martes, 16 de diciembre de 2014

VIII. La bahía de Sarawak


Al grito terrible de “¡Fuego! ¡Fuego!” el ingeniero había hecho inmediatamente detener el navío que no avanzaba mas que bajo el impulso de las últimas batidas de la hélice.
Una confusión indescriptible, a la aparición de los piratas, reinaba sobre el puente.
Del castillo de proa, semidesnudos o en camiseta, salían desordenadamente los marineros, aún medio soñolientos, presa de un indecible espanto, chocándose los unos con los otros, empujándose, cayendo y levantándose de nuevo. Los hombres de guardia, no menos aterrorizados, creyendo que el fuego había ya tomado alarmantes proporciones se afanaban en recoger los cubos esparcidos sobre el puente. De las escotillas, en cambio, como marea creciente, subían en furia los cachorros de Mompracem, con el kris entre los dientes y las pistolas en el puño, listos para la batalla. Comandos, gritos, imprecaciones, exclamaciones, preguntas, se cruzaban por todas partes dominando los bramidos de la máquina y las órdenes del oficial de guardia.
—¿Dónde está el fuego? —preguntaba uno.
—En la batería —respondía otro.
—¡A la santabárbara! ¡A la santabárbara!
—Formen la cadena.
—¡Truenos! ¡A las bombas!
—¡Capitán! ¿Dónde está el capitán?
—¡A sus puestos! —tronaba el oficial—. ¡Ánimo, muchachos, a las bombas! ¡A sus puestos!
De pronto una voz, resonante como una trompeta, resonó en medio del puente del navío inmóvil.
—¡A mí, cachorros!
El Tigre de la Malasia se lanzaba entre sus hombres. En la mano derecha estrechada como una morsa la cimitarra que centelleaba al vago claror de los fanales de proa.
Un alarido feroz retumbaba:
—¡Viva el Tigre de la Malasia!
Los marineros del navío, sorprendidos, espantados al ver a todos aquellos hombres armados, listos para arrojarse contra ellos, se precipitaron confusamente a proa y a popa aferrando las hachas, barras de cabrestantes, manivelas, motones, guindalezas.
—¡Traición! ¡Traición! —se aullaba por todas partes.
Los piratas, con el kris en la mano, se preparaban para desfondar las dos murallas humanas.
El Tigre de la Malasia con un silbido detuvo el impulso.
El capitán había aparecido sobre el puente y se dirigía valientemente hacia ellos con el revólver en la derecha.
—¿Qué sucede? —preguntó, con voz imperiosa.
Sandokan salió del grupo moviéndose hacia él.
—Lo ve bien, capitán —dijo—. Mis hombres asaltan a los suyos.
—¿Quién es usted?
—El Tigre de la Malasia, mi capitán.
—¡Cómo...! ¿Otro nombre entonces...? ¿Dónde está el embajador...?
—Allá en medio, con la pistola en puño, listo para disparar sobre ustedes si no se rinden.
—¡Miserable...!
—Calma, capitán. No se insulta impunemente al jefe de los piratas de Mompracem.
El capitán dio tres pasos atrás.
—¡Piratas...! —exclamó—. ¡Ustedes, piratas...!
—Y de los más formidables.
—¡Atrás! —tronó alzando el revólver— ¡Atrás o los mato!
—Capitán —dijo Sandokan adelantándose—, nosotros somos ochenta, todos armados y decididos a todo, y ustedes no tienen mas que a cuarenta hombres casi inermes. No les odio y no quiero sacrificarlos inútilmente; ríndanse entonces y les juro que no les será tocado un cabello.
—¿Pero qué quiere, en fin?
—Vuestro navío.
—¿Para corsear por el mar?
—No, para cumplir una buena acción, para reparar una injusticia de los hombres.
—¿Y si yo me rehusase?
—Lanzaría a mis cachorros contra ustedes.
—¡Pero usted quiere despojarme!
Sandokan se desabrochó un cinturón bien henchido que llevaba bajo la casaca y mostrándolo al capitán:
—Aquí hay un millón en diamantes: ¡Tómelo!
El capitán lo miró absorto.
—No comprendo —dijo—. ¡Tiene hombres con los cuales podría apoderarse del navío sin demasiados sacrificios y en cambio me regala un millón! ¿Qué clase de hombre es usted?
—Soy el Tigre de la Malasia —respondió Sandokan—. Vamos, ríndase o estaré obligado a desencadenar a estos cachorros, que me circundan, en contra suyo.
—¿Pero qué hará con mis hombres?
—Los embarcaremos a todos en las chalupas y los dejaremos libres.
—¿Y adónde iremos?
—La costa de Borneo no está muy lejos. Dese prisa, decídase.
El capitán vacilaba. Quizá temía que, depuestas las armas, los piratas se precipitasen contra sus hombres para masacrarlos.
Yanez adivinó enseguida lo que pasaba en su mente y adelantándose:
—Capitán —dijo—, está equivocado en dudar de la palabra del Tigre de la Malasia, porque nunca faltó a las promesas hechas.
—Tiene razón —dijo el comandante—. Eh, muchachos, depongan las armas; toda resistencia es inútil.
Los marineros, que se la veían muy fea, no vacilaron un solo instante y arrojaron sobre el puente cuchillos, hachas, manivelas y barras de cabrestantes.
—Bravos muchachos —dijo Sandokan.
A una seña suya las dos balleneras y tres chalupas fueron caladas al mar, después de haberlas provisto bien de víveres.
Los marineros, inermes, desfilaron en medio de los piratas, tomando sus lugares en las embarcaciones. Último quedó el capitán.
—Señor —dijo deteniéndose delante del Tigre de la Malasia—, no tenemos ni un arma para defendernos, ni una brújula para dirigirnos.
Sandokan separó de una cadena que le pendía del pecho una brújula de oro, ofreciéndosela al oficial:
—Esta para dirigirlos.
Se quitó del cinturón las dos pistolas y de un dedo un magnífico anillo adornado de un diamante grande como una nuez y ofreció aquellos tres objetos al capitán.
—Estas armas para defenderse, este anillo de recuerdo, y esta bolsa llena de diamantes para pagarle el navío que le he tomado —dijo Sandokan.
—Es el hombre más extraño que encontrado en mi vida —dijo el capitán, recibiendo los tres objetos—. ¿No pensó, que podría descargarle encima estas armas?
—No lo hará.
—¿Por qué?
—Porque es un leal gentilhombre. ¡Vaya!
El capitán hizo un ligero saludo con la mano y descendió en la embarcación que se hizo enseguida a la mar, seguida por todas las otras, dirigiéndose hacia el oeste.
Veinte minutos después el Heligoland dejaba aquellos parajes, navegando ágilmente hacia la costa de Sarawak, que estaba lejos como mucho un centenar de millas.
—Vamos ahora a encontrarnos con Kammamuri y con su ama —dijo Sandokan después de haber dado el rumbo—. Esperemos que nada le haya sucedido a la pobre Ada.
Descendió la escalera de popa junto a Yanez y llamó al camarote del maratí.
—¿Quién es? —preguntó Kammamuri.
—Sandokan.
—¿Hemos vencido, capitán?
—Sí, amigo mío.
—¡Viva el Tigre de la Malasia! —aulló el bravo maratí.
Quitó los muebles que había acumulado detrás de la puerta y abrió. Yanez y Sandokan entraron.
El maratí estaba armado hasta los dientes. Tenía aún en la mano la cimitarra y su cinturón estaba atestado de pistolas y puñales.
Tendida sobre una silla estaba la loca, ocupada en arrancar, con mano nerviosa, los pétalos de una rosa china tomada poco antes de un jarrón.
Viendo entrar a Sandokan y a Yanez se alzó de pronto, fijando sobre ellos una mirada que demostraba un profundo terror.
—¡Los thugs...! ¡Los thugs...! —exclamó.
—Son nuestros amigos, ama —dijo el maratí.
Ella miró a Kammamuri por algunos instantes, luego recayó sobre la silla, volviendo a arrancar la flor que tenía en la mano.
—¿Los alaridos de los combatientes han producido alguna impresión en la desgraciada? —preguntó Sandokan al maratí.
—Sí —respondió—. Se ha alzado toda temblorosa, gritando: “¡Los thugs! ¡Los thugs!” Pero luego, poco a poco, se ha calmado.
—¿Nada más?
—Nada más, capitán.
—Vela atentamente por ella, Kammamuri.
—No me moveré de su lado.
Yanez y Sandokan volvieron a subir a cubierta. Precisamente en aquel mismo instante los hombres de guardia señalaban, hacia el sur, un punto rojizo que corría con rapidez.
Yanez y Sandokan se lanzaron a proa mirando atentamente hacia aquella dirección.
—Debe ser el fanal de una nave —dijo el portugués.
—Seguro que lo es. Esto me inquieta mucho —respondió Sandokan.
—¿Por qué, hermanito mío?
—Aquella nave pudo encontrar las chalupas.
—¡Por todas las espingardas! ¡No nos faltaba más que esto...!
—No te espantes, Yanez. El Heligoland, tiene buenos cañones. Pero... uf, aquella nave es a vapor. ¿No ves, Yanez, aquella franja rojiza que se alza hacia el cielo?
—¡Por Júpiter! ¡Tienes razón!
—Si fuese...
—¿Quién?
—¡A los cañones, muchachos! ¡A los cañones! —tronó el Tigre de la Malasia.
—¿Qué haces? —preguntó Yanez, aferrándolo por un brazo.
—Es la cañonera, Yanez.
—¿Cuál cañonera?
—Aquella que nos seguía.
—¡Por Júpiter...!
—La echaremos a pique.
—¡Estás loco!
—¿Pero no la ves?
—Sí que la veo, pero si le disparas, de Sarawak nos cañonearán. Si no se va a pique en la primera andanada, correrá donde aquel condenado Brooke para denunciarnos.
—¡Por Alá! —exclamó Sandokan, golpeado por aquel razonamiento.
—Estemos quietos, hermanito —dijo Yanez.
—¿Y si encuentra las chalupas?
—No es fácil, Sandokan. La noche es oscura, las chalupas hilaban hacia el oeste y la cañonera, si no me equivoco, tiene la proa al norte. Un encuentro, en semejantes circunstancias, no es fácil. ¿Digo mal, quizá?
—No, pero ver aquella condenada cañonera...
—Calma, hermano. Dejémosla hilar al norte.
La cañonera, que con tanta obstinación, pero probablemente sin saberlo, seguía a los piratas de Mompracem, estaba entonces cerquísima. A babor y a estribor brillaban dos fanales rojo y verde y sobre la cima del trinquete el blanco. A popa, se divisaba al timonel erguido junto a la rueda.
Pasó cerquísima al Heligoland describiendo una especie de semicírculo, y desapareció hacia el norte, dejando detrás una estela fosforescente.
No habían transcurrido diez minutos que se oyó al ancho una voz gritar:
—¡Eh, de la cañonera!
Sandokan y Yanez, al oír aquella llamada, se lanzaron sobre el alcázar mirando atentamente hacia el norte.
—¿Las chalupas, quizá? —se preguntó Sandokan, inquieto.
—No veo mas que a la cañonera allá al fondo —observó Yanez.
—Sin embargo aquella llamada venía del ancho.
—¿Habremos oído mal?
—Lo dudo, Yanez.
—¿Qué hacemos?
—Estemos listos y avancemos con precaución.
Sandokan permaneció sobre el puente algunas horas, esperando recoger algún otro grito, pero no oyó mas que el rumor de las olas que se rompían contra los flancos del navío y los gemidos del viento a través de la arboladura.
A medianoche, tranquilo pero pensativo, descendía al camarote del capitán donde Yanez lo había precedido, extendiéndose sobre el catre.
Toda la noche el Heligoland hiló, avanzando en la bahía de Sarawak que iba poco a poco estrechándose. Por los hombres de guardia nada había sido advertido de extraordinario; solamente hacia las dos de la mañana, a quinientos metros, a estribor, había sido vista una gran sombra negra pasar con grandísima rapidez y desaparecer poco después. Todos la habían confundido con un prao navegando sin fanales.
Al alba, cuarenta millas separaban al navío de la desembocadura del Sarawak, en orillas del cual, a pocas horas de marcha, surgía la ciudadela homónima.
El mar estaba tranquilo y el viento bastante bueno. Aquí y allá se divisaban algunos praos y algunos jong, con sus inmensas velas, y al oeste, un poco confusamente, el monte Matang, gigantesco pico que se alzaba en el aire 2.790 pies y sobre cuyos flancos trepaban verdes montes.
Sandokan, que no se sentía tranquilo en aquel mar batido por los leños de James Brooke, el exterminador de piratas malayos, hizo desplegar sobre el cuerno la bandera inglesa, la gran cinta roja sobre la extremidad del palo mayor, hizo cargar los cañones, amontonar bombas en la batería, abrir la santabárbara y armar a sus hombres.
A las 11 de la mañana, a siete millas, aparecía la costa, bastante baja, cubierta de bellas florestas y reparada por anchas escolleras. Al mediodía el Heligoland giraba en la península que se bifurcaba, entrando por un buen trecho en la bahía, y poco después arrojaba el ancla en la desembocadura del río, más allá de la península Muara Tebas.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Los colores de los fanales, en el texto original, están invertidos: “A babordo ed a tribordo brillavano i due fanali verde e rosso...” Sin embargo, el fanal de babor es el rojo y el de estribor, el verde. Así que lo corregí. El fanal blanco, indica que la nave es de propulsión mecánica.

La altura del monte Matang es de unos 911 m o 2.989 pies y no 2.790 pies como indica Salgari y que figura a su vez en el mapa “Die Ostindien Inseln” (1870) de Berghaus, Hermann y F. Von Stulpnagel.

Castillo de proa: “Castello di prua” en el original, es la parte del buque que se eleva sobre la cubierta principal en el extremo de proa.

Santabárbara: Pañol o paraje destinado en las embarcaciones para custodiar la pólvora.

Barras de cabrestantes: “Aspe” en el original, son las barras que se utilizan para empujar el cabrestante, o sea un torno de eje vertical que se emplea para mover grandes pesos.

Motones: “Boscelli” en el original, son las garruchas —poleas— por donde pasan los cabos.

Chalupas: Embarcaciones pequeñas, que suelen tener cubierta y dos palos para velas.

Balleneras: Son botes o lanchas auxiliares que suelen llevar los barcos balleneros.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 100 mi equivalen a 160,93 km; 40 mi equivalen a 64,37 km; 7 mi equivalen a 11,27 km.

[Río] Sarawak: Su nombre malayo es “Sungai Sarawak”, y es el río sobre el que se encuentra la ciudad de Kuching, antigua residencia de James Brooke y referida en la novela, directamente como Sarawak.

Jong: “Giong” en el original, es la palabra malaya o javanesa para designar al junco. Es una especie de embarcación pequeña usada en las Indias Orientales. Posiblemente una de las embarcaciones a vela más antiguas que se conocen.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 2790 pie equivalen a 850,39 m.

Cuerno: “Corno” en el original, es el extremo de cada barrote de los que forman las crucetas de los palos y masteleros.

Península Muara Tebas: “Punta Montabar” o “punta Montabas” en la versión original de 1896. Península que se encuentra en la desembocadura del río Sarawak y hoy forma parte del Parque nacional de Bako, el más antiguo de Sarawak.

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