martes, 30 de diciembre de 2014

IX. La batalla


La desembocadura del río, que forma una especie de puerto reparado por bancos arenosos y escollos contra los cuales rompía la furia del mar, presentaba un magnífico espectáculo. A derecha, a izquierda y sobre las dos orillas, se extendían magníficos montes de pisang de gigantescas hojas y frutos de un amarillo dorado, estupendos mangostanes, preciosos sagú de cuyos troncos se extrae una fécula bastante nutritiva, gambir, betel y colosales árboles de alcanfor, sobre cuyas ramas aullaban bandas de simios de un bello color verde y chillaban bandadas de cálaos con los picos enormes.
Sobre el río iban y venían, o danzaban al ancla, barcas, barcazas, praos malayos, bugineses, borneanos, macasares, grandes jong javaneses con las velas pintadas, juncos chinos de formas barrocas y pesadas y pequeñas naves holandesas e inglesas; algunas en espera de una carga y otras del viento propicio que les permitiese hacerse a la mar.
Sobre los escollos y los bancos, se veía a los dayak semidesnudos, ocupados en pescar, y bandadas de albatros, gigantescas aves, provistas de un pico robustísimo que hunde, sin esfuerzo, el cráneo de un hombre, y bandadas de rapidísimos pájaros marinos llamados comúnmente fregatas.
Sandokan, apenas el Heligoland hubo arrojado el ancla en un buen lugar, justo en medio de una riada que descendía lentamente con la marea, se apresuró a arrojar una mirada sobre las naves que lo circundaban.
Sus ojos cayeron de súbito sobre un pequeño schooner, armado con numerosa artillería, que cerraba el paso a trescientos metros más allá. A aquella visión, una sorda imprecación le salió de los labios y su frente se le frunció.
—Yanez —dijo al amigo que estaba cerca—. Lee el nombre de aquel leño.
—¿Temes algo? —preguntó el portugués, apuntando el catalejo.
—¡Quizá! Lee, Yanez.
—Royalist, está escrito a popa.
—No me había engañado. El corazón me decía que aquel era justamente el leño que sirvió a James Brooke para exterminar a los piratas malayos.
—¡Por Baco! —exclamó el portugués—. Tenemos un vecino formidable.
—Que echaría a pique de buena gana, para vengar a mis hermanos.
—No lo eches, si no nos molesta. Es necesario ser prudentes, hermanito, y muy prudentes si se quiere liberar al pobre Tremal-Naik.
—Lo sé y seré prudente.
—Uf, mira, una barca que se dirige hacia nosotros. ¿Quién es aquel feo hombre?
Sandokan se inclinó sobre la amura y miró. Una barcaza excavada en el tronco de un árbol, montada por un hombre color amarillento, con un taparrabos rojo a los flancos, anillos de cobre en los pies y en las manos y con un gorro de plumas y un gigantesco pico de tucán en la frente, se acercaba al navío.
—Es un bazir —dijo Sandokan.
—¿Qué quiere decir?
—Un ministro de Diwata, una divinidad de los dayak.
—¿Qué viene a hacer a bordo?
—A regalarnos algún estúpido presagio.
—Mandémoslo a casa de Belcebú. No sabemos qué hacer con los presagios.
—Al contrario, lo recibiremos Yanez. Nos dará buenas informaciones sobre James Brooke y sobre su flota.
La barcaza había llegado junto al navío. Sandokan hizo arrojar la escala y el bazir subió al puente con una agilidad sorprendente.
—¿Qué vienes a hacer aquí? —preguntó Sandokan, hablando la lengua dayak.
—A venderte mis presagios —respondió el bazir, sacudiendo sus numerosos anillos que tintineaban graciosamente.
—No sé qué hacer. Te pregunto otras cosas.
—¿Cuáles?
—Óyeme bien, amigo mío. Quiero saber muchas cosas de ti y si me respondes bien, tendrás un bello kris y tanto tuak (licor embriagador) como para beber un mes.
Los ojos del dayak brillaron de codicia.
—Habla —dijo.
—¿De dónde vienes?
—De la ciudad.
—¿Qué hace el rajá Brooke?
—Se fortifica.
—¿Tiene miedo de algún alzamiento?
—Sí, de los chinos y del sobrino de Muda Hashim, nuestro antiguo rajá.
—¿Has alguna vez dejado Sarawak, tú?
—Nunca.
—¿Has visto conducir a un prisionero de color bronce?
El bazir pensó algunos instantes.
—¿Un hombre grande y bello? —preguntó.
—Sí, grande y bello —dijo Sandokan.
—¿Que tenía el color de los indios?
—Sí, era un indio.
—Lo he visto desembarcar hace algunos meses.
—¿Dónde fue encerrado?
—No lo sé, pero puede decírtelo un pescador que habita allí abajo —dijo el dayak indicando una choza de hojas que surgía sobre la ribera izquierda—. Aquel hombre acompañó al prisionero.
—¿Cuándo podré ver a aquel pescador?
—Ahora se encuentra pescando, pero esta noche volverá a la cabaña.
—Está bien. Eh, Hirundo, regala tu kris a este hombre y pon en su canoa un barrilito de gin.
El pirata no se lo hizo repetir dos veces. Hizo llevar a la canoa un barrilito de licor y dio su kris al bazir que se fue contento, como si le hubiesen regalado una provincia entera.
—¿Qué piensas hacer, hermano? —preguntó Yanez, apenas el dayak hubo desalojado el puente.
—Actuar inmediatamente —respondió Sandokan—. Dentro de una hora será de noche y enviaremos a atrapar al pescador.
—¿Y luego?
—Cuando sepamos dónde se encuentra Tremal-Naik, subiremos a Sarawak e iremos a encontrar a James Brooke.
—¿James Brooke?
—No iremos ya como piratas, sino como grandes personajes. Tú serás un embajador holandés.
—Se corre un feo peligro, Sandokan. Si Brooke se da cuenta de la artimaña, nos hará colgar.
—No tengas temor, Yanez. La cuerda que colgará al Tigre no ha sido aún trenzada.
—Capitán —dijo en aquel instante Hirundo, acercándose a Sandokan—. Arriban naves.
El Tigre de la Malasia y Yanez se volvieron hacia la desembocadura del río y vieron dos bergantines de guerra, con bandera inglesa y con numerosa artillería, que daban bordadas al ancho, tratando de girar en la península Muara Tebas.
—¡Oh! —dijo Yanez—. ¡Hay nuevos navíos de guerra!
—¿Te sorprende, quizá? —preguntó el Tigre de la Malasia.
—Un poco, hermanito. Aquí, en este río, bajo los ojos de Brooke, no me siento seguro. Dudo de todos.
—Te equivocas, Yanez. Navíos ingleses hay siempre aquí.
Los dos bergantines, después de haber dado bordadas por media hora, entraron en la riada, remolcados por media docena de embarcaciones. Saludaron la bandera del rajá con dos tiros de cañón, pasaron a estribor del Heligoland y fueron a arrojar el ancla el uno a derecha y el otro a izquierda del Royalist a una distancia de sólo veinte metros.
Cuando la maniobra fue terminada, la oscuridad calaba rápidamente, cubriendo los montes, escollos, barcas, juncos, praos y las aguas del río.
Era el momento escogido por Sandokan para enviar a sus hombres a tierra para atrapar al pescador. Una embarcación fue calada al mar e Hirundo junto con otros tres piratas descendieron, luchando hacia la orilla. No habían hecho aún dos giros, cuando el portugués corrió a su encuentro con el rostro trastornado y los ojos llenos de espanto.
—¡Sandokan! —exclamó.
—¿Qué tienes? —preguntó el pirata—. ¿Por qué esa cara aterrorizada?
—Sandokan, se prepara algo en contra nuestro.
—¡Es imposible! —exclamó el Tigre, dando en torno una mirada llena de amenaza.
—Sí, Sandokan, se prepara un ataque. Mira hacia el mar.
Sandokan, inquieto a su pesar, dirigió la mirada hacia la desembocadura del río.
Sus manos se abrieron y se cerraron alrededor del kris y de la cimitarra. Un sordo rugido le salió de los labios estremecidos.
Allá, junto a los escollos, se divisaba una masa negra, enorme, amenazadora, anclada de manera de bloquear la salida.
No pasó mucho como para reconocerlo como un navío de grandes dimensiones, que presentaba el flanco al Heligoland.
—¡Rayos del cielo! —murmuró con extrema rabia—. ¿Será verdad...? Sin embargo no lo creo.
—¿Pero no ves que nos presenta la boca de sus cañones? —dijo Yanez.
—¿Pero quién nos ha traicionado?
—Quizá la cañonera.
—No es posible. La cañonera iba al norte.
—Pero a las dos de la mañana los hombres de guardia han visto una masa negra, rapidísima, hilar hacia Sarawak.
—¿Y tú crees que...?
—La cañonera nos habrá traicionado —terminó Yanez—. Quizá haya recogido a los ingleses de las embarcaciones y, quién sabe, quizá el hombre que gritó: “¡Eh, de la cañonera!” era un marinero inglés arrojado al mar durante el combate.
Sandokan se volvió y dirigió la mirada hacia el Royalist. La nave de James Brooke estaba anclada en su lugar, pero las dos naves inglesas se habían considerablemente acercado al Heligoland que se encontraba atrapado entre dos fuegos.
—¡Ah! —exclamó el terrible hombre—. ¿Quieren batalla? ¡Pues así sea! ¡Les haré ver quién soy al relampaguear de mis cañones!
No había aún terminado, que un aullido agudísimo partió de la orilla izquierda, en la dirección tomada por Hirundo.
—¡Ayuda! ¡ayuda! —se oyó gritar.
Sandokan, Yanez y los piratas brincaron como un solo hombre a estribor, procurando distinguir lo que sucedía bajo la oscura floresta.
—¡Qué voz! —exclamó un pirata.
—Que Dinata me haga cortar la cabeza si no era la voz de Hirundo —dijo un dayak de atlética estatura.
—¡Eh! ¡Hirundo! —gritó Yanez.
Dos tiros de fusil estallaron en el monte, seguidos de cuatro zambullidas.
Aún cuando la oscuridad fuese profunda, los piratas divisaron a cuatro hombres que nadaban desesperadamente, dirigiéndose hacia la nave.
—¡Es Hirundo! —exclamó un pirata.
—¡Eh! ¡La cosa se pone seria! —exclamó otro.
—¿Quién nos juega una mala pasada? —preguntó un tercero.
—Silencio, muchachos —dijo el Tigre—. Arrojen las sogas.
Los cuatro hombres, que nadaban como peces, en pocos instantes llegaron bajo el navío. Agarrarse a las sogas y treparse hasta la amura, fue para ellos cosa de un instante.
—¡Hirundo! —llamó Sandokan, reconociendo en aquellos cuatro hombres a los piratas enviados poco antes en busca del pescador.
—Capitán —gritó el dayak, sacudiéndose de encima el agua—. Estamos rodeados.
—¡Rayos del cielo! —tronó el Tigre—. Pronto, cuenta lo que has visto.
—He visto allá abajo, en aquellos bosques, soldados del rajá, armados de fusiles, escondidos detrás de los troncos de los árboles y en medio de los matorrales. Parece que no esperan mas que una señal para comenzar el fuego.
—¿Estás seguro de no haberte engañado?
—Hay más de doscientos hombres y los he visto con estos ojos. ¿No ha oído los dos tiros de fusil que nos dispararon?
—Sí, he oído.
—¿Qué hacemos, hermanito? —preguntó Yanez.
—Retirarse no es posible. Nos prepararemos, y al primer cañonazo daremos batalla. ¡Cachorros, a mí!
Los piratas, que se mantenían a respetuosa distancia, a la llamada del Tigre se adelantaron. Sus ojos brillaban como carbones y sus manos acariciaban las empuñaduras de los kris. Sabían ya de qué se trataba y se estremecían de impaciencia.
—Cachorros de Mompracem —dijo el Tigre—, James Brooke el exterminador de piratas malayos, se prepara para darnos batalla. Son millares de hombres, millares de malayos y de dayak asesinados por aquel hombre, que por tantos años pidieron a sus hermanos venganza. Juren delante de mí vengar a aquellos hombres.
—Lo juramos —respondieron a coro los piratas, presa de un terrible entusiasmo.
—Cachorros de Mompracem —continuó Sandokan—, somos uno contra cuatro, pero el Tigre de la Malasia está con ustedes. Hierro y fuego mientras haya pólvora y balas a bordo, luego llamas de proa a popa. Esta noche será necesario mostrar a aquellos perros cómo saben combatir los cachorros de la salvaje Mompracem, guiados por el Tigre de la Malasia. ¡A sus puestos, cachorros, a sus puestos! ¡A mi orden, fuego!
Un sordo alarido respondió a las mágicas palabras del Tigre de la Malasia. Los piratas con Yanez a la cabeza, se precipitaron en la batería, enderezando las negras bocas de los bronces hacia las naves enemigas. Sobre el puente permanecieron dos piratas, erguidos junto a la caña del timón y Sandokan que desde el castillo de proa espiaba atentamente los movimientos del enemigo.
Las cuatro naves que se preparaban para destrozar al Heligoland con sus cuarenta cañones parecían dormir profundamente. Ningún rumor se oía en sus puentes; no obstante se veía a los hombres agitarse a proa y a popa.
—Se preparan —murmuró Sandokan con los dientes estrechados—. Dentro de diez minutos esta bahía se iluminará bajo el fuego de cincuenta o más cañones; dentro de diez minutos esta quietud solemne será rota por el rugido de los bronces, el estallido de las bombas, el silbido de las balas, los alaridos de los heridos, los “hurras” de los vencedores. ¡Cuán bello será el espectáculo!
De improviso su frente se frunció.
—¿Y Ada? —murmuró—. ¿Si una bala la cogiese? ¡Sambigliong...! ¡Sambigliong!
El malayo que llevaba aquel nombre acudió prontamente a la llamada de su jefe.
—Aquí estoy, capitán —respondió.
—¿Dónde está Kammamuri? —preguntó Sandokan.
—En el camarote de la virgen de la pagoda.
—Irás a alcanzarlo y acumularás alrededor de las paredes del camarote cuantos toneles, hierros y camastros encuentres en la bodega, y en el castillo de popa.
—¿Se trata de defender de las balas al camarote de la virgen?
—Sí, Sambigliong.
—Déjemelo a mí, capitán. El hierro no llegará allí adentro.
—Ve, amigo mío.
—Una palabra, capitán. ¿Deberé permanecer en el camarote?
—Sí, te encargarás de respaldar a la virgen si nos vemos obligados a dejar la nave. Sé que tú eres el mejor nadador de la Malasia. Apresúrate, Sambigliong; el enemigo se prepara para asaltarnos.
El malayo se precipitó hacia popa. Sandokan volvió al medio de la nave mirando atentamente al río.
Del navío que bloqueaba la desembocadura del río se había repentinamente alzado un misil. Casi en el mismo instante un destello relampagueaba sobre el puente del Royalist seguido por una formidable detonación.
El Tigre de la Malasia dio un salto mientras la extremidad del palo mayor, embotada por una bala calibre ocho, caía en cubierta con un gran estrépito.
—¡Cachorros! —aulló—. ¡Fuego! ¡Fuego!
Un aullido tremendo le respondió:
—¡Viva el Tigre de la Malasia! ¡Viva Mompracem!
Sucedió un breve silencio, un silencio amenazador, luego la pequeña rada se incendió de una punta a la otra.
De las cuatro naves enemigas salían llamas, humo y balas, rompiendo por todas partes la oscuridad y el silencio de la noche; de las florestas salía un fuego nutrido de mosquetería, que se extendía con increíble celeridad a derecha e izquierda.
La batalla había comenzado. Los cinco navíos combatían con rabia indecible, relampagueando, tronando, vomitando huracanes de hierro, que hendían el aire con silbidos estridentes. Las tripulaciones, ennegrecidas por la pólvora, ebrias de entusiasmo, cargaban y descargaban sin pausa la artillería, procurando destruirse recíprocamente, animándose con alaridos salvajes.
El Heligoland, en medio de la bahía, sólidamente anclado, se defendía con furia indecible contra los gigantes que lo cubrían de hierro.
Tronaba a babor, tronaba a estribor sin fallar un tiro, respondiendo con metralla a la metralla, con bombas a las bombas, derribando los mástiles, masacrando las maniobras, desmontando los cañones, desfondando las baterías, agujereando las carenas, acosando las florestas bajo las cuales arreciaban los soldados de James Brooke.
Parecía un navío de hierro defendido por un ejército de titanes.
Caían sus vergas, titubeaban sus mástiles, se destripaban sus embarcaciones, se demolían las amuras, se destrozaban sus flancos, morían sus hombres, ¿pero qué importaba? Pólvora y balas había para todos, y respondían a todo con creciente furia, con creciente rabia, resueltos a perecer antes que a rendirse.
A cada tiro, a cada descarga, abajo en la batería, se oía a los cachorros de Mompracem aullar:
—¡Venganza! ¡Viva Mompracem!
El Tigre de la Malasia, de pie en medio del puente, contemplaba el horrible espectáculo.
¡Cuán bello era aquel formidable hombre, allí sobre el puente de su navío, que temblaba bajo sus pies, al claror de cincuenta cañones, con los ojos en llamas, los cabellos sueltos al viento, los labios abiertos en una terrible sonrisa y la cimitarra en el puño! ¡Cuán bello era aquel pirata que sonreía, mientras la muerte le zumbaba alrededor, mientras los mástiles le caían adelante y atrás, mientras la metralla rugía en sus oídos quebrando las tablas del puente, mientras las bombas estallaban dejando a trescientos metros sus esquirlas ardientes!
Sus mismos enemigos, al verlo allí sobre el heroico navío, impasible entre el huracán de hierro, se sentían presa de un deseo loco de aullar:
—¡Viva el Tigre de la Malasia! ¡Viva el héroe de la piratería malaya!
La batalla duraba una media hora, siempre más tremenda, siempre más encarnizada.
El Heligoland, aplastado por el fuego sin interrupción de aquellas cincuenta bocas, descuartizado por la metralla, despedazado por la tempestad de bombas que caía siempre más densa, no era más que un humeante cacharro.
Sin mástiles, sin maniobras, sin amuras, sin una varenga entera. Era una esponja, a través de cuyos agujeros se precipitaba silbando el agua del río. Tiraba aún, respondía siempre a aquellos cuatro enemigos que habían jurado echarlo a pique, pero no se sentía más capaz de continuar. Ya diez piratas yacían en la batería sin vida; ya dos cañones no tronaban más, desmontados por el fuego infernal del enemigo; ya las bombas iban a menos, ya la popa llena de agua se hundía poco a poco. Diez, quizá quince minutos aún, y el heroico Heligoland sería echado a pique.
Yanez que hacía bravamente su deber, descargando uno de los cañones más gruesos, se percató de la gravedad de la situación.
A riesgo de recibir una descarga de metralla en la cabeza, se lanzó sobre el puente, en medio del cual estaba el Tigre de la Malasia.
—¡Hermanito! —gritó.
—¡Fuego, Yanez...! ¡Fuego...! —tronó Sandokan—. Ellos corren al abordaje.
—¡No podemos sostenernos más, hermanito! ¡El navío se va a pique...!
Un estruendo formidable siguió a estas palabras. El castillo de proa, destrozado por una andanada de granadas había caído, desfondando parte de la cubierta y de la cámara de los marineros. El Tigre de la Malasia emitió un grito de rabia.
—¡Ha terminado! ¡A mí, cachorros, a mí...!
Se precipitó en la batería desde la cual los cachorros de Mompracem continuaban bombardeando a los navíos enemigos. Un hombre, el maratí Kammamuri, le cerró el camino.
—Capitán —dijo—, el agua invade el camarote de la virgen.
—¿Dónde está Sambigliong? —preguntó el Tigre.
—En el camarote.
—¿Está viva la virgen?
—Sí, capitán.
—Condúcela sobre el puente y estén listos para arrojarse al río. ¡Cachorros, todos a cubierta! ¡El enemigo corre al abordaje!
Los piratas descargaron una última vez los cañones y subieron a la cubierta llena de escombros.
Las naves enemigas, remolcadas por algunas chalupas, se acercaban para abordar al Heligoland.
—¡Sandokan! —gritó Yanez, no viendo comparecer al terrible hombre—. ¡Sandokan!
Respondieron los alaridos victoriosos de las tripulaciones enemigas y las carabinas de los piratas.
—¡Sandokan! —repitió—. ¡Sandokan!
—¡Aquí estoy, hermanito! —respondió una voz.
El Tigre de la Malasia se lanzó sobre el puente con la cimitarra en la derecha y una antorcha encendida en la izquierda. Detrás de él venían Sambigliong y Kammamuri, llevando a la virgen de la pagoda.
—¡Cachorros de Mompracem! —tronó Sandokan—. ¡Fuego otra vez!
—¡Viva el Tigre! ¡Viva Mompracem! —aullaron los piratas, descargando las carabinas contra los cuatro navíos.
El Heligoland se tambaleaba como un borracho y se hendía rápidamente bajo las continuas descargas del enemigo.
Por los flancos desgarrados entraban, bramando, las aguas, arrastrándolo rápidamente a pique.
De proa, de popa, de las escotillas, de las troneras de la artillería salían densas columnas de humo.
La voz del Tigre de la Malasia, resonante como una trompeta, se hizo otra vez oír entre el estruendo de los cañones.
—¡Sálvese quien pueda...! ¡Sambigliong, arrójate al río con la virgen...!
El malayo y Kammamuri brincaron al agua junto con la joven que había perdido los sentidos, y detrás de ellos se precipitaron todos los otros, rodeando las naves enemigas que se encontraban borda contra borda con el navío que se hundía.
Sobre el leño había permanecido un hombre. Era el Tigre de la Malasia. En la derecha estrechaba aún la cimitarra y en la izquierda la antorcha. Una terrible risa burlona erraba sobre sus labios; un destello feroz relampagueaba en sus ojos.
—¡Viva Mompracem! —se lo oyó otra vez gritar.
Un “hurra” formidable resonó en el aire. Veinte, cuarenta, cien hombres se lanzaron con las armas en puño sobre el puente oscilante del Heligoland.
El Tigre de la Malasia no los esperó. Con un brinco prodigioso superó la amura y desapareció en las aguas del río.
Casi en el mismo instante el navío que se hundía se abría con un fragor horrendo y una llama gigantesca se lanzaba hacia el cielo iluminando el río, las naves enemigas, los bosques, los montes, arrojando a derecha y a izquierda miríadas de escombros incandescentes.
¡Navíos y tripulaciones desaparecieron entre el humo y las llamas del Heligoland, saltando por el aire por el estallido del polvorín...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Largo y terrible capítulo para despedir la primera parte de esta novela.

En el texto Salgari escribe “Un ministro di Dinata o di Giuwata, le due divinità dei dayaki”, que traducido sería “Un ministro de Dinata o de Giuwata, las dos divinidades de los dayak”. Sin embargo “Dinata” y “Giuwata”, como los llama, en realidad se corresponde con una única divinidad, Diwata, por eso el cambio en la traducción.

Posteriormente escribe “...del nipote di Muda-Hassim, l'antico nostro Sultano”, que traducido sería “...del sobrino de Muda-Hassim, nuestro antiguo sultán”. Corregí la traducción, reemplazando “sultán” por “rajá” ya que esto último era Muda Hashim. El personaje aquí referido como “sobrino de Muda Hashim” es una invención de Salgari, no existió. Más adelante, en la novela, también se lo llama directamente Muda Hashim, o sea que Muda Hashim tenía un sobrino llamado... Muda Hashim. Original.

Por otro lado, quien sí tenía un sobrino que instaló como “Rajá Muda de Sarawak” durante 4 años, era James Brooke; el sobrino se llamaba John Johnson Brooke. Pero después de una disputa, lo desheredó y se decidió en favor de otro sobrino, Charles Johnson Brooke quien efectivamente lo sucedió en el trono en 1868.

En este capítulo hace su aparición Sambigliong. Lo presentan como “dayak”, pero después en el libro siempre lo nombran como malayo, así que lo corregí en este capítulo.

Pisang: “Banana” en malayo.

Mangostanes: Arbustos de las Molucas, de la familia de las Gutíferas, con hojas opuestas, agudas, coriáceas y lustrosas, flores terminales, solitarias, con cuatro pétalos rojos, y fruto carnoso, comestible y muy estimado.

Sagú: Planta tropical de la familia de las Cicadáceas, que alcanza una altura de cinco metros. Tiene hojas grandes, fruto ovoide brillante y la médula del tronco es abundante en fécula. El palmito es comestible.

Gambir: Su nombre es “Uncaria gambir”; es una especie de planta del género Uncaria que se encuentra en Sarawak. Se utiliza para masticar junto con areca o betel, así como también para teñir ropa y en la medicina tradicional china.

Betel: Planta trepadora de la familia de las Piperáceas. Tiene cierto sabor a menta y estimula la producción de saliva. Es usado para prevenir diarreas y parásitos intestinales así como tos, asma y halitosis.

Árboles de alcanfor: “Alberi della canfora” en el original, se trata del Dryobalanops sumatrensis, más conocido como alcanfor de Borneo, Malayo o de Sumatra y una de las principales fuentes de alcanfor, utilizado en incienso y perfumes. Puede alcanzar los 65 metros de altura. Actualmente está en peligro crítico de extinción.

Cálaos: “Tucani” en el original, la traducción literal sería “tucanes”, sin embargo los mismos no habitan fuera de América. Seguramente se trate de una confusión de Salgari. El cálao rinoceronte (Buceros rhinoceros) posee un pico desarrollado (con alguna semejanza al del tucán), plumaje negro y habita Borneo, Java, Sumatra y la Península Malaya.

Fregatas: Género de aves suliformes, el único de la familia Fregatidae, conocidas vulgarmente como rabihorcados o fragatas. Viven en zonas tropicales de los océanos Pacífico y Atlántico. Pueden ser de color negro o negro y blanco. Todas ellas son de gran tamaño: suelen tener una envergadura de alas de más de 1,80 m, aunque su esqueleto puede pesar escasamente 114 g.

Bazir: No encontré referencia a este supuesto cargo religioso.

Diwata: “Dinata e Giuwata” en el original, es una dríade —ninfa de los bosques, cuya vida duraba tanto como la del árbol a que se suponía unida— de la mitología filipina. Eran benevolentes o neutrales y se invocaban ritualmente para el crecimiento de los cultivos, la salud y la fortuna. Vivían principalmente en acacias y banianos. Derivan de los “devas” hindúes.

Belcebú: También llamado “Beelzebub”, era el nombre de una divinidad filistea Baal Sebaoth (Deidad de los ejércitos) en hebreo. Adorada en épocas bíblicas en la ciudad filistea de Ecrón. Posteriormente sería asimilada a la tradición cristiana donde se la empleó para designar al Príncipe de los demonios, de acuerdo a la antigua costumbre hebrea de representar deidades ajenas en forma maligna.

Tuak: “Tuwak” en el original, popular bebida alcohólica hecha de palmas, levadura y azúcar de Sumatra, Célebes, Borneo y Malasia. También se la conoce como “vino de arroz”. No confundir con la tuba.

Muda Hashim: “Muda-Hassim” en el original, fue designado rajá de Sarawak en 1835 por su sobrino, el sultán de Brúnei Omar Ali Saifuddin II (1827-1852), para luchar contra la piratería y los insurgentes. En 1839, cuando llega Brooke por primera vez, Muda Hashim le solicita ayuda, pero el inglés se niega. Recién en 1841 termina por ayudarlo y en compensación recibe el gobierno de Sarawak. Posteriormente, en ese mismo año, Brooke recibe su título de rajá. Muda Hashim muere asesinado en 1846 por el hijo del sultán de Brúnei, cuando Brooke intentaba convertirlo, justamente, en el próximo sultán de Brúnei.

Maniobras: “Manovre” en el original, es el conjunto de los cabos o aparejos de una embarcación, de uno de los palos, de una de las vergas, etc.

Carena: Parte sumergida del casco de un buque.

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