lunes, 8 de diciembre de 2014

VII. El Heligoland


Sobre aquella línea donde el océano se confundía con el horizonte había casi imprevistamente aparecido un navío de tres mástiles que, aún cuando bastante lejano, se adivinaba de grandes dimensiones. De la chimenea salía una cinta de humo negro que el viento llevaba bastante lejos. Su mole, estructura, mástiles, daban pronto a saber que aquella nave pertenecía a la categoría de los navíos de guerra.
—¿Lo divisas, Kammamuri? —preguntó Sandokan, que lo miraba con extrema atención, como si quisiese saber la bandera que se agitaba en el pico de la vela al tercio.
—Sí —respondió el maratí.
—¿Lo conoces?
—Espere un poco amo.
—¿Es el Heligoland?
—Espere... me parece... sí, sí, es el Heligoland.
—¿No te engañas?
—No, Tigre, no me engaño. Mire su proa cortada en ángulo recto, mire allí sus mástiles todos de una pieza, mire sus doce troneras. ¡Sí, Tigre, sí, es el Heligoland!
Un resplandor siniestro se escurrió en los ojos del Tigre de la Malasia.
—¡Allá hay trabajo para todos! —dijo el pirata.
Se agarró a un obenque y se dejó deslizar hasta el puente. Sus piratas, que habían blandido las armas, corrieron a su alrededor interrogándolo con la mirada.
—¡Yanez! —llamó.
—Aquí estoy hermanito —respondió el portugués, acudiendo de popa.
—Toma seis hombres, desciende a la bodega y desfonda los flancos del prao.
—¡Qué! ¿Desfondar los flancos del prao? ¿Estás loco?
—Tengo un plan. La tripulación del navío oirá nuestros gritos, acudirá y nos acogerá como náufragos. Tú serás un embajador portugués rumbo a Sarawak y nosotros tu escolta.
—¿Pues bien?
—Una vez sobre el navío, no será difícil, para hombres como nosotros, apoderárnoslo. Apúrense: el Heligoland avanza.
—¡Hermanito, eres de verdad un gran hombre! —exclamó el portugués.
Hizo armar a diez hombres y descendió a la bodega llena de armas, barrilitos de pólvora, balas y viejos cañones que servían de lastre. Cinco hombres se pusieron a babor y otros cinco a estribor, con hachas en mano.
—Ánimo, muchachos —dijo el portugués—. Golpeen duro, pero que las brechas no sean demasiado grandes. Es necesario hundirse lentamente para no hacernos comer por los tiburones.
Los diez hombres se pusieron a golpear contra las bordas de la nave, que eran sólidas como si fuesen de hierro. Diez minutos después, dos enormes chorros de agua se precipitaban silbando en la bodega, corriendo hacia la popa.
El portugués y los diez piratas se lanzaron a la cubierta.
—Nos hundimos —dijo Yanez— Firmes las piernas, muchachos, y escondan las pistolas y los kris bajo las casacas. Mañana los necesitaremos.
—Kammamuri —gritó Sandokan—, conduce a tu ama al puente.
—¿Deberemos saltar al mar, capitán? —preguntó el maratí.
—No es necesario. No obstante, si fuera necesario, me encargo yo de llevar a la joven.
El maratí se precipitó bajo la cubierta, aferró entre los robustos brazos a su ama, sin que ella opusiera la mínima resistencia, y la llevó al puente.
El piróscafo estaba lejos una buena milla, pero avanzaba con velocidad de catorce o quince nudos. Dentro de pocos minutos debía encontrarse en las aguas del prao.
El Tigre de la Malasia se aproximó a un cañón y le dio fuego.
La detonación fue llevada, por el viento, hasta el navío que puso enseguida la proa hacia el prao.
—¡Ayuda! ¡A nosotros! —aulló el Tigre.
—¡Ayuda! ¡Ayuda!
—¡Nos hundimos!
—¡A nosotros! ¡A nosotros! —gritaron los piratas.
El prao, inclinado a estribor, se hundía lentamente, tambaleándose como si estuviese borracho. Ya en la bodega, se oía el agua precipitarse con sordo rumor a través de las dos fisuras y a los barriles chocarse las amuras y contra los cañones. El palo mayor, quebrado en la base, se tambaleó un instante, luego se precipitó al mar, arrastrando en la caída la gran vela y todas las jarcias. Seis o siete tiros de fusil fueron disparados, para apresurar el socorro del piróscafo.
—Al agua la artillería —ordenó Sandokan, que sentía la falta del prao bajo sus pies.
Los cañones fueron arrojados al mar, luego los barriles de pólvora, las balas, las anclas, el lastre que estaba en cubierta, las guindalezas y los mástiles de recambio.
Seis hombres, habiendo aferrado las cubas, descendieron a la bodega para aminorar el ímpetu de las aguas que entraban con furia, royendo los bordes de las dos fisuras.
El navío había llegado entonces a trescientos metros de distancia y se había detenido. Seis embarcaciones montadas por marineros se separaron de sus flancos dirigiéndose a toda velocidad hacia el prao que se hundía.
—¡Ayuda! ¡ayuda! —gritó Yanez, que se encontraba de pie en la amura de babor, rodeado de todos los piratas.
—Coraje —gritó una voz partida del barco más cercano.
Las embarcaciones avanzaban con furia, hendiendo ruidosamente las aguas. Los timoneles, sentados a popa, con la caña del timón en mano, animaban a los marineros que luchaban con furor y con perfecto acuerdo, sin perder un golpe de remo.
En breves instantes el prao se encontró abordado por los dos lados.
El oficial que comandaba la pequeña escuadra, un buen joven en cuyas venas debía correr alguna gota de sangre india, saltó sobre el puente del leño que estaba por sumergirse.
Viendo a la loca se cubrió cortésmente la cabeza.
—Dense prisa —dijo—, primero la señora, luego los otros. ¿Tienen algo que salvar?
—Nada, comandante —dijo Yanez—. Hemos arrojado todo al mar.
—¡A la barca!
La virgen de la pagoda primero, luego Yanez, Sandokan y algunos malayos y dayak se precipitaron en la embarcación del oficial, mientras los otros se acomodaron lo mejor que pudieron en las otras cinco.
La pequeña escuadra se alejó a prisa, dirigiéndose al navío que avanzaba a poco vapor.
El agua llegaba entonces sobre el puente del prao que oscilaba de proa a popa sacudiendo el tambaleante trinquete. El pobre leño parecía que luchase por mantenerse a flote.
De pronto se vio plegarse sobre el flanco derecho, volcarse, luego desaparecer bajo las olas, formando un pequeño vórtice que atrajo a las embarcaciones por una veintena de metros, no obstante los esfuerzos hercúleos de los marineros.
Una gran oleada se extendía a lo ancho, alzando los pecios y rompiéndolos contra los flancos del navío que se tambaleó de babor a estribor.
—¡Pobre Perla! —exclamó Yanez, que sintió una angustia en el corazón.
—¿De dónde venían? —preguntó el oficial del Heligoland, que había permanecido hasta ahora en silencio.
—De Varani —respondió Yanez.
—¿Se había abierto una vía de agua?
—Sí, a causa de un choque contra los escollos de la isla de Whale.
—¿Quiénes son todos estos hombres de color que conduce con usted?
—Dayak y malayos. Es una escolta de honor dada a mí por el sultán de Borneo.
—¿Pero entonces ustedes son...?
—Yanez Gomera y Maranhão, capitán de Su Majestad Católica el Rey de Portugal, embajador en la Corte del sultán de Varani.
El oficial se descubrió la cabeza.
—Estoy tres veces feliz de haberles salvado —dijo inclinándose.
—Y yo le agradezco, señor —dijo Yanez, inclinándose también—. Sin vuestra ayuda, a esta hora, ninguno de nosotros viviría.
Las embarcaciones habían llegado junto al navío. La escala fue bajada y el oficial, Yanez, Ada, Sandokan y todos los otros subieron a cubierta, donde les esperaban ansiosamente el capitán y la tripulación.
El oficial presentó a Yanez al capitán del navío, un bello hombre en los cuarenta con dos gruesos mostachos, con la piel cocida o bronceada por el sol ecuatorial.
—Es una verdadera fortuna, señor, el haber arribado en tan buen momento —dijo el lobo de mar, estrechando vigorosamente la mano derecha que el portugués le ofrecía—. Sumergirse en la gran taza salada es algo que da temblores, cuando se piensa que en el fondo hay voracísimos escualos.
—Ciertamente, mi querido capitán. Mi hermana habría tenido mucho miedo.
—¿Es vuestra hermana, señor embajador? —preguntó el capitán, mirando a la loca que aún no había pronunciado palabra.
—Sí, capitán, pero la infeliz está loca.
—¿Loca?
—Sí, comandante.
—¡Tan joven y tan bella! —exclamó el capitán, mirando con ojos compasivos a la virgen de la pagoda—. Quizá estará cansada.
—Lo creo, capitán.
—Sir Strafford, conduzca a la señora al mejor camarote de popa.
—Permítanme no obstante que su sirviente la siga —dijo Yanez—. Acompáñala, Kammamuri.
El maratí tomó por la mano a la jovencita y siguió al oficial a popa.
—También ustedes, señores, deben estar cansados y hambrientos —dijo el capitán, volviéndose nuevamente a Yanez.
—No digo que no, capitán. Fueron dos largas noches que no se durmió en absoluto y dos días en que apenas si probamos alimentos.
—¿A dónde se dirigía?
—A Sarawak. A propósito, permítame, capitán, presentarle a Su Alteza Real Orango Kahaian, hermano del sultán de Varani —dijo Yanez presentando a Sandokan.
El capitán estrechó con efusión la mano al Tigre de la Malasia.
—¡By God! —exclamó—. ¡Un embajador y un príncipe en mi navío! Esto es un acontecimiento. No es necesario que les diga, señores, que mi nave está a vuestra disposición.
—Mil gracias, capitán —respondió Yanez—. ¿Está también usted en rumbo para Sarawak?
—Precisamente, y haremos el viaje juntos.
—¡Qué fortuna!
—¿Se dirige quizá del rajá James Brooke?
—Sí capitán, debo firmar un tratado importantísimo.
—¿Lo conoce, al rajá?
—No, capitán.
—Se los presentaré, señor embajador. Sir Strafford, conduzca a estos señores al castillo de popa y hágales servir la comida.
—¿Y nuestros marineros, a dónde los alojará, capitán? —preguntó Yanez.
—En el entrepuente, si no les molesta.
—Gracias, capitán.
Yanez y Sandokan siguieron al oficial, que los condujo a un vasto camarote provisto de catres y amueblado con mucha elegancia.
Las dos ventanillas, reparadas por gruesos vidrios y por cortinas de seda, daban a la popa de la nave y permitían a la luz y al aire entrar libremente.
—Sir Strafford —dijo Yanez—, ¿a quién tenemos cerca de nuestro camarote?
—El capitán a vuestra derecha, y a vuestra hermana a izquierda.
—Buenísimo. Intercambiaremos algunas palabras a través de las paredes.
El oficial se retiró, después de haberles advertido que el steward pronto vendría con la comida.
—Pues bien, hermanito mío, ¿cómo estás? —preguntó Yanez, cuando estuvieron solos.
—Va todo viento en popa —respondió Sandokan—. Aquellos pobres diablos nos creen de veras dos hombres de bien.
—¿Qué me dices del navío?
—Es un leño de primera clase que hará un óptimo papel en Sarawak.
—¿Has contado a los hombres a bordo?
—Sí, son una cuarentena.
—¡Ah! —exclamó el portugués, haciendo una fea mueca.
—¿Tienes miedo de cuarenta hombres?
—No digo que no.
—Somos un buen número y todos escogidos, Yanez.
—Pero tienen buenos cañones los ingleses.
—He encargado a Hirundo de venirme a decir de qué medios dispone el navío. El muchacho es astuto y nos dirá todo.
—¿Cuándo daremos el golpe?
—Esta noche. Mañana, a mediodía, estaremos en la desembocadura del río.
—Calla, he aquí el steward.
El garzón, ayudado por dos grumetes, llevaba una abundante comida: dos sangrientos beefsteaks, un colosal pudding, escogidas botellas de vino francés y de gin. Los dos piratas, que tenían apetito, se sentaron a la mesa, asaltando bravamente la comida.
Estaban hendiendo el pudding, cuando de afuera se oyó un silencioso paso y un ligero silbido.
—Entra, Hirundo —dijo Sandokan.
Un bello joven, de color bronce, bien plantado, con la mirada viva, entró, cerrando tras de sí la puerta.
—Siéntate y cuenta, Hirundo —dijo Yanez—. ¿Dónde están los nuestros?
—En el entrepuente —respondió el joven dayak.
—¿Qué hacen?
—Acarician las armas.
—¿Cuántos cañones hay en la batería? —preguntó Sandokan.
—Doce, Tigre.
—Estos ingleses están bien armados. James Brooke tendrá un hueso duro de roer, se le irá el antojo de abordarnos. Con una sola andanada mandaremos a pique a su famoso Royalist.
—Lo creo, Tigre.
—Óyeme, Hirundo, y métete en la cabeza mis palabras.
—Soy todo oídos.
—Que ninguno de los nuestros se mueva, por ahora. Cuando la luna se ponga, vuelquen los cañones de la batería y suban en masa al puente gritando: “¡Fuego! ¡Fuego!” Los marineros, los oficiales y el capitán subirán a cubierta y nosotros les iremos encima, si no se rinden. ¿Me has entendido?
—Perfectamente, Tigre de la Malasia. ¿Tiene algo más que decirme?
—Sí, Hirundo. Cuando salgas de aquí entrarás en el camarote de la virgen de la pagoda, que es contigua a ésta y dirás a Kammamuri que atrinchere sólidamente la puerta y que no salga mientras dure el combate.
—He entendido, Tigre de la Malasia.
—Vete y obedece.
Hirundo salió y entró en el camarote de la virgen de la pagoda sagrada.
—¿Los mataremos a todos? —preguntó Yanez a Sandokan.
—No, Yanez, los obligaremos a rendirse. Me desagradaría matar a estos hombres, que nos han acogido con tanta gentileza.
Los dos piratas terminaron tranquilamente la comida vaciando varias botellas, sorbieron el té y se tendieron en sus catres, esperando la señal para precipitarse a cubierta.
Hacia las ocho el sol desaparecía bajo el horizonte y la oscuridad se extendía, poco a poco, sobre la amplia superficie del agua que se volvía rápidamente oscura.
Sandokan dio una mirada fuera de la ventanilla.
A babor, a gran distancia, le pareció ver una masa negruzca erguirse hacia las nubes: a popa, también bastante lejos, una vela blancuzca que raía el horizonte.
—Estamos en vista del monte Matang —murmuró—. Mañana estaremos en Sarawak.
Tensó los oídos, acercándose a la puerta del camarote.
Oyó a dos personas descender la escalera, un cuchicheo, luego dos puertas abrirse y cerrarse; una a derecha y la otra a izquierda.
—Bien —volvió a murmurar—. El capitán y el lugarteniente han entrado a sus camarotes. Todo va de maravilla.
Encendió su chibuquí que había tenido el tiempo de salvar del naufragio junto con las pistolas, su cimitarra y su kris de inestimable precio, y se puso a fumar con la mayor tranquilidad. Oyó sonar en el camarote del capitán las nueve, luego las diez, por tanto las once. Se sacudió como si hubiese sido tocado por una pila eléctrica. Brincó del lecho.
—¡Yanez! —exclamó.
—Hermanito —respondió el portugués.
El Tigre de la Malasia dio dos pasos hacia la salida, con la mano derecha sobre la empuñadura de la cimitarra. Un grito terrible retumbó en el vientre del navío, perdiéndose en el mar.
—¡Fuego! ¡Fuego!
—¡Subamos! —exclamó Sandokan.
Los dos piratas, abierta la puerta, se lanzaron sobre el puente como tigres.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En la primera versión, el apellido Strafford estaba escrito como Strhafford.

Obenque: “Sartia” en el original, cada uno de los cabos gruesos que sujetan la cabeza de un palo o de un mastelero a la mesa de guarnición o a la cofa correspondiente.

Tiburones: “Pescicani” en el original, es un pez selacio marino, del suborden de los Escuálidos, de cuerpo fusiforme y hendiduras branquiales laterales. La boca está situada en la parte inferior de la cabeza, arqueada en forma de media luna y provista de varias filas de dientes cortantes. Su tamaño varía entre cinco y nueve metros y se caracteriza por su voracidad.

Millas: 1 mi = 1,609344 km.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 14 kn equivalen a 25,93 km/h; 15 kn equivalen a 27,78 km/h.

Jarcias: “Sartie” en el original, es el conjunto de cabos y cables que forman parte del aparejo de un buque de vela.

Caña del timón: “Barra” en el original, es la palanca encajada en la cabeza del timón y con la cual se maneja.

Pecio: Pedazo o fragmento de la nave que ha naufragado.

Varani: “Varauni” en el original. Según el libro “Il Politecnico. Repertorio di Studj Applicati alla Prosperità e Coltura Sociale, Volume VI” (Luigi Di Giacomo Pirola, 1843), Brunéi es una alteración de Varani. Por lo que el sultanato de Varani no es otro que el sultanato de Brunéi.

Maranhão: “Maranhao” en el original, el segundo apellido que se asigna Yanez, seguramente está tomado de la palabra en portugués “Maranhão”, que en castellano se traduciría como “Marañón”. Puede indicar un estado o un río de Brasil, e incluso una planta. Esta vez, decidí adaptarlo para que quede más acorde con su origen portugués.

Su Majestad Católica el Rey de Portugal: En el momento en que transcurre la historia, el rey era Fernando II, por haberle dado un hijo varón a la reina María II —fallecida en 1853 al dar a luz su undécimo hijo—.

Orango Kahaian: El nombre que le asigna Yanez a Sandokan, tiene como origen “orang”, palabra malaya e indonesia que significa “persona”. “Kahaian” por su parte puede deberse al nombre de una ciudad iraní también escrita como “Kohyan”, “Kahiyan”, entre otras. O sea que podría ser algo así como “persona de Kohyan”.

Castillo de popa: “Quadro di poppa” en el original, es la parte del buque que se eleva sobre la cubierta principal en el extremo de popa.

Entrepuente: “Frapponte” en el original, también llamado “entrecubierta”, es el espacio que hay entre las cubiertas de una embarcación.

Steward: Esta palabra en inglés, que no traduje, se utiliza para designar a los mozos o camareros.

Viento en popa: “Gonfie vele” en el original. La traducción literal sería “hinchadas velas”. Ajusté la traducción según la idea que quería transmitir Sandokan, utilizando una frase típica del castellano.

Hirundo: El nombre del pirata seguramente está vinculado con el género de aves del mismo nombre, al cual pertenece la golondrina.

Grumete: Muchacho que aprende el oficio de marinero ayudando a la tripulación en sus faenas.

Beefsteaks: Salgari utiliza directamente la palabra en inglés para denominar al “bistec”, o sea, una lonja de carne soasada en parrilla o frita. En italiano sería “bistecche”.

Pudding: Salgari utiliza directamente la palabra en inglés para denominar al “pudin” o “pudín”, o sea, un dulce que se prepara con bizcocho o pan deshecho en leche y con azúcar y frutas secas. En italiano sería “budini”.

Gin: Voz inglesa que en castellano se conoce como ginebra, una bebida alcohólica obtenida de semillas y aromatizada con las bayas del enebro.

Monte Matang: “Monte Matany” en el original, es una montaña que se encuentra al oeste de la ciudad de Kuching. Forma parte de una reserva ecológica y su pico más alto, el Serapi, es de 911 m.

Lugarteniente: Hombre que tiene autoridad y poder para hacer las veces de otro en un cargo o empleo.

Chibuquí: “Scibouk” en el original, es una pipa que usan los turcos para fumar, cuyo tubo suele ser largo y recto.

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