martes, 13 de enero de 2015

XI. Una noche en prisión


Aquellos gritos, emitidos por los chinos en el barrio chino, debían lograr el mismo efecto que obtiene un gong golpeado en una calle de Cantón o de Pekín.
En efecto, en menos de cinco minutos, doscientos hijos con coleta del Celeste Imperio, armados de bambú, cuchillos, piedras y paraguas, se encontraban reunidos delante de la puerta de la taberna, mandando alaridos espantosos.
—¡Dale al ladrón! —gritaban unos, volteando amenazadoramente bastones y sombrillas.
—¡Cuelga al blanco! —aullaban otros, mostrando los cuchillos.
—¡Arrójalo al río!
—¡Dale sablazos a ese perro!
—¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Ahógalo! ¡Quémalo! ¡Cuélgalo!
Los bebedores, espantados por todo aquel alboroto y temiendo ser lapidados desalojaron a prisa la taberna, quien saliendo por la puerta y mezclándose con la banda, quien saltando por las ventanas, que afortunadamente no estaban demasiado altas. Allí no permaneció mas que el portugués que reía en voz alta, como si asistiese a una brillantísima farsa.
—¡Bravo! ¡Bien! ¡Bis! ¡Bis! —gritaba, armando no obstante las pistolas y sacando del cinturón el kris.
Un chino que hablaba más que todos, en primera fila, le tiró una pedrada: pero el guijarro fue a quebrar un gran frasco de Hsüan Chou, cuyo licor se esparció por tierra.
—¡Eh, pícaro! —gritó el portugués—. Arruinas al tabernero.
Recogió el guijarro y lo devolvió al agresor, que terminó con un diente roto.
Alaridos aún más agudos retumbaron en el barrio, haciendo acudir a otros chinos, algunos de los cuales armados de viejos arcabuces. Tres o cuatro, animados por sus compañeros y el tabernero, intentaron entrar, pero viendo que las pistolas del portugués apuntaban hacia ellos, se apresuraron a mostrar las suelas de fieltro de sus zuecos.
—¡Lapidémoslo! —gritó una voz.
—¿Y mi taberna? —gimió el tabernero.
—¡Apedreémoslo, amigos! ¡Apedreémoslo!
Un granizo de guijarros entró en la taberna, rompiendo faroles, frascos, platos, terrinas y vasos.
El portugués, viendo que el alboroto se ponía peligroso, descargó al aire sus dos pistolas.
A los dos disparos siguieron detrás siete arcabuzazos disparados en la calle, pero sin otro éxito que aquel de aumentar el alboroto.
De improviso se oyeron varias voces gritar:
—¡Largo...! ¡Largo...!
—¡Los guardias del rajá!
El portugués respiró. Aquel alboroto, aquellos bastones en el aire, cuchillos, granizada de guijarros, mosquetones y aquel continuo aumento de la muchedumbre comenzaban a inquietarlo.
—Hagamos alboroto, ahora que no hay más peligro —dijo.
Se lanzó hacia una mesa y la derribó, estrellando todos los frascos, vasos, platos que había encima.
—¡Arréstenlo! ¡Arréstenlo! —aulló el tabernero—. Aquel blanco me rompe todo.
—¡Largo! ¡Largo guardias! —gritaron algunos.
La muchedumbre se dividió y sobre la puerta de la taberna aparecieron dos hombres de color oscuro, altos, robustos, con chaqueta y pantalones de tela blanca y una tizona en el puño.
—¡Atrás! —gritó el portugués, apuntando sobre ellos las pistolas.
—¡Un europeo! —exclamaron los dos guardias, maravillados.
—Diga un inglés —dijo Yanez.
Los dos guardias reenvainaron las tizonas.
—No queremos hacerle ningún mal —dijo uno de los dos—. Estamos al servicio del rajá Brooke su compatriota.
—¿Y qué quieren de mí?
—Liberarlo de esta turba.
—¿Y conducirme a alguna cárcel?
—En eso pensará el rajá.
—¿Me conducirán donde está él?
—Sin duda.
—Si es así voy. Del rajá Brooke no tengo nada que temer.
Los dos guardias lo tomaron en medio y volvieron a desenvainar las tizonas a fin de protegerlo de la rabia de los chinos que había llegado al colmo.
—Largo —gritaron.
Los chinos, en grandísimo número, a aquella intimación no obedecieron. Querían a toda costa colgar al europeo, ya que los guardias no lo habían ensartado, como habían esperado.
Los dos guardias no obstante no se desanimaron. Distribuyendo planazos a diestra y siniestra y vigorosas patadas, lograron hacer un poco de espacio y sacaron al prisionero por una estrecha calleja, jurando matarlos a cuantos los hubieran seguido.
Aquella amenaza tuvo un buen éxito.
Los chinos, después de haber aullado en todos los tonos y lanzado imprecaciones contra Yanez, los guardias y contra el mismo rajá, al que acusaban de proteger a los ladrones, se dispersaron, dejando solo al tabernero con sus cuatro lavaplatos malparados.
Sarawak no es una ciudad muy vasta y no tiene muchas calles, de modo que los dos guardias en menos de cinco minutos llegaron al palacete del rajá, construído en madera como todas las viviendas de los blancos que coronan las pequeñas colinas de los alrededores.
Sobre la cima ondeaba una bandera, que al portugués le pareció roja como la inglesa; delante de la puerta estaba parado un indio armado de fusil y bayoneta.
—¿Me conducirán enseguida del rajá?
—Es demasiado tarde —respondieron los guardias—. El rajá duerme.
—¿Y dónde pasaré la noche?
—Le daremos una estancia.
—Con tal de que no sea una bodega.
—Un compatriota del rajá no se mete en una bodega.
El portugués fue hecho entrar, por tanto subir una escalera e introducido en una pequeña estancia con las ventanas defendidas por gruesas esteras de hojas de nipa, con una hamaca de filamentos de coco, algunos muebles de procedencia europea y una lámpara que había sido ya encendida.
—¡Por Júpiter! —exclamó, restregándose alegremente las manos—. Dormiré como una babirusa.
—¿Desea algo? —preguntó uno de los guardias.
—Que se me deje dormir —respondió Yanez.
Un guardia salió, pero el otro se sentó junto a la puerta metiéndose en la boca una nuez de areca envuelta en una hoja de betel.
El portugués frunció la frente pero enseguida se serenó.
—Aprovecharé para hacerlo cantar. Hay muchas cosas que ignoro que este hombre sin duda sabe.
Enrolló un cigarrillo, lo encendió, aspiró algunas bocanadas de humo y acercándose al guardia:
—Joven, ¿eres indio? —preguntó.
—Bengalí, sir —respondió el guardia.
—¿Hace mucho tiempo que estás aquí?
—Dos años.
—¿Has oído hablar de un pirata que se llama el Tigre de la Malasia?
—Sí.
Yanez reprimió apenas un gesto de alegría.
—¿Es verdad que el Tigre está aquí? —preguntó.
—No lo sé, pero se dice que los piratas han asaltado un navío a veinte o treinta millas de la costa y que luego han desembarcado.
—¿Dónde?
—No se sabe precisamente en qué lugar, pero lo sabremos.
—¿De qué manera?
—El rajá tiene bravos espías.
—Dime, ¿es verdad que hace unos meses ha naufragado un navío inglés cerca del cabo Datu?
—Sí —respondió el indio—. Era un navío de guerra proveniente de Calcuta.
—¿Quién corrió en su ayuda?
—Nuestro rajá con su schooner el Royalist.
—¿Fue salvada la tripulación?
—Toda, inclusive un indio condenado a deportación perpetua, no recuerdo a qué isla.
—¡Un indio condenado a deportación perpetua! —exclamó Yanez, fingiendo la máxima sorpresa—. ¿Y quién era ese?
—Un indio, le he dicho.
—¿Sabes su nombre?
El bengalí pensó por algunos instantes.
—Se llamaba Tremal-Naik.
—¿Y qué delito había cometido? —preguntó Yanez, trepidante.
—Se me dijo que había matado ingleses.
—¡Qué bandido! ¿Y está aún aquí este indio?
—Está encerrado en el fortín.
—¿En cuál?
—Aquel que está sobre el cerro. No hay más que uno en Sarawak.
—¿Tiene guarnición el fortín?
—Están los marineros del leño naufragado.
—¿Muchos?
—Unos sesenta por lo menos.
Yanez hizo una mueca.
—¡Sesenta hombres! —murmuró—. Y quizá haya cañones también.
Encendió un segundo cigarrillo y se puso a pasear por la estancia, meditando. Paseó así por algunos minutos, luego se tendió sobre la hamaca, rogó al centinela bajar la llama de la lámpara y cerró los ojos. Aún cuando estaba prisionero y con muchos pensamientos en la cabeza, el portugués durmió como si estuviese a bordo de la Perla de Labuan o en la cabaña del Tigre de la Malasia. Cuando se despertó, un rayo de sol penetraba a través de las hojas de nipa que servían de persianas.
Miró hacia la puerta, pero el centinela no estaba más. Viéndolo dormir y quizá también oyéndolo roncar, se había ido, seguro de que un prisionero de aquel género no habría saltado por la ventana.
—Buenísimo —dijo el portugués—. Aprovechemos.
Brincó fuera de la hamaca, se dio un pequeño aseo, alzó la estera y se asomó a la ventana, respirando profundamente el aire fresco de la mañana.
Sarawak presentaba una bella vista con sus verdes colinas adornadas de palacetes de madera; con su gran río sombreado por soberbios árboles y surcado por pequeños praos, esbeltas piraguas, ligeras y largas canoas; con las extrañas casitas, de techo arqueado y pintadas de deslumbrantes colores, del barrio chino; sus cabañas de hojas de nipa, plantadas sobre palos de respetable altura del barrio dayak y sus callejones atestados de chinos, dayak, bugineses y macasares. El portugués recorrió, con una rápida mirada, la ciudad y detuvo la mirada sobre la colina. Como se dijo, había elegantes palacetes de madera habitados por europeos. Más allá no obstante, se veía una encantadora capilla y, a no mucha distancia, un fuerte, sólidamente construido y con muchas troneras.
El portugués lo miró con profunda atención.
—Es allí que está Tremal-Naik —murmuró— ¿Cómo liberarlo?
En aquel instante una voz detrás de él decía:
—El rajá lo espera.
Yanez se volvió y se encontró delante del bengalí.
—¡Ah! ¿Eres tú, amigo? —dijo, sonriendo—. ¿Cómo está el rajá Brooke?
—Lo espera, sir.
—Vamos a estrecharle la mano.
Salieron, subieron otra escalera y entraron en un salón, cuyas paredes desaparecían bajo un verdadero estrato de armas de todos los tamaños y de todas las formas.
—Entre en aquel gabinete —dijo el bengalí.
El portugués sintió un estremecimiento.
—¿Qué le relataré? —murmuró—. Coraje, Yanez. Tienes a un zorro viejo delante.
Empujó la puerta y entró resueltamente en el gabinete, en medio del cual ante una mesa llena de mapas, estaba sentado el rajá de Sarawak.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Se acerca el momento de enfrentarse cara a cara con el rajá.

La primera bandera del Reino de Sarawak, utilizada entre 1841 y 1848, era la Cruz de San Jorge (cruz roja sobre fondo blanco), que pareciera ser la que ve Yanez, por la breve descripción que nos da. Sin embargo, en la época en que se desarrolla la historia, debería haber visto la segunda bandera: una cruz azul y roja sobre un fondo amarillo y con una corona, también amarilla, en el centro.

El comentario de Yanez de que va a dormir como una babirusa en la hamaca se debe a que según una creencia malaya, estos animales, para dormir, se colgarían de las ramas de los árboles con sus colmillos superiores, meciéndose libremente, para evitar a sus depredadores.

Gong: Instrumento de percusión formado por un disco que, suspendido, vibra al ser golpeado por una maza.

Cantón: Ciudad del sur de China, capital de la provincia de Cantón. En su momento era considerada uno de los mayores puertos comerciales del mundo.

Pekín: Literalmente “capital del norte”, es la capital de China. Por entonces era la ciudad más poblada del mundo con más de un millón de habitantes.

Hsüan Chou: “Sam-sciù” en el original, es un tipo porcelana blanca china de las dinastías Yuan y Ming (siglos XIII a XVII).

Arcabuces: Armas antiguas de fuego, con cañón de hierro y caja de madera, semejantes al fusil, que se disparaban prendiendo la pólvora del tiro mediante una mecha móvil colocada en la misma arma.

Platos: “Tondi” en el original, la traducción literal era “círculos”, pero no tenía sentido. En la edición original de la novela, en lugar de “tondi” dice “piatti”, o sea, “platos”.

Mosquetones: Armas de fuego más cortas que el fusil y de cañón rayado.

Tizona: “Draghinassa”, el original, es el nombre que se le atribuye a una espada, utilizado como genérico de arma blanca. Encontré “tizona” como traducción válida en castellano que significa espada y hace alusión a Tizona, nombre de la célebre espada del Cid.

Planazos: “Piattonate” en el original. “Piattonare”, significa dar palos con la hoja de una espada. Por lo que la traducción más acertada sería “planazo”, o sea, golpe dado con la parte plana del machete, peinilla, espada o sable.

Nipa: Del malayo “nipah”. Planta de la familia de las Palmas, de unos tres metros de altura, con tronco recto y nudoso, hojas casi circulares, de un metro aproximadamente de diámetro, partidas en lacinias ensiformes reunidas por los ápices, flores verdosas, separadas las masculinas de las femeninas, pero todas en un mismo pedúnculo, y fruto en drupa aovada, de corteza negruzca, dura por fuera y estoposa por dentro, que cubre una nuez muy consistente. Abunda en las marismas de las islas de la Oceanía intertropical. De sus hojas se hacen tejidos ordinarios, y muy especialmente techumbres para las barracas o casas de caña y tabla de los indígenas.

Babirusa: Cerdo salvaje que vive en Asia, de mayor tamaño que el jabalí, cuyos colmillos salen de la boca dirigiéndose hacia arriba y luego se encorvan hacia atrás. Su carne es comestible.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 20 mi equivalen a 32,19 km; 30 mi equivalen a 48,28 km.

Piragua: Embarcación larga y estrecha, mayor que la canoa, hecha generalmente de una pieza o con bordas de tabla o cañas. Navega a remo y vela, y la usan los indios de América y Oceanía.

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