viernes, 6 de febrero de 2015

XIV. Narcóticos y venenos


Dos hombres se habían imprevistamente erguido detrás de un tjettek, arbusto trepador, cuyo jugo es de tal manera venenoso que mata en pocos instantes a un buey. Uno era un indio, alto, delgado, nervioso, vestido de tela blanca y armado de una larga carabina incrustada de plata; el otro era un dayak de bellas formas, con los miembros extraordinariamente cargados de anillos de latón y perlas de Venecia y los dientes ennegrecidos con el jugo caliente de la madera sinka. Un solo sirat, pedazo de paño de algodón, cubría sus flancos y un pañuelo rojo su cabeza, pero llevaba encima un verdadero arsenal. La terrible cerbatana con las flechas teñidas en el jugo del upas le pendía de un hombro; el formidable parang, pesado sable de ancha hoja incrustado con pedazos de latón y del cual servíase para decapitar a los enemigos, le pendía del flanco; el lazo, que saben operar quizá mejor que los thugs indios, le estrechaba la cintura. No faltaba ni siquiera el kris, de punta serpenteante y envenenada.
—¡Alto ahí! —repitió el indio, adelantándose.
El portugués hizo a Kammamuri un rápido gesto y avanzó con los dedos de la mano derecha sobre el gatillo del fusil.
—¿Qué quieres y quién eres tú? —preguntó al indio.
—Soy un guardia del rajá de Sarawak —respondió el interrogado—. ¿Y usted?
—Lord Giles Welker, amigo de James Brooke, tu rajá.
El indio y el dayak presentaron las armas.
—¿Aquel hombre está a su servicio, milord? —preguntó el indio indicando a Kammamuri.
—No —respondió Yanez—. Lo he encontrado en la floresta y teniendo miedo de los tigres ha pedido seguirme.
—¿Adónde va? —preguntó al maratí.
—Te he dicho también esta mañana que soy proveedor de los placers de Bau —respondió Kammamuri—. ¿Por qué preguntarme también ahora dónde voy?
—Porque el rajá así lo quiere.
—Dí a tu rajá que soy un fiel súbdito suyo.
—Pasa.
Kammamuri alcanzó a Yanez que había continuado su camino, mientras los dos espías volvían a emboscarse bajo el arbusto venenoso.
—¿Qué piensa, señor Yanez, de aquellos hombres? —preguntó el maratí, cuando estuvo seguro de que no podían ni oírlo ni verlo.
—Pienso que el rajá es astuto como un zorro.
—¿Nos desviamos?
—Desviémonos, Kammamuri. Aquellos dos espías pueden tener alguna sospecha y seguirnos por un buen trecho.
—Les haremos perder nuestros rastros.
Kammamuri abandonó el senderito hasta ahora seguido y dobló a la izquierda, seguido por el caballo y por el portugués. El camino se hizo muy pronto dificilísimo.
Millares y millares de árboles, rectos los unos, doblados y torcidos los otros, y matorrales y trepadoras, se estrechaban de modo de impedir el paso, si no a los hombres al menos al caballo.
Aquí había colosales alcanforeros, que diez hombres no habrían sido capaces de abrazar; allí arengas sacchariferas que, heridas, dan un licor azucarado y embriagador si es dejado fermentar; más allá soberbias palmas pinang que se plegaban bajo el peso de las nueces formando grandes racimos; luego bellísimos mangostanes, altos como un cerezo, cuyas frutas, grandes como naranjas, son las más gustosas y delicadas que se encuentran sobre la tierra, y arecas de hojas grandísimas, uncaria gambir e isonandra gutta y gutta jintiwan, plantas, estas tres últimas, que dan el caucho. Y como si todo esto no bastara para volver difícil el camino, desmesurados rotang, que en Borneo toman el lugar de las lianas, y nepentes, corrían de un árbol a otro formando verdaderas redes, que el maratí y el portugués estaban obligados a cortar con golpes de kris.
Recorrida media milla, describiendo largos giros para encontrar pasajes, saltando árboles derribados, aplastando matorrales, cortando raíces y amarras vegetales a diestra y siniestra, los dos piratas llegaron a la orilla de un canal de agua negra y podrida. Kammamuri cortó una rama y midió la profundidad.
—Dos pies —dijo—. Suba al caballo, patrón Yanez.
—¿Por qué?
—Entraremos en el canal y lo remontaremos un por buen trecho. Si los dos espías nos siguen, no encontrarán más nuestros rastros.
—Eres astuto, Kammamuri.
El portugués subió a la silla de montar y detrás de él subió el maratí. El caballo, después de haber vacilado un poco, entró en aquellas podridas aguas que esparcían un hedor insoportable y retomó, tambaleando y resbalando sobre el fondo pantanoso, la corriente.
Habiendo hecho ochocientos pasos, recobró la orilla. Yanez y el maratí descendieron y se quedaron escuchando con la oreja apoyada en tierra.
—No oigo nada —dijo Kammamuri.
—Tampoco yo —agregó el portugués —¿Está lejos el campo?
—Una milla y media por lo menos. Apresurémonos, patrón.
Un senderito, abierto entre los matorrales y los rotang por los animales, desaparecía en la espesura de la floresta. Los dos piratas lo alcanzaron alargando el paso. Media hora después, otros dos hombres se alzaban de detrás de un matorral, intimando a los dos piratas a detenerse. Kammamuri emitió un silbido.
—Adelante —respondieron los dos centinelas.
Eran dos piratas de Mompracem, armados hasta los dientes. Viendo a Yanez mandaron gritos de alegría.
—¡Capitán Yanez! —gritaron, corriendo a su encuentro.
—Buen día, muchachos —dijo el portugués.
—Lo creíamos muerto, capitán.
—Los tigres de Mompracem tienen la piel dura. ¿Dónde está Sandokan?
—A trescientos pasos de aquí.
—Hagan buena guardia, amigos. Hay espías del rajá en el bosque.
—Lo sabemos; hemos matado uno ayer a la noche.
—Bravo, cachorros.
El portugués y el maratí redoblaron el paso y muy pronto llegaron al campamento plantado cerca de un kampung en ruinas. De la villa, que hace un tiempo debía haber sido bastante grande, no quedaba intacta más que una sola cabaña de hojas de nipa, puesta sobre palos altos de más de treinta pies, fuera del alcance de los asaltos de los tigres y también de los asaltos de los hombres.
Los piratas no obstante estaban reconstruyendo otras cabañas y plantando sólidas empalizadas a fin de ponerse a cubierto y, en caso de un imprevisto ataque por parte de las tropas del rajá de Sarawak, poder resistir.
—¿Dónde está Sandokan? —preguntó Yanez, entrando en el campamento, acogido por gritos de alegría por toda la banda.
—Allá arriba, en la cabaña aérea —respondieron los piratas—. ¿Ha encontrado soldados del rajá, capitán Yanez?
—Aquello que he dicho a los centinelas lo diré también a ustedes, cachorros —dijo el portugués—. Estén en guardia, que hay espías del rajá en el bosque.
—¡Qué se muestren! —gritó un malayo, empuñando un pesadísimo parang ilang con la punta en relieve—. Los cachorros de Mompracem no temen a los perros del rajá.
—Capitán Yanez —dijo otro—, si encuentra alguno de aquellos espías, dígale que estamos acampando aquí. Hace cinco días que no combatimos y nuestras armas comienzan a oxidarse.
—Dentro de poco, muchachos tendrán trabajo —respondió Yanez—. Me encargo yo de mandarles la gente.
—¡Viva el capitán Yanez! —aullaron los cachorros.
—¡Eh! ¡hermano mío! —gritó una voz que venía de lo alto.
El portugués alzó los ojos y vio a Sandokan erguido sobre la pequeña plataforma de la cabaña aérea.
—¿Qué haces allí arriba? —gritó el portugués, riendo—. Pareces un pichón acurrucado sobre un árbol.
—Sube, Yanez. Tienes algo importante que decirme.
—Es cierto.
El portugués se lanzó hacia una larga pértiga que presentaba muescas, y con sorprendente agilidad llegó sobre la plataforma o mejor a la terraza de la cabaña, pero aquí se encontró con un feo embarazo. El suelo estaba formado de bambú, pero distantes el uno del otro un buen palmo, de modo que los pies del pobre Yanez no lograban encontrar un apoyo estable.
—¡Pero esta es una trampa! —exclamó.
—Construcción dayak, hermano mío —dijo Sandokan riendo.
—¿Pero qué pie tienen estos salvajes?
—Quizá más pequeños que los nuestros. ¡Un poco de equilibrio, diantre!
El portugués, tambaleando y saltando de viga en viga, llegó a la cabaña.
Era discretamente vasta, dividida en tres dormitorios de cinco pies de altura y otros tantos de ancho, con el pavimento también formado por bambú separados los unos de los otros por varios centímetros, pero cubierto de estera.
—¿Qué me traes? —preguntó Sandokan.
—Muchas novedades, hermanito mío —respondió Yanez sentándose—. Pero dime, ante todo, ¿dónde está la pobre Ada, que no la he visto en el campo?
—Este lugar no es muy seguro, Yanez. Las guardias del rajá pueden asaltarnos de un instante al otro.
—Comprendo, hermanito mío; la tienes escondida en algún lugar.
—Sí, Yanez. La he hecho conducir hacia la costa.
—¿Quién está con ella?
—Dos hombres que me son fidelísimos.
—¿Está todavía loca?
—Sí, Yanez.
—¡Pobre Ada!
—Se recuperará, te lo aseguro.
—¿En qué modo?
—Cuando se encuentre delante de Tremal-Naik, sentirá una sacudida tan fuerte que recobrará la razón.
—¿Lo crees?
—Lo creo, es más estoy seguro.
—Puedan tus esperanzas cumplirse.
—Dime ahora, Yanez, ¿qué has hecho en Sarawak en estos días?
—Muchas cosas. Me he hecho amigo del rajá.
—¿En qué modo?
El portugués en pocas palabras le informó lo que había hecho, lo que le había sucedido y lo que había oído. Sandokan lo escuchó atentamente sin interrumpirlo, ahora sonriente, y ahora pensativo.
—Así que eres amigo del rajá —dijo, cuando Yanez hubo terminado.
—Amigo íntimo, hermanito mío.
—¿No tiene ninguna sospecha?
—No creo, pero te dije que sabe que tú estás aquí.
—Es necesario apresurarse en liberar a Tremal-Naik. ¡Ah! ¡Si pudiese al mismo tiempo aplastar para siempre aquel condenado Brooke!
—Deja ahí al rajá, Sandokan.
—Él fue demasiado feroz, Yanez, con nuestros hermanos. Daría la mitad de mi sangre por vengar los millares de malayos muertos por aquel terrible y despiadado hombre.
—Cuidado, Sandokan, no somos más que sesenta hombres.
Un rayo siniestro relampagueó en los ojos del Tigre de la Malasia.
—Tú sabes, Yanez, de lo que soy capaz —dijo con un tono de voz que hacía temblar—. Mi pasado lo conoces.
—Lo sé, Sandokan, tú has desafiado la ira de reinos e imperios europeos. Pero la prudencia no es demasiada.
—Así sea: seré prudente. Me contentaré con liberar a Tremal-Naik.
—Algo quizá más difícil que lo otro, Sandokan.
—¿Por qué?
—Hay sesenta blancos en el fortín y piezas de cañón. Ya te lo he dicho.
—¿Qué son sesenta hombres?
—Espera un poco, hermanito mío. Me olvidaba de decirte que el fortín está cerquísima de la ciudad. Al primer tiro de cañón, tendrás a los blancos delante y a las tropas del rajá a las espaldas.
Sandokan se mordió los labios con un gesto de despecho.
—Sin embargo es necesario salvarlo —dijo.
—¿Qué debemos hacer?
—Jugaremos con astucia.
—¿Tienes un plan?
—Soy borneano y como mis compatriotas siempre he amado los venenos. Con una sola gota se mata a un hombre por más fuerte que sea; con otra gota se lo adormece, se lo hace creer muerto, o se lo hace enloquecer. El veneno, como ves, es un arma potente, terrible.
—Sé que durante nuestra estancia en Java te dedicaste mucho a los venenos. Y recuerdo que una vez un potente narcótico te salvó de la horca.
—He aquí que mis estudios y mis investigaciones comienzan a fructificar —dijo Sandokan—. Escúchame, Yanez.
Hurgó en un bolsillo interior de su chaqueta y retiró una cajita de piel, herméticamente cerrada. La abrió, y mostró al portugués diez o doce microscópicos frasquitos llenos de líquidos blancos, verdosos y negros.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez—. Tienes un surtido formidable.
—No es todo —dijo Sandokan, abriendo una segunda cajita conteniendo pequeñísimas píldoras que exhalaban un agudo olor—. Estos son otros venenos.
—¿Y qué quieres hacer con esos líquidos y estas píldoras?
—Escúchame con atención, Yanez. Me has dicho que Tremal-Naik está prisionero en el fuerte.
—Es verdad.
—¿Crees poder entrar en el fuerte, pidiendo permiso al rajá?
—Lo espero. A un amigo no se le niega un favor tan pequeño.
—Entonces entrarás y pedirás ver a Tremal-Naik.
—Y cuando lo haya visto, ¿qué haré?
Sandokan retiró de la segunda cajita tres píldoras negras y se las puso en la mano.
—Estas píldoras contienen un veneno que no mata, pero que suspende la vida por treinta y seis horas.
—Ahora comprendo tu plan. Deberé hacerle tragar una a Tremal-Naik.
—O disolverle una en la jarra de agua.
—Tremal-Naik no dará más signos de vida, lo creerán muerto y lo sepultarán.
—Y nosotros, a la noche, iremos a desenterrarlo —dijo Sandokan.
—El proyecto es estupendo, Sandokan —dijo el portugués.
—¿Intentarás el golpe? Tú no corres, me parece, ningún peligro.
—Lo intentaré, siempre y cuando se me permita entrar en el fuerte.
—Si no te lo permiten, soborna a algún marinero. ¿Tienes dinero?
El portugués abrió la chaqueta y el chaleco, alzó la camisa y mostró una faja un poco hinchada que le ceñía los flancos.
—Tengo dieciséis diamantes que todos juntos valen un millón.
—Si quieres otros, habla. Tengo mi cinturón que contiene el doble de lo tuyo y en Batavia tenemos tanto oro como para adquirir la flota entera de Portugal.
—Sé, Sandokan, que el dinero no nos falta. Por ahora me contentaré con mis dieciséis diamantes.
—Esconde ahora estas píldoras y también estos dos frasquitos —dijo Sandokan—. Uno, el verde contiene un narcótico que no suspende la vida, pero que adormece profundamente por doce horas; el otro, el rojo, contiene un veneno que mata instantáneamente y sin dejar rastros. Quién sabe, pueden serte útiles.
El portugués escondió las píldoras y los frasquitos, se arrojó en bandolera el fusil y se alzó.
—¿Te vas?
—Sarawak está lejos hermanito mío.
—¿Cuándo darás el golpe?
—Mañana.
—¿Me harás en seguida advertir por Kammamuri?
—No faltará; adiós, hermanito.
Descendió la peligrosa escalera, saludó a los cachorros y volvió a meterse bajo la floresta, buscando orientarse. Había recorrido seiscientos o setecientos metros, cuando fue alcanzado por el maratí.
—¿Más novedades? —preguntó el portugués, deteniéndose.
—Una y quizá grave, señor Yanez —dijo el maratí—. Un pirata ha vuelto ahora al campo y ha referido al Tigre de la Malasia haber visto, a tres millas de aquí, a una banda de dayak guiada por un viejo blanco.
—Si la encuentro le desearé un buen viaje.
—Espere un poco, señor Yanez —dijo el maratí—. El pirata ha dicho que aquel viejo de piel blanca se parecía al hombre que ha jurado colgar al Tigre y a usted.
—¡Lord James Guillonk! —exclamó Yanez, palideciendo.
—Sí, patrón Yanez, aquel hombre se parecía al tío de la difunta mujer de Sandokan.
—¡Es imposible...! ¡Es imposible...! ¿Quién es el pirata que lo ha visto?
—El malayo Sambigliong.
—¡Sambigliong...! —balbuceó Yanez—. Este malayo estaba con nosotros cuando raptamos a la sobrina de lord James, es más, si la memoria no me engaña, enfrentó al mismo lord que estaba por partirme el cráneo. ¡Por Júpiter...! Corro un gran peligro.
—¿Cuál? —preguntó el maratí.
—Si lord Guillonk viene a Sarawak estoy perdido. Me verá, me reconocerá, aún cuando hayan pasado casi cuatro años de la última vez que nos hemos encontrado, me hará arrestar y colgar.
—Pero el malayo no ha dicho que aquel viejo era el lord. Se parecía y nada más.
—¿Te ha mandado Sandokan a advertirme?
—¡Sí, patrón Yanez!
—Le dirás que estaré en guardia, pero que procure apoderarse de aquel viejo de piel blanca. Adiós, Kammamuri, mañana a la mañana te espero en la taberna china.
El portugués, muy inquieto, se puso nuevamente en marcha, mirando bien alrededor y aguzando las orejas, con miedo de encontrarse de un instante a otro delante de aquel viejo.
Afortunadamente no se oía, bajo el gigantesco monte, ninguna voz humana, ni ninguna señal. Los únicos ruidos que rompían el silencio eran los gritos de los argos gigantes, magníficos faisanes que revoloteaban por centenares, aquellos no menos agudos de las cacatúas fúnebres y aquellos roncos de los monos narigudos, así llamados porque su nariz es larga, bastante gruesa, y roja como la de Baco.
Caminó así, con grandes precauciones, entre la maleza inextricable y gigantescos matorrales, ahora doblando a derecha y ahora a izquierda, por cinco horas. No llegó a Sarawak sino al calar el sol, abatido por la fatiga y hambriento como un lobo. Calculando que era demasiado tarde para ir a cenar con el rajá, se fue a la taberna del chino.
Después de una suculenta cena y varias botellas, regresó al palacete. Al centinela, antes de entrar, le preguntó si un viejo de piel blanca había llegado, pero, teniendo una respuesta negativa, subió. El rajá se había retirado a su estancia hacía algunas horas.
—Mejor así —murmuró Yanez—. Un cazador que regresa sin un papagayo puede alarmar a aquel viejo zorro sospechoso.
Encendió su trigésimo cigarrillo y se fue a dormir, poniendo las pistolas y el kris bajo la cabecera.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Parece que a Yanez, o a Salgari, sí le falla la memoria, porque en el capítulo 23 de “Los tigres de Mompracem”, Yanez se salva él solo de James Guillonk y no interviene en ningún momento Sambigliong. Es más, Sambigliong aparece por primera vez en esta novela, en el capítulo 9.

Cuando Yanez dice que “...aún cuando hayan pasado casi cuatro años de la última vez...”, en realidad dice “cinco años”. Como el resto de las cantidades de años y fechas, lo adapté para darle coherencia.

Tjettek: “Cetting” en el original, es el nombre común que se le da en Java a la planta Strichnos tieuté Leschen. La misma se trata de la Strychnos ignatii, más conocida como haba de San Ignacio,​ pepita de San Ignacio o ignacia. Contiene alcaloides, destacando la estricnina, la brucina y la struxina. El potente veneno se prepara con la corteza de la raíz y lleva también el nombre de “tjettek” o “upas tjettek”.

Sinka: Según una nota de Salgari se trata de la especie Agrostistachys borneensis de la familia de las Euphorbiaceae. Los dayak utilizaban su tallo para colorearse los dientes de negro como signo de madurez sexual o matrimonio. Encontré otras referencias al nombre y al uso que se le da a esta planta que coincide con la información proporcionada por Salgari.

Sirat: “Ciawat” en el original, es el traje típico de los hombres dayak. Consta de una tira de 25 cm de ancho por 3 m de largo que se pasa por la cintura y por entre las piernas.

Placers: Mantuve la palabra en inglés que se traduce como “placeres”, o sea, arenales donde la corriente de las aguas depositó partículas de oro.

Pinang: Nombre indonesio y malayo de la Areca catechu, más conocida como palma de betel, de la que se obtiene la nuez de areca que se masca con la hoja de betel.

Areca: “Arecche” en el original, es una palma de tronco algo más delgado por la base que por la parte superior y con corteza surcada por multitud de anillos, hojas aladas, hojuelas ensiformes y lampiñas, pecíolos anchos, flores dispuestas en espiga o panoja y fruto del tamaño de una nuez común.

Uncaria gambir: “Uncaria cambir” en el original, es una especie de planta del género Uncaria que se encuentra en Sarawak. Se utiliza para masticar junto con areca o betel, así como también para teñir ropa y en la medicina tradicional china.

Isonandra gutta: “Isonandra guta” en el original, también llamado “Palaquium gutta”, es un árbol de la familia de las “Sapotaceae”. Crece hasta 40 metros de altura y es una fuente bien conocida de látex gutapercha. “Gutta” en malayo significa látex.

Gutta jintiwan: “Giunta-wan” en el original, es el nombre malayo de la especie Urceola elastica, planta trepadora de la que también se obtiene látex.

Nepentes: Planta tipo de la familia de las Nepentáceas.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 0,5 mi equivalen a 0,80 km; 1,5 mi equivalen a 2,41 km; 3 mi equivalen a 4,83 km.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 2 pie equivalen a 0,61 m; 30 pie equivalen a 9,14 m; 5 pie equivalen a 1,52 m.

Kampung: “Kampong” en el original, es una aldea malaya o un pueblo en un país donde se hable malayo.

Parang Ilang: Es otro nombre dado al “Mandau”, arma tradicional ceremonial de los dayak de Borneo. La cuchilla tiene forma convexa en un lado y algo cóncava en el otro. La hoja está hecha principalmente de metales templados, con viñas exquisitas e incrustaciones en bronce. La empuñadura está hecha de cuernos de animales. Tanto la empuñadura y la vaina están elaboradamente talladas y emplumadas. No es lo mismo que el “parang”.

Argos gigantes: “Argus giganti” en el original, también llamado “argo real” (Argusianus argus), es una especie de ave galliforme de la familia de los faisánidos. Habita las selvas de la península malaya, Borneo y Sumatra.

Cacatúas fúnebres: “Cacatue nere” en el original, se trata de la cacatúa fúnebre coliamarilla (Calyptorhynchus funereus). Pertenece a la familia de las Cacatuidae, es nativa del sudeste de Australia, mide entre 55 y 65 cm y sus plumas son negro amarronadas, con parches amarillos en las mejillas y cola.

Monos narigudos: “Scimmie dal naso lungo” en el original, nombre vulgar del Nasalis larvatus, especie de primate catarrino de la familia Cercopithecidae. Es herbívoro y endémico de la isla de Borneo. Es la única especie del género Nasalis. Se alimenta de brotes y hojas. Normalmente se desplaza trepando por los árboles, pero también es buen nadador, capaz de cruzar profundos canales para conseguir comida o escapar de algún peligro.

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