miércoles, 18 de febrero de 2015

XV. Tremal-Naik


Aún cuando estaba bastante cansado, el buen portugués no fue capaz de cerrar un ojo en toda la noche. Aquel viejo blanco que guiaba un pelotón de dayak y que se parecía al tío de la difunta mujer del Tigre, visto en cercanías de la ciudad por el malayo Sambigliong, lo tenía siempre fijo en la mente y le llenaba el ánimo de fuertes inquietudes.
En vano procuraba tranquilizarse, repitiéndose que quizá el malayo se había engañado, que el lord debía estar todavía muy lejos, quizá en Java, quizá en India, quizá más lejos aún, en Inglaterra. Le parecía siempre oír la voz del viejo en el contiguo corredor; le parecía siempre oír a las personas acercarse a su estancia; le parecía siempre oír un fragor de armas en el palacio.
Varias veces, no sabiendo dominar sus inquietudes, descendió del lecho y abrió prudentemente las ventanas y varias veces fue a abrir la puerta de la estancia, temiendo que hubiese estado apostada por centinelas para impedirle la fuga. Se adormeció hacia el alba, pero fue un sueño agitado, lleno de pesadillas y que duró un par de horas al menos.
Se despertó oyendo un gong alborotar por el camino.
Se alzó, se vistió, se puso en los bolsillos un par de pistolas cortas y se dirigió hacia la puerta. En aquel mismo instante golpearon.
—¿Quién es? —preguntó con viva ansiedad.
—El rajá lo espera en su gabinete —dijo una voz.
Yanez sintió un escalofrío correr por todos los huesos. Abrió la puerta y se encontró delante de un indio.
—¿Está solo, el rajá? —preguntó con los dientes apretados.
—Sólo, milord —respondió el indio.
—¿Qué quiere de mí?
—Lo espera para tomar el té.
—Corro de él —dijo Yanez, dirigiéndose hacia el gabinete del príncipe.
El rajá estaba sentado delante de su mesa, sobre la cual había un servicio de té en plata. Viendo a Yanez entrar, se alzó con una sonrisa en los labios, estrechándole la mano.
—¡Buen día, milord! —exclamó—. Ha regresado tarde anoche.
—Perdone, Alteza, si he faltado a la cena, pero la culpa no es mía —dijo Yanez, tranquilizado por la sonrisa del rajá.
—¿Qué le ha sucedido?
—Me he perdido en medio de los bosques.
—Sin embargo tenía un guía.
—¡Un guía!
—Me dijeron que había un indio que se hacía pasar por un proveedor de las minas de Bau.
—¿Quién se lo ha dicho, Alteza? —preguntó Yanez, haciendo un esfuerzo extraordinario por conservar la calma.
—Mis espías, milord.
—Alteza, a su servicio tiene gente brava.
—Lo creo —dijo el rajá sonriendo—. ¿Ha encontrado entonces, a aquel hombre?
—Sí, alteza.
—¿Hasta dónde lo ha acompañado?
—Hasta una pequeña villa de dayak.
—Adivine quién era aquel hombre.
—¿Quién era? —preguntó Yanez, pronunciando con fatiga aquellas dos palabras.
—Un pirata —dijo el rajá.
—¡Un pirata...! Es imposible, Alteza.
—Se lo aseguro.
—¿Y no me ha matado?
—Los piratas de Mompracem, milord, algunas veces son generosos, como su jefe.
—¿Es generoso el Tigre de la Malasia?
—Así se dice. Me contaron que varias veces regaló grandes diamantes a pobres diablos que pocos momentos antes había dado mosquetazos y sablazos.
—¡Es un pirata extraño, entonces!
—Es valiente y generoso a la vez.
—¿Pero está seguro, Alteza, que aquel indio era parte de la banda de Mompracem?
—Segurísimo, porque mis espías lo vieron hablar con los piratas del Tigre de la Malasia. Pero no hablará más con ellos, se lo aseguro. A esta hora debe estar en mano de los míos.
En aquel instante, abajo en la calle, se oyeron gritos agudos y un golpe fuerte de gong.
Yanez, pálido, agitadísimo, se precipitó hacia la ventana para ver lo que sucedía, pero más que nada para esconder su propia conmoción.
—¡Por Júpiter! —exclamó con voz estrangulada, poniéndose mucho más pálido—. ¡Kammamuri!
—¿Qué sucede? —preguntó el rajá.
—Conducen aquí a mi indio, Alteza —respondió con voz bastante calma—. No me había engañado, yo.
Se inclinó sobre el alféizar y miró.
Cuatro guardias, armados hasta los dientes, conducían hacia el palacio al indio Kammamuri, al cual le habían sido atados estrechamente los brazos con sólidas fibras de rotang. El prisionero no oponía ninguna resistencia, ni parecía aterrado. Procedía con paso calmo y miraba tranquilamente a la muchedumbre de dayak, chinos con coleta y malayos que lo seguían alborotando.
—¡Pobre hombre! —exclamó Yanez.
—¿Lo compadece, milord? —preguntó el rajá.
—Un poco, lo confieso.
—Sin embargo aquel indio es un pirata.
—Lo sé, pero conmigo fue bastante gentil. ¿Qué le harán, Alteza?
—Procuraré hacerlo hablar, ante todo. Si consigo saber dónde se oculta el Tigre de la Malasia...
—¿Lo asaltará?
—Reuniré a mis guardias y lo asaltaré.
—¿Y si el prisionero se obstina en no hablar?
—Lo haré colgar —dijo fríamente el rajá.
—¡Pobre diablo!
—Todos los piratas tienen igual trato, milord.
—¿Cuándo lo interrogará?
—Hoy no tengo tiempo, teniendo que recibir al embajador holandés, pero mañana estaré libre y lo haré hablar.
Un rayo relampagueó en los ojos del portugués.
—Alteza —dijo, después de un poco de indecisión—. ¿Podré asistir al interrogatorio?
—Si lo desea.
—Gracias, Alteza.
El rajá sacudió una campanilla de plata que estaba sobre la mesa. Un chino vestido de seda amarilla, con una cola larga de un metro, entró llevando una tetera de porcelana Ming, llena de té humeante.
—El té no le desagrada, espero —dijo el rajá.
—No sería inglés —respondió Yanez, sonriendo.
Vaciaron varias tazas de la deliciosa bebida, por tanto se alzaron.
—¿A dónde se dirige hoy, milord? —preguntó el rajá.
—A visitar los alrededores de la ciudad —respondió Yanez—. He divisado un fortín y con su permiso, lo visitaré.
—Encontrará compatriotas, milord.
—¡Compatriotas! —exclamó Yanez, fingiendo ignorar todo.
—Recogidos por mí hace algunas semanas, mientras estaban por ahogarse.
—¿Náufragos entonces?
—Usted lo ha dicho.
—¿Qué hacen en aquel fuerte?
—Esperan el arribo de una nave para embarcarse y al mismo tiempo protegen a un thug indio que está encerrado ahí dentro.
—¿Qué? ¡Un thug! ¡Un thug indio! —exclamó Yanez—. ¡Oh! Querría ver a uno de aquellos estranguladores.
—¿Lo desea?
—Ardientemente.
El rajá tomó una hoja de papel, escribió algunas líneas, la dobló y la entregó al portugués que la tomó con vivacidad.
—Entréguela al teniente Churchill —dijo el rajá—. Él le mostrará al thug y si desea le hará visitar el fortín entero que no obstante no tiene nada de bello.
—Gracias, Alteza.
—¿Cenará conmigo esta noche?
—Se lo prometo.
—Adiós, milord.
Yanez, que no veía el instante de salir de aquel gabinete, se dirigió a su propia estancia.
—Razonemos, Yanez mío —murmuró, cuando se encontró solo—. Se trata de dar un gran golpe sin ser descubierto.
Encendió un cigarrillo y se asomó a la ventana sumergiéndose en profundos pensamientos.
Permaneció allí, inmóvil, con los ojos fijos en el fortín, diez o doce minutos, frunciendo de vez en cuando la frente.
—¡Aquí vamos! —exclamó de pronto—. Mi querido Brooke, el buen Yanez te prepara una jugarreta que, si he calculado todo bien, será bellísima. ¡Por Júpiter! Sandokan estará contento de su hermanito blanco.
Se acercó a la mesa, tomó una pluma y sobre una fracción de papel, escribió:
Me manda tu fiel servidor Kammamuri, para salvarte. Tremal-Naik, si quieres ser libre y volver a ver a tu Ada, traga hacia la medianoche las píldoras que aquí encuentras, ni antes, ni después, si puedes.
Yanez, amigo de Kammamuri
Puso dentro dos pequeñas píldoras negras e hizo una pelotita, que escondió en un bolsillo de su chaqueta.
—Mañana los ingleses lo creerán muerto y mañana a la noche lo sepultarán —murmuró, restregándose alegremente las manos— y para advertir a mi querido hermanito mandaremos a Kammamuri. ¡Ah! Mi querido James Brooke, no sabes aún de qué son capaces los cachorros de Mompracem.
Se puso en la cabeza un sombrerito de paja hecho en forma de hongo, se puso en el cinturón el fiel kris, y dejó la estancia descendiendo lentamente las escaleras.
Pasando por un corredor, vio delante de una puerta, a un indio armado de carabina, con bayoneta calada.
—¿Qué hace ahí? —preguntó el portugués.
—Estoy de guardia —respondió el centinela.
—¿A quién haces guardia?
—Al pirata arrestado esta mañana.
—Cuidado que no se escape, amigo. Es un hombre peligroso.
—Tendré los ojos siempre abiertos, milord.
—Bravo muchacho.
Lo saludó con la mano, descendió la escalera y salió a la calle con una sonrisa irónica en los labios. Su mirada pronto se fijó sobre la colina que estaba de frente, en la cima de la cual, entre el verde oscuro de las plantas, destacaba la masa blancuzca del fortín.
—Ánimo, Yanez —murmuró—. Hay mucho que hacer.
Atravesó con paso tranquilo la ciudad, invadida por una densa muchedumbre de soberbios dayak, hórridos malayos y chinos que alborotaban en todos los tonos, vendiendo frutas, armas, ropa de todo tipo y juguetes de Cantón, y tomó un senderito sombreado por altísimos durián y por arecas, que llevaba al fortín.
A la mitad de la cuesta se encontró casualmente con dos marineros ingleses que descendían a la ciudad, quizá para recibir alguna orden del rajá, y quizá para informarse si alguna nave había arrojado el ancla en la desembocadura del río.
—Hola, amigos —dijo Yanez, saludándolos—. ¿Está arriba el comandante Churchill?
—Cuando lo dejamos estaba fumando en la puerta del fortín —respondió uno de los dos.
—Gracias, amigos.
Se volvió a poner en camino y después de un largo giro desembocó en una ancha plaza, en medio de la cual se elevaba el fortín. Sobre la puerta, apoyado en un fusil, había un marinero, ocupado en masticar un pedazo de tabaco, y a pocos pasos, tendido en medio de las hierbas, fumaba un teniente de marina, de estatura alta, con largos bigotes rojos. Yanez se detuvo.
—¡Uf! ¡Un blanco! —exclamó el teniente, divisándolo.
—Y que lo busca a usted —dijo el portugués.
—¿A mí?
—Sí.
—¿Y qué desea?
—Tengo una carta para el teniente Churchill.
—Soy yo, señor, el teniente Churchill —dijo el oficial, alzándose y moviéndose a su encuentro.
Yanez extrajo la carta del rajá y la presentó al inglés que la abrió y la leyó atentamente.
—Estoy a sus órdenes, milord —dijo, cuando la hubo leído.
—¿Me hará ver al thug?
—Si lo quiere.
—Acompáñeme donde está él, entonces. Siempre he deseado ver a uno de aquellos terribles estranguladores.
El teniente se puso en el bolsillo la pipa y entró en el fortín, seguido por Yanez.
Atravesaron un pequeño patio, en medio del cual se oxidaban cuatro viejos cañones de hierro, y entraron en el edificio construido con robustísima madera de teca, capaz de resistir una bala de seis y hasta de ocho libras.
—Aquí estamos, milord —dijo Churchill, deteniéndose delante de una sólida puerta trancada—. El thug está aquí adentro.
—¿Es tranquilo o feroz?
—Es manso como un tigre domesticado —respondió el inglés, sonriendo.
—No es necesario por consiguiente entrar armados.
—Nunca ha hecho mal a ninguno de nosotros, no obstante no entraría sin mis pistolas.
Levantó las dos barras y abrió con precaución la puerta, asomando la cabeza.
—El thug dormita —dijo—. Entremos, milord.
Yanez sintió un escalofrío, no ya porque tuviese miedo del estrangulador, sino por el tema de que este lo perdiese. En efecto el indio podía rechazar la tarjetita y las píldoras y develar así algo al teniente Churchill.
—Coraje y sangre fría —murmuró—. No es el momento de retroceder.
Cruzó el umbral y entró. Se encontró en una celda más bien pequeña con las paredes de madera de teca, aclarada por una ventanilla de solidísimas rejas.
En un ángulo, tendido sobre un lecho de hojas secas, y envuelto en una corta colcha de tela, estaba el thug Tremal-Naik, el amo del indio Kammamuri, el prometido de la infeliz Ada.
Era un soberbio indio, alto de cinco pies y seis pulgadas, de color bronce. Ancho y robusto tenía el pecho, musculosos los brazos y las piernas, orgullosas las facciones del rostro y regularísimas. Yanez, que había visto chinos, malayos, javaneses, africanos, indios, bugineses, macasares y tagalos no recordaba haber encontrado un hombre de colores tan bellos y tan vigorosos. Nada más Sandokan podía superarlo.
Aquel hombre dormía, pero el sueño no era tranquilo. El pecho se le alzaba afanosamente, su amplia y bella frente se fruncía, los labios de un rojo vivo, ardiente, se estremecían y sus manos, pequeñas como las de una mujer, se abrían y se cerraban, como queriendo estrechar algo y triturarlo.
—¡Bello hombre! —exclamó Yanez.
—Calla, habla —murmuró el teniente.
Un rauco acento había salido de los labios del indio, un acento desgarrador.
—¡Mía! —había exclamado.
Su cara, de repente, se volvió borrascosa. Una vena que le surcaba la frente se hinchó toda de golpe.
—Suyodhana —murmuró con acento de odio el indio.
—¡Tremal-Naik! —dijo el teniente.
A aquel nombre el indio se sacudió, se alzó con el arrebato de un tigre y fijó sobre el teniente una mirada que centelleaba como la de una serpiente.
—¿Qué quiere? —preguntó.
—Un señor quiere verte.
El indio miró a Yanez que estaba algunos pasos detrás de Churchill. Una sonrisa desdeñosa rozó sus labios, poniendo al desnudo los dientes blancos como el marfil.
—¿Soy una bestia quizá? —preguntó—. Qué...
Se detuvo y se estremeció. Yanez, que como se dijo estaba detrás del teniente, le había hecho una rápida seña. Sin duda él había comprendido que estaba delante de un amigo.
—¿Cómo te encuentras aquí dentro? —preguntó el portugués.
—Cómo puede encontrarse un hombre que nació y vivió libre en la jungla —dijo Tremal-Naik, con voz triste.
—¿Es verdad que eres un thug?
—No.
—Sin embargo has estrangulado personas.
—Es verdad, pero no soy un thug.
—Mientes.
Tremal-Naik se alzó rechinando los dientes y con los ojos llameantes; pero un nuevo gesto del portugués lo calmó.
—Si me dejaras alzar la colchita, mostrarías el tatuaje que distingue a los thugs.
—Álzala —dijo Tremal-Naik.
—¡No se arrime milord! —exclamó el teniente.
—No tengo arma alguna —dijo el indio—. Si yo alzo un brazo, descárgueme en el pecho las dos pistolas.
Yanez se acercó al lecho y se inclinó sobre el indio.
—Kammamuri —murmuró con voz apenas distinguible.
Un rápido rayo brilló en los ojos del indio. Con un gesto alzó la colchita y recogió la tarjetita conteniendo las píldoras que el portugués había dejado caer.
—¿Le ha visto el tatuaje? —preguntó el teniente que había, por sola precaución, armado una pistola.
—No lo tiene —respondió Yanez, enderezándose.
—¿No es un thug entonces?
—¿Quién puede decirlo? Los thugs tienen tatuajes por todas partes del cuerpo.
—Yo no —dijo Tremal-Naik.
—¿Por cuánto tiempo se encuentra aquí, teniente? —preguntó Yanez.
—Por dos meses, milord.
—¿Dónde se lo conducirá?
—A alguna penitenciaría de Australia.
—¡Pobre diablo! Salgamos, teniente.
El marinero abrió la puerta. Yanez aprovechó para volverse atrás y hacer a Tremal-Naik un último gesto que significaba: obedece.
—¿Quiere visitar el fortín? —preguntó el teniente cuando hubo cerrado y trancado la puerta.
—Me parece que nada tiene de atractivo —respondió Yanez—. Saludos del rajá, señor.
—Adiós, milord.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Seguramente, el fortín al que hace referencia la novela sea Fort Margherita, construido en 1879 por Charles Brooke —sucesor de James en el trono de Sarawak—. Posee un estilo de castillo inglés y lleva el nombre de la esposa de Charles, Margaret Alice Lili de Windt. Se construyó sobre una colina que da al río Sarawak, situado en la orilla norte, de frente al centro de Kuching.

En el texto original, las dos píldoras que pone Yanez eran “verdastre” (verdosas). Corregí el color porque se trata de un error de Salgari.

Finalmente Yanez pudo conocer a Tremal-Naik. Cada vez falta menos para que los cuatro héroes se junten definitivamente.

Durián: “Durion” en el original, es un árbol de unos 25 m de alto, originario del sudeste asiático. Su fruto tiene varias formas y puede llegar a los 40 cm de circunferencia y entre 2 y 3 kg de peso. Tiene un caparazón de espinas verdes o café. Tiene gusto intenso y agradable, textura cremosa y olor muy fuerte. En donde crece, se lo considera el rey de las frutas.

Teca: “Tek” en el original, es un árbol de la familia de las Verbenáceas, que se cría en las Indias Orientales, corpulento, de hojas opuestas, grandes, casi redondas, enteras y ásperas por encima. Su madera es tan dura, elástica e incorruptible, que se emplea preferentemente para ciertas construcciones navales.

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg. Por lo tanto, 6 lb equivalen a 2,72 kg; 8 lb equivalen a 3,63 kg.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 5 pie equivalen a 1,52 m.

Pulgadas: 1 in = 2,54 cm. Por lo tanto, 6 in equivalen a 15,24 cm.

Tagalos: “Tagali” en el original, se dice del individuo de una raza indígena de Filipinas, de origen malayo, que habita en el centro de la isla de Luzón y en algunas otras islas inmediatas.

3 comentarios:

  1. Hola,
    La palabra "coduti" se puede traducir como "caudado".
    Salgari usa esta palabra para indicar la costumbre de los chinos de peinarse sus cabellos haciendo una trenza o cola de caballo.
    Saludos,
    Luigi

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    1. ¡Interesante, muchas gracias! Averiguo un poco más y veo de ajustar la traducción.

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    2. Caudado es un término heráldico, que se traduce al italiano como "caudato". Creo que la mejor opción es "con coleta", por la "coleta china", justamente.

      ¡Muchas gracias igualmente por ayudarme a encontrar una traducción!

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