasia, de Yanez y de todos los intrépidos piratas de Mompracem.
Apenas encerrado había intentado saltar por las ventanas, pero las había encontrado defendidas por solidísimos barrotes de hierro, imposibles de romper sin una potente lima o una masa; luego había intentado desfondar el pavimento, esperando caer en una estancia deshabitada, pero, después de haberse roto las uñas, se vio obligado a renunciar a ello. Por último había intentado estrangular al indio que le había llevado la comida, pero cuando estaba a punto de lograrlo, otros indios habían acudido a liberar al compañero.
Persuadido de la inutilidad de sus esfuerzos, se había acurrucado en un ángulo de la estancia resuelto a morir de hambre antes que probar cualquier comida que pudiera contener algún misterioso narcótico; resuelto no obstante a dejarse arrancar las carnes pedazo a pedazo antes que pronunciar una sola palabra.
Habían transcurrido diez horas sin que se moviese. Ya el sol se había puesto, después de un brevísimo crepúsculo, y la oscuridad había invadido la estancia, cuando un silbido lastimero, seguido por un ligero golpe, hirió sus orejas. Se alzó sin hacer ruido, dando alrededor una mirada indagatoria, y aguzó la oreja. No oyó nada más afuera excepto los gritos raucos de los dayak y malayos que pasaban por la plaza.
Se acercó silenciosamente a la ventana y miró a través de los barrotes de hierro.
Allí, bajo una gigantesca arenga saccharifera, que extendía su sombra por buena parte de la plaza, estaba un hombre con un gran sombrero en la cabeza y una especie de bastón en la mano. Lo reconoció a primera vista.
—Patrón Yanez —murmuró.
Asomó un brazo e hizo algunos gestos. El portugués alzó las manos y respondió con otros gestos.
—He comprendido —respondió Kammamuri—. ¡Buen patrón!
Dejó la ventana y caminó hasta la pared que estaba de frente. La observó atentamente, luego se inclinó y recogió una especie de flecha, en la extremidad de la cual había colgada una bola de papel.
—Aquí adentro está la salvación —murmuró—. Al parecer, el patrón Yanez sabe operar bien la cerbatana.
Desplegó el papel y quitó dos píldoras negras que había en medio, pequeñísimas que transmitían un olor particular.
—¿Veneno o narcótico? —se preguntó— ¡Ah! el papel está escrito.
Se acercó a la ventana y leyó atentamente las siguientes líneas:
Todo procede de bien a mejor. Tremal-Naik, si no sobrevienen incidentes imprevistos, mañana a la noche estará libre. Las píldoras que te uno, disueltas en el agua, adormecen instantáneamente. Busca el medio de adormecer al guardia y huir. Mañana a mediodía, te espero en las cercanías del fortín.
—Buen Yanez —murmuró el maratí, conmovido—. Piensa en todo.
Se apoyó en los barrotes de la ventana y se puso a meditar. Un ligero golpe dado a la puerta lo distrajo de sus pensamientos.
—Ahí está —exclamó.
Se acercó rápidamente, pero sin hacer ruido, y en una mesa en la que había, junto a una sopera de arroz y varias frutas, dos grandes tazas de tuak, y le arrojó dentro una de las dos píldoras que instantáneamente se disolvió.
—¿Quién está ahí? —preguntó luego.
—Guardia del rajá —respondió una voz.
La puerta se abrió y un indio armado de una larga cimitarra y una larga pistola con la culata incrustada de madreperla, entró con precaución. En una mano tenía un farol de mano, similar al que usan los chinos, y en la otra un canasto lleno de provisiones.
—¿No tienes hambre? —preguntó el guardia, viendo las tazas llenas, las frutas intactas y la sopera aún llena.
El maratí en vez de responder le lanzó una mirada torva.
—Coraje, amigo —continuó el guardia—. El rajá es bueno y no te colgará.
—Pero me envenenará —dijo Kammamuri con fingido terror.
—¿En qué modo?
—Con la comida y con la bebida que aquí ves.
—¿Es por esto que no has probado nada?
—Ciertamente.
—Te equivocas, amigo mío.
—¿Por qué?
—Porque ni el tuak, ni el arroz, ni la fruta contiene veneno alguno.
—¿Beberás tú una taza de aquel licor?
—¡Si tú lo quieres!
Kammamuri aferró la taza en la cual había disuelto la píldora del portugués y la ofreció al guardia.
—Bebe —dijo.
—El indio, que no tenía ninguna sospecha, acercó la taza a los labios y bebió buena parte del contenido.
—Pero... —dijo, vacilando—. ¿Qué han puesto en este tuak?
—Lo ignoro —dijo el maratí que lo miraba atentamente.
—Un estremecimiento extraño agita mis... miembros.
—¡Ah...!
—¡Uf! La cabeza me gira, me faltan las fuerzas, no puedo ver, me parece...
No terminó. Tambaleó como si hubiese sido herido en medio del pecho, alzó las manos, cerró los ojos y cayó pesadamente a tierra permaneciendo inmóvil.
Kammamuri de un salto se le fue encima arrancándole la pistola y la cimitarra.
Así armado se acercó a la puerta y aguzó las orejas.
Temía que el estrépito producido por el indio al caer, atrajera a otros guardias.
Afortunadamente ningún paso se hizo oír en el corredor.
—¡Estoy salvado! —exclamó respirando—. Dentro de diez minutos estaré fuera de la ciudad.
Levantó los pantalones cortos, la chaqueta y la faja que llevaba puesto el indio y en un batir de ojos se vistió. Sobre la cabeza se anudó un pañuelo a fin de esconder buena parte de la frente y un poco los ojos, luego se ciñó la cimitarra y se puso en el cinturón la pistola.
—Adelante —murmuró—. Pasaré por un guardia del rajá.
Abrió sin hacer ruido la puerta, recorrió el corredor que estaba desierto y oscurísimo, descendió la escalera y pasando rápidamente delante del centinela salió a la plaza.
—¿Eres tú, Labuk? —preguntó una voz.
—Sí —respondió Kammamuri, sin volverse atrás por miedo a ser reconocido por aquel que lo interrogaba.
—Que Shivá te proteja.
—Gracias, amigo.
El maratí con paso rápido, los ojos en guardia, las orejas aguzadas, avanzaba manteniéndose junto a los muros de las casas, ocultándose, cuando al fondo de las calles y los callejones divisaba a alguien que se parecía a un guardia del rajá.
Después de diez buenos minutos llegaba a los pies de la colina, sobre cuya cima, iluminado por la luna, blanqueaba el fortín.
Hacia el río se oían los bateleros dayak y malayos canturrear monótonos estribillos; hacia el barrio chino se oían los agudos sonidos del xiao, especie de flauta de seis agujeros y el dulce temblequeo del yueqin, especie de guitarra con cuerdas de seda.
Hacia la plaza, donde se erguía el palacio del rajá, no se oía nada.
—¡Estoy salvado! —murmuró, después de algunos instantes de angustiosa atención—. No han aún descubierto mi fuga.
Se metió en medio de los bosques de mangostanes altísimos, de magniferas de bellísimo aspecto y de tjettek, que trepaban desordenadamente por la colina.
Ahora saltando de un árbol a otro con una agilidad de simio para hacer perder los rastros, ahora entrando en los estanques de negras y pútridas aguas con el mismo propósito, y ahora cruzando matorrales, en menos de una hora llegó, sin haber sido descubierto por nadie, a un tiro de fusil del fortín. Se trepó sobre un árbol altísimo del cual podía divisar quién subía y quién descendía la colina, y esperó pacientemente el arribo del portugués.
La noche pasó sin incidentes. A las cuatro de la mañana, el sol apareció imprevistamente sobre el horizonte, despejando a la vez el río, que se extraviaba entre abundantes campiñas y densos bosques, la ciudadela y las plantaciones circundantes.
De lo alto de su observatorio el maratí vio, algunas horas después, a dos blancos salir del fortín y lanzarse a toda prisa abajo por el sendero.
Uno de aquellos dos tenía grados en las mangas de la chaqueta.
—¿Qué sucede? —murmuró Kammamuri—. Para ponerse a correr de aquel modo, es necesario que haya sucedido algo serio en el fortín. ¡Por Shivá! Los de la ciudad han señalado a estos hombres mi fuga.
Se agazapó en medio del follaje, a fin de no ser descubierto por aquellos que pasaban por el sendero, y esperó presa de una viva ansiedad.
Una hora después los dos ingleses volvían a subir hacia el fortín, seguidos por un oficial de las guardias y por un europeo vestido de tela blanca que tenía una cajita negra colgada del cinturón.
—¿Será un médico? —se preguntó Kammamuri, poniéndose ceniciento, que es como decir pálido—. ¿Alguien está enfermo? ¿Allí adentro está mi amo...? ¡Señor Yanez, venga, dese prisa!
Se dejó deslizar hasta tierra y se arrastró hacia el sendero resuelto a interrogar a alguien. Afortunadamente batieron las doce horas, luego la una, las dos, las tres, sin que ningún marinero o ningún guardia pasasen por ahí.
Hacia las cinco, no obstante, un hombre con un ancho sombrerito de paja y un par de pistolas en el cinturón, apareció en una curva del sendero. Kammamuri lo conoció enseguida.
—¡Patrón Yanez! —exclamó.
El portugués, que subía con paso lento, mirando atentamente a derecha y a izquierda como si buscase a alguien, a aquella llamada se detuvo. Divisando a Kammamuri apresuró el paso y llegado a donde estaba, lo empujó en lo más denso de un matorral diciéndole:
—Si algún guardia te divisa estás perdido y esta vez para siempre; es necesario ser prudentes, mi querido.
—Ha sucedido algo grave en el fortín, patrón Yanez —dijo el maratí—. Una sospecha me ha relampagueado en la mente y he dejado mi escondite.
—¡Una sospecha...! ¿Y cuál?
—Que mi amo esté encerrado ahí dentro y que esté moribundo. He visto a un blanco ir allí arriba y me pareció un médico.
—Es precisamente tu amo quien ha puesto en marcha a los soldados del fortín.
—¡Mi amo...! ¿Está entonces allí arriba, mi amo?
—Sí, mi querido.
—¿Y está mal?
—Está muerto.
—¡Muerto! —exclamó el maratí, tambaleando.
—No te espantes, pequeño mío. Lo creen muerto, pero en cambio está vivo.
—¡Ah! ¡Patrón Yanez, qué miedo me ha hecho sentir! ¿Le ha dado de beber algún potente narcótico?
—Le he dado píldoras que suspenden la vida por treinta y seis horas.
—¿Y lo creerán muerto?
—Fulminado.
—¿Y cómo haremos para salvarlo?
—Esta noche, si no me engaño, lo sepultarán.
—Entiendo —dijo el maratí—. Estando sepultado, nosotros lo desenterraremos y lo llevaremos a seguro.
—Has adivinado, mi querido.
—¿Pero a dónde lo llevarán?
—Lo sabremos.
—¿En qué modo?
—Cuando salgan del fuerte nosotros los seguiremos.
—¿Y cuándo daremos el golpe?
—Esta noche.
—¿Nosotros dos?
—Tú y Sandokan.
—Deberé advertirle entonces.
—Ciertamente.
—¿Y usted no vendrá con nosotros?
—No puedo.
—¿No puede?
—No.
—¿Y se puede saber el por qué?
—El rajá esta noche dará un baile en honor al embajador holandés y, como bien entenderás, no puedo faltar sin despertar sospechas.
—¡Ah! —exclamó el maratí, alzando vivamente la cabeza hacia el fortín.
—¿Qué tienes?
—Hombres salen del fuerte.
—¡Por Júpiter!
Apartó con las armas las ramas del denso matorral y miró hacia la cima de la colina.
Dos marineros habían salido llevando sobre una especie de camilla un cuerpo humano encerrado en una especie de hamaca. Detrás de ellos salieron otros dos marineros armados de azadas y palas y un guardia del rajá.
—Preparémonos a partir —dijo Yanez.
—¿Qué camino toman? —preguntó Kammamuri, con viva ansiedad.
—Descienden el cerro por el lado opuesto.
—¡Van a sepultarlo al cementerio!
—No lo sé. Rodeemos el bosque, pero cuida de no hacer ruido.
Salieron del matorral y se metieron bajo el boscaje que cubría casi toda la colina. Sobrepasando troncos derribados, desfondando intrincados arbustos, y cortando largas raíces, giraron alrededor del fuerte y se encontraron en la vertiente opuesta. Yanez se detuvo.
—¿Dónde están? —se preguntó.
—Allí abajo —dijo el maratí.
El pelotón en efecto estaba a la vista. Descendía un sendero estrecho que llevaba a una pequeña pradera circundada por soberbios árboles. En el medio, cercado por una baja empalizada, había un espacio erizado de piedras y de tabletas de madera.
—Aquel debe ser el cementerio —dijo Yanez.
—¿Se dirigen hacia aquel lugar? —preguntó Kammamuri.
—Sí.
—Respiro, patrón Yanez. Temía que arrojaran a mi pobre amo al río.
—También a mí me había venido ese pensamiento.
—¿Descendemos?
—Es inútil. La tierra recién removida nos indicará dónde lo han sepultado.
—¿Debo partir?
—Espera un momento.
Los marineros habían entrado al cementerio y se habían detenido en el medio, bajando a tierra a Tremal-Naik. Yanez los vio girar por algunos instantes entre los cipos, como si buscasen algo, luego uno de ellos alzó la azada y comenzó a cavar.
—Es allí que lo enterrarán —dijo el portugués al maratí.
—¿Hay peligro de que mi amo muera asfixiado? —preguntó Kammamuri.
—No, amigo mío. Ahora corre pronto donde Sandokan, ordénale reunir a su tropa, venir aquí y desenterrar a tu amo.
—¿Y luego?
—Luego volverán al bosque y mañana iré a reunirme con ustedes. Mañana a la noche podremos dejar estos lugares para siempre. Ve, amigo, ve.
El maratí no se lo hizo decir dos veces. Empuñó la pistola y desapareció bajo los árboles con la rapidez de un gamo.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Farol de mano: “Lanterna di talco” en el original, es el que se usa para faenas, pañoles y despensas. Es pequeño y comúnmente posee cristales de talco.

Shivá: “Siva” en el original, es el dios destructor del hinduismo.

Bateleros: “Battelliere” en el original, personas que gobiernan el batel (bote).

Xiao: “Yo” en el original, flauta tradicional china generalmente hecha en bambú con seis (las más tradicionales) u ocho (modernas) agujeros.

Yueqin: “Kine” en el original, es el clásico laúd chino de 4 cuerdas pulsadas, también conocido como guitarra luna (“Yue” es luna en chino). El nombre “kine” y la descripción que hace Salgari del mismo está tomada de un volumen del Ferrario sobre China.

Magniferas: Es un género perteneciente a la familia de las anacardiáceas, más conocido como mango. Tiene unos 130 especies descritas, de las cuales sólo 8 son aceptadas y prácticamente todas las otras están todavía taxonómicamente discutidas.

Azada: Instrumento que consiste en una lámina o pala cuadrangular de hierro, ordinariamente de 20 a 25 cm de lado, cortante uno de estos y provisto el opuesto de un anillo donde encaja y se sujeta el astil o mango, formando con la pala un ángulo un tanto agudo. Sirve para cavar tierras roturadas o blandas, remover el estiércol, amasar la cal para mortero, etc.

Cipos: Pilastras o trozos de columna erigidos en memoria de alguna persona difunta.

Gamo: Mamífero rumiante de la familia de los Cérvidos, originario del mediodía de Europa, de unos 90 cm de altura hasta la cruz, pelaje rojizo oscuro salpicado de multitud de manchas pequeñas y de color blanco, que es también el de las nalgas y parte inferior de la cola; cabeza erguida y con cuernos en forma de pala terminada por uno o dos candiles dirigidos hacia delante o hacia atrás.

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