martes, 27 de enero de 2015

XIII. Bajo los bosques


Fue a cerrar la puerta con cerrojo y se asomó con precaución a la ventana. A cuarenta pasos del palacete, bajo la fresca sombra de una alta arenga saccharifera, estupenda palmera de largas hojas emplumadas, estaba el maratí, apoyado en un largo bambú provisto en la extremidad de una aguda punta de hierro, probablemente envenenada. No sin sorpresa, el portugués vio junto a él un pequeño caballo cargado de dos grandes cestas de hojas de nipa, llenas hasta el borde de fruta de toda especie y de panes de sagú.
—El maratí es más prudente de lo que creía —murmuró Yanez—. Parece un proveedor de las minas.
Enrolló un cigarrillo y lo encendió. El resplandor de la pequeña llama atrajo pronto la mirada de Kammamuri.
—El joven me ha divisado —dijo Yanez— pero no se mueve. Comprende que es necesario ser prudentes.
Le hizo una seña con la mano, luego volvió a entrar y abrió un cajón de la mesita. Había hojas de papel, un tintero, plumas y un monedero bien hinchado, que dio, golpeándolo, un sonido metálico.
—Mi amigo Brooke ha pensado en todo —dijo el portugués, riendo.
Quitó una hoja de papel, la rompió a la mitad y escribió en diminutísimos caracteres:
Sé prudente y mira bien alrededor. Ve a esperarme a la taberna del chino.
Enrolló el trocito de papel y de la pared separó una vara cilíndrica, de madera dura, perforada en el medio, armada en la extremidad con una lanza de hierro bien asegurada con tiras de rotang. Era un sumpitan, cerbatana, de 1,40 metros de largo con la cual los dayak lanzan a sesenta pasos y con una precisión extraordinaria flechas teñidas en el venenosísimo jugo del upas.
—Debo ser aún hábil —dijo el portugués examinando el arma.
Separó una flecha larga de unos 20 centímetros, le ensartó el apunte escrito y la hizo entrar en la cerbatana. Un fuerte soplo bastó para lanzarla hasta el maratí que fue rápido a recogerla y a arrancar la carta.
—Y ahora salgamos —dijo Yanez, cuando vio a Kammamuri irse.
Se arrojó en bandolera un fusil de dos cañones y salió, respetuosamente saludado por el centinela.
Recorriendo calles y callejones, flanqueados por cabañas posadas sobre palos, bajo las cuales dormitaban cerdos, perros y saltaban simios, esparciendo un hedor insoportable, en menos de un cuarto de hora llegó a la taberna, delante de la cual estaba atado el caballo del maratí.
—Preparemos las libras esterlinas —dijo el portugués—. Preveo una escena borrascosa.
Miró en la taberna. En un ángulo, sentado delante de una terrina de arroz, estaba Kammamuri; y detrás de la barra, con un par de anteojos de cuarzo ahumado, estaba el tabernero, ocupado en garabatear una gran hoja de papel con un grueso pincel. El celeste estaba sin dudas ocupado en hacer cuentas.
—Hola —gritó el portugués entrando.
El tabernero, a aquella llamada, alzó la cabeza. Verlo, brincar en pie y lanzársele en su contra, empuñando ferozmente su monstruosa pluma teñida de tinta china, fue todo de golpe.
—¡Bandido! —aulló.
El portugués estaba listo para detenerlo.
—Vengo a pagarte —dijo, arrojando sobre la mesa un pellizco de libras esterlinas.
—¡Justo Buda! —exclamó el chino, precipitándose sobre las monedas—. ¡Ocho libras esterlinas! Le pido perdón, signore...
—Estate callado y trae una botella de vino de España.
El tabernero en cuatro saltos corrió a tomar una botella, que puso delante de Yanez, por tanto se lanzó hacia un gong suspendido en la puerta y se puso a golpearlo furiosamente.
—¿Qué hace? —preguntó Yanez.
—Lo salvo, signore —respondió el chino—. Si no advierto a mis amigos que usted ha pagado, no sé qué le sucedería dentro de algunos días.
Yanez arrojó sobre la mesa otras diez libras esterlinas.
—Dí a tus amigos, que lord Walker paga por beber —dijo.
—Pero usted es un príncipe, milord —gritó el chino.
—Déjeme solo.
El chino, recogió las libras esterlinas, salió al encuentro de sus amigos que alarmados por aquellos golpes precipitados, acudían de todas partes armados de bambú y cuchillos.
Yanez se sentó delante de Kammamuri, destapando la botella.
—¿Qué nuevas, mi bravo maratí? —preguntó.
—Malas, señor Yanez —respondió Kammamuri.
—¿Corre algún peligro Sandokan?
—No aún, pero podría ser descubierto de un instante a otro. En las florestas zumban guardias y dayak. Ayer a la noche he sido detenido e interrogado y esta mañana me ha tocado lo mismo.
—Y tú, ¿qué has dicho?
—Me hice pasar por un proveedor de las minas de Bau. Para engañar mejor a aquellos soplones, como ha visto, me he provisto de un caballo y de algunas cestas.
—Eres astuto, Kammamuri. ¿Dónde se encuentra Sandokan?
—A seis millas de aquí, acampando cerca de una villa en ruinas. Está fortificándose, temiendo ser asaltado.
—Iremos a encontrarlo.
—¿Cuándo?
—Apenas vaciada la botella.
—¿Hay algo en el aire?
—He sabido dónde está encerrado tu amo.
El maratí brincó en pie, fuera de sí por la alegría.
—¿Dónde está? ¿Dónde está? —preguntó con voz sofocada.
—En el fortín de la ciudad, custodiado por unos sesenta marineros ingleses.
El maratí se dejó caer sobre la silla, desalentado.
—Lo salvaremos igualmente, Kammamuri —reanudó Yanez.
—¿Y cuándo?
—Apenas podamos. Me dirijo donde Sandokan para proyectar un plan.
—Gracias, señor Yanez.
—Déjate de agradecimientos y bebe.
El maratí vació su jarro.
—¿Quiere que partamos?
—Partamos —dijo Yanez, arrojando sobre la mesa algunos chelines.
—Le advierto que el camino es largo y difícil y que será necesario alargarlo aún más, a fin de engañar a los espías.
—No tengo prisa. He dicho al rajá que iba a cazar.
—¿Se ha hecho amigo del rajá?
—Ciertamente.
—¿En qué modo?
—Te lo contaré caminando.
Salieron de la taberna. El portugués se puso delante y Kammamuri detrás, sosteniendo por la brida al caballo.
—¡Viva lord Welker! —gritó una voz.
—¡Viva el lord! ¡Viva el generoso blanco! —aullaron otras voces.
El portugués se volvió y vio al tabernero circundado por una gran banda de chinos que tenían los jarros en mano.
—¡Adiós, muchachos! —gritó.
—¡Viva el generoso lord! —tronaron los chinos, alzando y chocando los jarros.
Habiendo salido del barrio chino, flanqueado por cuchitriles llenos de rollos de papel floreado de Tung, de fardos de seda, cajas de té de todas las calidades, abanicos, anteojos, escupideras, sillas de bambú, rabos, linternas microscópicas y linternas gigantescas, armas, amuletos, ropa, zuecos, sombreros de todas las formas y dimensiones, todas cosas provenientes del Celeste Imperio, entraron en el barrio malayo, no muy diferente del dayak, quizá más sucio y más hediondo, por tanto treparon las colinas y allí alcanzaron los bosques.
—Camine con precaución —dijo Kammamuri al portugués—. He encontrado varias serpientes pitón esta mañana y he visto también los rastros de un tigre.
—Los bosques de Borneo los conozco, Kammamuri —respondió Yanez—. No temas por mí.
—¿Ha venido otras veces aquí?
—No, pero he recorrido varias veces los bosques del reino de Varani.
—¿Batallando?
—A veces sí.
—¿Eran enemigos del sultán de Varani?
—Enemigos ferocísimos. Él odiaba terriblemente a los piratas de Mompracem, porque en cada encuentro vencíamos a su flota.
—Dígame, patrón Yanez, ¿el Tigre de la Malasia fue siempre pirata?
—No, mi querido. Una vez fue un poderoso rajá de Borneo septentrional; pero un inglés ambicioso hizo rebelar a las tropas y a la población y lo destronó después de haberle matado al padre, madre, hermanos y hermanas.
—¿Y vive aún este inglés?
—Sí, vive.
—¿Y no lo ha castigado?
—Es demasiado fuerte. El Tigre de la Malasia, sin embargo, no está todavía muerto.
—Pero usted, patrón Yanez, ¿por qué se ha asociado a Sandokan?
—No me he asociado, Kammamuri, fui hecho prisionero mientras navegaba hacia Labuan.
—¿No mataba a los prisioneros Sandokan?
—No, Kammamuri. Sandokan fue siempre feroz hacia sus más acérrimos enemigos y generosísimo hacia los otros y especialmente hacia las mujeres.
—¿Y él lo trató siempre bien, patrón Yanez?
—¡Me amó como y quizá más que a un hermano!
—Dígame, patrón Yanez, ¿cuando hayan liberado a mi amo regresarán a Mompracem?
—Es probable, Kammamuri. El Tigre de la Malasia necesita grandes distracciones para sofocar su dolor.
—¿Qué dolor?
—Aquel de haber perdido a Marianna Guillonk.
—¿La amaba mucho entonces?
—Inmensamente, con locura.
—Es muy extraño que un hombre tan feroz y tan terrible se haya enamorado de una mujer.
—Y de una mujer inglesa por demás —añadió Yanez.
—¿Del tío de Marianna Guillonk han sabido algo?
—Nada, por ahora.
—¿Puede estar aquí?
—Podría darse.
—¿Tienen miedo de él?
—Quizá es...
—Alto ahí —gritó en aquel instante una voz.
Yanez y Kammamuri se detuvieron.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Gong: Ancha plancha de latón, que se golpea con una pequeña maza.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Arenga saccharifera: “Arenga saccarifera” en el original, es otro nombre con el que se conoce a la “arenga pinnata”, especie perteneciente a la familia de las palmeras que alcanza los 20 m de altura.

Sagú: Fécula amilácea que se obtiene de la médula de la cicadácea del mismo nombre. Es granulosa, ligeramente rosada, y al cocer aumenta considerablemente de volumen. Se usa como alimento de muy fácil digestión.

Rotang: El “Calamus rotang” es una especie de palma perteneciente a la familia de las arecáceas utilizada para la elaboración de muebles, cestas, bastones, paraguas y objetos de mimbre.

Sumpitan: Especie de cerbatana para flechas, utilizada por los indígenas de Borneo y las islas adyacentes.

Cerbatana: Canuto en que se introducen bodoques, flechas u otras cosas, para despedirlos o hacerlos salir impetuosamente, soplando con violencia por uno de sus extremos.

Cuarzo ahumado: Cuarzo de color negruzco, como si estuviese manchado de humo.

Minas de Bau: “Miniere di Poma”, no encontré referencia al nombre “Poma”. En cambio encontré que en Sarawak existen minas de oro ubicadas en la ciudad de Bau, cerca de Kuching. Fueron descubiertas a mediados de 1840 por mineros chinos. A partir de 1857 se hizo cargo gradualmente de las mismas, la Borneo Company Limited.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 6 mi equivalen a 9,66 km.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario