viernes, 14 de noviembre de 2014

V. La caza al Heligoland


El pirata de Mompracem se había prontamente repuesto de aquella extraña y terrible conmoción. Su cara, aunque todavía alterada, había retomado aquella orgullosa expresión que infundía respeto y terror a los más valerosos, y sobre sus labios, aunque un poco descoloridos, erraba una melancólica sonrisa. Gruesas gotas de sudor perlaban no obstante su amplia frente levemente arrugada, y una llama siniestra brillaba en aquella mirada que penetraba en el más profundo de los corazones.
—¿Ha pasado la tempestad? —preguntó Yanez, sentándose junto a él.
—Sí —dijo el Tigre, con voz sorda.
—Cada vez que oyes uno de aquellos nombres que te recuerdan a la difunta Marianna, te agitas y te pones mal.
—Demasiado he amado a aquella mujer... Yanez. Aquel recuerdo, tan bruscamente evocado, me ha causado más dolor que una bala de carabina que hubiese entrado en mi pecho... ¡Marianna, mi pobre Marianna!
Un segundo sollozo laceró el pecho del formidable hombre.
—Coraje, hermanito mío —dijo Yanez, que estaba bastante conmovido—. No olvides que tú eres el Tigre de la Malasia.
—Ciertos recuerdos son tremendos incluso para un tigre.
—¿Quieres que hablemos de Ada Corishant?
—Hablemos, Yanez.
—¿Crees cuanto ha narrado el maratí?
—Creo, Yanez.
—¿Qué harás?
—Yanez —respondió Sandokan con voz triste—, ¿te acuerdas lo que dijo una tarde, bajo la fresca sombra de un majestuoso baniano, mi mujer?
—Sí, lo recuerdo: “Sandokan, mi valiente amigo”, te dijo, “tengo una prima que idolatro en la lejana India. Es hija de un hermano de mi madre”.
—Adelante, Yanez.
—Prosigo, hermanito mío. “Ella ha desaparecido, no se sabe dónde está. Se dice que los thugs indios la han raptado, Sandokan, mi valiente amigo, sálvala, restitúyela a su dolorido progenitor”.
—¡Basta, basta, Yanez! —exclamó el pirata, con voz desgarradora—. Oh, aquellos recuerdos me laceran el corazón. ¿Y no volver a ver nunca más a aquella pobre mujer...? ¡Marianna, mi adorada Marianna...!
El pirata se había tomado la cabeza entre las manos y raucos sollozos alzaban su atlético pecho.
—Sandokan —dijo Yanez—, sé fuerte.
El pirata alzó la cabeza.
—Soy fuerte —respondió.
—¿Quieres que reanudemos la conversación?
—Sí, reanudémosla.
—Siempre y cuando estés calmado.
—Estaré calmado.
—¿Qué quieres hacer por Ada Corishant?
—¿Qué haré? ¿Y tú me lo preguntas? Iré enseguida a salvarla, luego iré a Sarawak a liberar a su prometido.
—Ada Corishant está a salvo, Sandokan —dijo Yanez.
—¡A salvo...! ¡A salvo...! —exclamó el pirata brincando en pie—. ¿Y dónde está?
—Aquí.
—¡Aquí...! ¿Y por qué no me lo has dicho antes?
—Porque aquella joven se parece a tu difunta mujer, aún cuando no tenga ni los cabellos de oro, ni los ojos azules como el mar. Yo temía que sintieras al verla un duro golpe.
—¡Quiero verla, Yanez, quiero verla!
—La verás enseguida.
Abrió la puerta. Kammamuri, presa de una indecible ansiedad, estaba sentado sobre un gavión desfondado, esperando a ser llamado.
—¡Señor Yanez! —exclamó con voz trémula, lanzándose hacia el portugués.
—Calma, Kammamuri.
—¿Salvarán a mi amo?
—Lo esperamos —dijo Yanez.
—¡Gracias, señor, gracias!
—Me agradecerás cuando lo hayamos salvado. Ahora desciende a la villa y conduce aquí a tu ama.
El maratí descendió la estrecha escalera al precipicio, mandando alaridos de alegría.
—Buen joven —murmuró el portugués.
Reingresó y se acercó a Sandokan, que había vuelto a sentarse y tenía el rostro escondido entre las manos.
—¿En qué piensas, hermanito mío? —le preguntó con voz afectuosa.
—En el pasado, Yanez —respondió el pirata.
—No pienses más en el pasado, Sandokan. Tú lo sabes, te hará sufrir. Dime, ¿cuándo partiremos?
—Enseguida.
—¿Para Sarawak?
—Para Sarawak.
—Tendremos un hueso duro de roer. El rajá de Sarawak es poderoso y odia terriblemente a los piratas.
—Lo sé, pero nuestros hombres se llaman cachorros de Mompracem y yo, Tigre de la Malasia.
—¿Iremos directamente a Sarawak o cruzaremos cerca de las costas?
—Cruzaremos la vasta bahía. Es necesario, antes de desembarcar, hundir al Heligoland...
—Comprendo tu plan.
—¿Lo apruebas?
—Sí, Sandokan, y...
Se detuvo de golpe. La puerta se había imprevistamente abierto y en el umbral había aparecido Ada Corishant, la virgen de la pagoda de Oriente.
—¡Mírala, Sandokan! —exclamó el portugués.
El pirata se volvió. Al ver a aquella mujer erguida en el umbral de la puerta emitió un alarido y retrocedió, tambaleándose hasta el muro.
—¡Qué parecida...! —exclamó—. ¡Qué parecida!
La loca no se había movido, conservaba una inmovilidad absoluta, pero miraba fijo al pirata.
De improviso dio dos pasos adelante y pronunció una palabra:
—¿Thugs?
—No —dijo Kammamuri, que la había seguido—. No, ama, no son thugs.
Ella sacudió la cabeza, se acercó a Sandokan que parecía no ser capaz de despegarse del muro, y le puso una mano sobre el pecho. Parecía que buscase algo.
—¿Thugs? —repitió ella.
—No, ama, no —dijo el maratí.
Ada abrió la gran capa de seda blanca poniendo al descubierto una coraza de oro agobiada de grandes diamantes, en medio de los cuales sobresalía, en alto relieve, una serpiente con cabeza de mujer. Miró largo aquel misterioso símbolo de los estranguladores indios, luego miró el pecho de Sandokan.
—¿Por qué no veo la serpiente? —preguntó con voz levemente alterada.
—Porque estos hombres no son thugs —dijo Kammamuri.
Un rayo relampagueó en los ojos de la loca, pero enseguida se apagó. ¿Había comprendido aquello que había dicho Kammamuri? Quizá.
—Kammamuri —dijo Yanez en voz baja—. ¿Si pronunciaras el nombre de su prometido?
—¡No, no! —exclamó el maratí, con terror—. Caería desmayada.
—¿Es siempre tan tranquila?
—Siempre, pero que no oiga el toque de un ramsinga o de un taré, ni que vea un lazo o una estatua de la diosa Kali.
—¿Por qué?
—Porque entonces huye y por varios días delira.
En aquel instante la loca se volvió, dirigiéndose a lentos pasos hacia la puerta. Kammamuri, Yanez y Sandokan que se había repuesto de su viva emoción, la siguieron.
—¿Qué quiere hacer? —preguntó Yanez.
—No lo sé —respondió el maratí.
La loca, apenas salida, se había detenido, mirando con curiosidad las trincheras y las empalizadas que defendían la cabaña, luego se encaminó hacia el borde de la gigantesca peña, mirando el mar que bramaba y volvía a bramar sobre las escolleras de la isla. De pronto se inclinó como si quisiese escuchar mejor los bramidos de las olas y estalló en una risotada argentina, exclamando:
—¡El Mangal!
—¿Qué dice? —preguntaron a una voz Sandokan y Yanez.
—Creo que intercambia el mar por el río Mangal que baña la isla de los thugs.
—¡Pobre mujer! —exclamó Sandokan, suspirando.
—¿Esperas hacerla volver en sí? —preguntó Yanez.
—Sí, lo espero —respondió Sandokan.
—¿En qué modo?
—Te lo diré cuando hayamos liberado a Tremal-Naik.
—¿Vendrá con nosotros aquella desgraciada?
—Sí, Yanez. Durante nuestra ausencia, los ingleses podrían arrojarse sobre Mompracem y llevársela.
—¿Cuándo se partirá? —preguntó Kammamuri.
—Pronto —respondió Sandokan—. Tenemos mucho camino por recorrer y el Heligoland quizá no esté muy lejos.
Kammamuri tomó por la mano a Ada y descendió la escalera, seguido por el Tigre de la Malasia y por Yanez.
—¿Qué impresión te ha dado aquella desventurada? —preguntó el portugués a Sandokan.
—Una impresión dolorosa, Yanez —dijo el pirata—. ¡Ah! ¡Si pudiese un día hacerla feliz!
—¿Se parece a la difunta Marianna?
—¡Sí, sí, Yanez! —exclamó Sandokan con voz conmovida—. ¡Tiene las mismas facciones que las de mi pobre Marianna...! Basta, Yanez, no hablemos más de aquella muerta. ¡Esto me hace sufrir, sufrir inmensamente!
Habían entonces llegado a las primeras cabañas de la villa. Precisamente en aquel momento los praos, cargados del botín sacado a la Young-India, entraban en la bahía.
Las tripulaciones, al divisar a su jefe, lo saludaron con vivas entusiastas, agitando frenéticamente sus armas.
—¡Viva el invencible Tigre de la Malasia! —aullaban.
—¡Viva nuestro valeroso capitán! —respondían los piratas de la villa.
Sandokan, con un solo gesto de la mano, llamó alrededor de sí a todos los piratas que no eran menos de doscientos, la mayor parte malayos y dayak del Borneo, hombres valientes como leones, feroces como tigres, dispuestos a hacerse matar por su jefe que adoraban como a un dios.
—Todo el mundo escúcheme —dijo—. El Tigre de la Malasia está por emprender una expedición que quizá costará la vida a gran número de nosotros. Cachorros de Mompracem, sobre las costas de Borneo reina un hombre, hijo de una raza que tanto mal nos hace y que tanto odiamos, un inglés en fin. Este hombre, que es el más terrible enemigo que tiene la piratería malaya, tiene en su mano a un amigo mío, el prometido de esta pobre loca, que es la prima de la difunta reina de Mompracem.
Un alarido inmenso se alzó alrededor de Sandokan.
—¡Salvémoslo...! ¡Salvémoslo!
—Cachorros de Mompracem, quiero salvar al prometido de esta infeliz.
—¡Lo salvaremos, Tigre de la Malasia, lo salvaremos...! ¿Quién lo tiene prisionero?
—El rajá James Brooke, el exterminador de piratas.
Esta vez no fue un alarido lo que irrumpió de los pechos de los piratas, fue un rugido de ira para estremecerse:
—¡Muerte a James Brooke...!
—¡Muerte al exterminador de piratas!
—¡A Sarawak...! ¡Todos a Sarawak...!
—¡Venganza, Tigre de la Malasia!
—¡Silencio! —tronó el Tigre de la Malasia—. Karà-Olò, hazte adelante.
Un hombre gigantesco, de color amarillento, con los miembros cargados de anillos de cobre y el pecho adornado de cuentas de vidrio, con dientes de tigre, conchas y mechones de cabello, se le acercó empuñando un pesado sable que se alargaba hacia la extremidad.
—¿Con cuántos hombres cuenta tu banda? —le preguntó Sandokan.
—Ochenta —respondió el pirata.
—¿Tienes miedo de James Brooke?
—Jamás he tenido miedo de nadie. Cuando el Tigre de la Malasia me ordene arrojarme sobre Sarawak, yo asaltaré y detrás de mí vendrán todos mis hombres.
—Te embarcarás con la banda entera sobre la Perla de Labuan. No es necesario que te diga que el prao debe estar repleto de balas y pólvora.
—Está bien, capitán.
—¿Y yo qué debo hacer, capitán? —preguntó un viejo malayo, desfigurado por más de veinte cicatrices.
—Tú, Nayala, permanecerás en Mompracem con las otras bandas; ¡deja que vayan los jóvenes a Sarawak!
—Permaneceré aquí, ya que me lo ordena, y defenderé la isla mientras me quede una gota de sangre en las venas.
Sandokan y Yanez se entretuvieron aún en hablar con los capitanes de las bandas, por tanto subieron a la gran cabaña.
Sus preparativos fueron breves. Habiendo escondido bajo las vestimentas las bolsas conteniendo grandes diamantes, que juntas representaban un valor de quizá dos millones, y habiendo elegido las carabinas, pistolas, cimitarras y el kris de punta envenenada, volvieron a descender hacia la costa.
La Perla de Labuan, cubierta de velas, ondeaba en la pequeña rada, impaciente por salir al mar. Sobre el puente estaban los ochenta dayak de Karà-Olò, listos para maniobrar.
—Cachorros —dijo Sandokan, volviéndose hacia los piratas agolpados en la playa—, defiendan mi isla.
—La defenderemos —respondieron a coro los cachorros de Mompracem, agitando las armas.
Sandokan, Yanez, Kammamuri y la virgen de la pagoda de Oriente subieron a una embarcación y alcanzaron la nave que, sueltas las guindalezas, navegó hacia el ancho mar, saludada por alaridos de:
—¡Viva la Perla de Labuan...! ¡Viva el Tigre de la Malasia...! ¡Vivan los cachorros de Mompracem!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Yanez relata lo que Marianna contaba sobre su prima Ada, en el original dice que es hija de una hermana de su madre (Corishant). Si fuera así no habría heredado el apellido, por lo que ajusté la traducción. Más adelante, en esta misma novela, Salgari se percata del error y escribe que Ada es hija de un hermano de la madre de Marianna.

Qué detalle interesante que la nave de Sandokan se llame justamente “Perla de Labuan”, sobrenombre de su Marianna.

Hacia el final, cuando valoriza los diamantes, escribe “dos millones”. Pero, ¿dos millones de qué? ¿Serán liras italianas de la época en que está escrita la novela? De ser liras de 1894, convertidas a dólares de 2014, serían algo así como unos 13 millones. Haciendo algunas cuentas más llegué a que se corresponderían con aproximadamente unos 94 gramos de los más puros y perfectos diamantes.

A partir de la tercera edición de la novela, el nombre de Nayala pasó a ser Mayala, no se sabe si por un error de impresión o una sutil intención.

Gavión: Cilindro de grandes dimensiones, tejido de mimbres o ramas, lleno de tierra, que sirve para defender de los tiros del enemigo a los que abren la trinchera.

Ramsinga: También llamado “taré”, es una trompeta de dos metros de largo, compuesta de cuatro piezas o tubos que encajan entre sí y terminan en pabellón estrecho. Produce sonidos graves y fúnebres y se destina por esta condición a los entierros.

Taré: “Tarè” en el original. La única definición que encontré de este instrumento lo vincula al ramsinga.

James Brooke: Personaje histórico, de padres ingleses, nacido en la ciudad de Benarés, a orillas del Ganges, en 1803, y donde vivió hasta los 12 años. Luego, formó parte de la Armada Bengalí de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Más tarde, después de ayudar al Sultán de Brunéi en un alzamiento, lo amenazó y éste le otorgó el título de Rajá de Sarawak donde se estableció y comenzó a regir. Se dedicó a reformar la administración y a luchar contra la piratería. Falleció en 1868.

Rada: Bahía, ensenada, donde las naves pueden estar ancladas al abrigo de algunos vientos.

Guindalezas: “Gomene” en el original, en marina son cabos de 12 a 25 cm de mena (circunferencia), de tres o cuatro cordones corchados de derecha a izquierda y de 167 o más metros de largo, que se usan a bordo y en tierra.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario