lunes, 27 de octubre de 2014

III. El Tigre de la Malasia


El hombre que había arrojado en tan buen momento aquel grito podía tener treinta y dos o treinta y cuatro años.
Era alto de estatura, con la piel blanca, las facciones finas, aristocráticas, con dos ojos azules, dulces, y dos bigotes negros que sombreaban dos labios sonrientes.
Vestía con extrema elegancia: chaqueta de terciopelo marrón con botones de oro, estrechada a los costados por una ancha faja de seda azul, pantalones de brocado, largas botas de cuero rojo, a punta realzada, y un amplio sombrero de verdadera paja de manila en la cabeza. En bandolera llevaba una magnífica carabina india y al costado le pendía una cimitarra con la empuñadura de oro, rematada por un diamante grande como una avellana, de un esplendor admirable.
Con una seña hizo alejar a los piratas, se acercó al indio que no había pensado en realzarse, tal era su sorpresa al sentirse aún vivo, y lo miró por algunos instantes con profunda atención.
—¿Qué dices? —preguntó finalmente al indio, con tono alegre.
—¡Yo...! —exclamó Kammamuri, que se preguntaba quién podía ser el hombre de piel blanca que comandaba a aquellos terribles piratas.
—¿Estás sorprendido de sentir aún la cabeza sobre los hombros?
—Tan sorprendido, que me pregunto si es verdad que estoy aún vivo.
—No dudes, jovencito.
—¿No me la cortará entonces?
—Si no lo he permitido antes, no sé por qué debería hacértela cortar después.
—¿Por qué? —preguntó ingenuamente el indio.
—Porque no eres un blanco, ante todo.
—¡Ah! —exclamó— ¿Usted odia a los blancos?
—Sí.
—¿No es un blanco, usted, entonces?
—¡Por Baco, un portugués de pura sangre!
—No entiendo entonces por qué usted...
—Alto ahí, jovencito. Esta conversación no me agrada.
—Sea entonces, ¿y luego?
—Luego, porque eres un valiente, y amo a los valientes.
—Soy maratí —dijo el indio con orgullo.
—Una raza que tiene un buen nombre. Dime, ¿te desagradaría ser de los nuestros?
—¡Yo, pirata!
—¿Y por qué no? ¡Por Júpiter! Serías un bravo compañero.
—¿Y si me rehusase?
—No respondería más por tu cabeza.
—Si se trata de salvar el pellejo, me haré pirata. Quién sabe, quizá sea mejor.
—Bravo jovencito. Eh, Kotta, ve a buscarme una botella de whisky. Los norteamericanos jamás navegan sin una buena provisión.
Un malayo de cinco pies de altura, con dos brazos desmesurados, descendió en el camarote del pobre Mac Clintock, y pocos instantes después regresaba con un par de vasos y una polvorienta botella a la cual había hecho saltar el corcho.
—Whisky —leyó el hombre en la etiqueta—. Estos norteamericanos son de verdad excelentes hombres.
Llenó dos tazas y le ofreció una al indio, preguntándole:
—¿Cómo te llamas?
—Kammamuri.
—A tu salud, Kammamuri.
—A la suya, señor...
—Yanez —dijo el hombre blanco.
Y bebieron de un trago los dos vasos.
—Ahora, jovencito —dijo Yanez, siempre de buen humor—, iremos a encontrar al capitán Sandokan.
—¿Quién es este Sandokan?
—¡Por Baco! El Tigre de la Malasia.
—¿Y usted me conducirá de aquel hombre?
—Seguro, mi querido, y estará encantado de recibir a un maratí. Vamos, Kammamuri.
El indio no se movió. Parecía embarazado y miraba ahora a los piratas y ahora la popa de la nave.
—¿Qué tienes? —preguntó Yanez.
—Señor... —dijo el maratí, vacilando.
—Habla.
—¿No la tocarán?
—¿A quién?
—Tengo a una mujer conmigo.
—¡Una mujer! ¿Blanca o india?
—Blanca.
—¿Y dónde está?
—La he escondido en la bodega.
—Condúcela al puente.
—¿No la tocarán?
—Tienes mi palabra.
—Gracias, señor —dijo el maratí con voz conmovida.
Corrió a popa y desapareció por la escotilla. Pocos instantes después subía al puente.
—¿Dónde está esta mujer? —preguntó Yanez.
—Está por venir, pero ni una palabra señor. Está loca.
—¡Loca...! ¿Pero quién es?
—¡Aquí está! —exclamó Kammamuri.
El portugués se volvió hacia popa.
Una mujer de maravillosa belleza, envuelta en un gran manto de seda blanca, había imprevistamente salido de la escotilla, deteniéndose cerca del tronco del mesana.
Podía tener quince años. Su persona era elegante, graciosa, flexuosa; su piel rósea, de una suavidad incomparable; los ojos grandes, negros y de una dulzura infinita; la nariz pequeña y recta; los labios sutiles, rojos como el coral, entreabiertos a una inexplicable sonrisa, dejaban vislumbrar dos filas de pequeñísimos dientes de una deslumbrante blancura. Una cabellera opulenta, negrísima, separada sobre la frente por un gran diamante, le recaía sobre los hombros en un pintoresco desorden y luego más abajo, hasta la cintura.
Ella miró a todos aquellos hombres armados, aquellos cadáveres que obstruían el puente y todos aquellos escombros, sin que una contracción de miedo, o de horror, o de curiosidad, se dibujase sobre su rostro gentil.
—¿Quién esa mujer? —preguntó Yanez con extraño acento, aferrando una mano de Kammamuri y estrechándola muy fuerte.
—Mi ama —respondió el maratí—. La virgen de la pagoda de Oriente.
Yanez dio algunos pasos hacia la loca que continuaba conservando la inmovilidad de una estatua, y la miró fijo.
—¡Qué parecida...! —exclamó, palideciendo.
Regresó rápidamente hacia Kammamuri y volviéndole a tomar la mano:
—¿Aquella mujer es inglesa? —preguntó, con voz alterada.
—Es nacida en India de padres ingleses.
—¿Por qué se ha vuelto loca?
—Es una historia larga.
—La narrarás delante del Tigre de la Malasia. Embarquémonos, maratí, y ustedes, cachorros, limpien bien este cacharro y luego incéndienlo. La Young-India ha dejado de existir.
Kammamuri se acercó a la loca, la tomó por la mano y la hizo descender en el prao del portugués. Ella no había opuesto resistencia, ni pronunciado sílaba alguna.
—Partamos —dijo Yanez, tomando la caña del timón.
El mar poco a poco se había calmado. Solamente alrededor de las rompientes espumaba y bramaba, levantándose en anchas oleadas.
El prao, guiado por aquellos hábiles e intrépidos marineros, superó los escollos, brincando y rebotando sobre oleadas como una bola elástica, y se alejó con fantástica rapidez dejando detrás una estela candidísima, en medio de la cual jugueteaban monstruosos tiburones.
Al cabo de diez minutos alcanzó la punta extrema de la isla, la rodeó sin aminorar la velocidad, y navegó hacia una amplia bahía que se abría delante de una graciosa villa.
Ésta se componía de una veintena de solidísimas cabañas, defendidas por una triple línea de trincheras armadas de grandes cañones y de numerosísimas espingardas, por altas empalizadas y por profundas acequias erizadas de puntiagudas barras de hierro.
Un centenar de malayos medio desnudos, pero todos armados hasta los dientes, salieron de las trincheras y se lanzaron hacia la playa, mandando alaridos salvajes, agitando locamente kris envenenados, cimitarras, hachas, picas, carabinas y pistolas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Kammamuri, con inquietud.
—En nuestra villa —respondió el portugués.
—¿Es aquí que vive el Tigre de la Malasia?
—Vive allá arriba, donde ondea aquella bandera roja.
El maratí alzó la cabeza y, sobre la cima de una gigantesca peña que caía directo al mar, divisó una gran cabaña defendida por varias empalizadas, sobre la cual se agitaba majestuosamente una gran bandera roja adornada de una cabeza de tigre.
—¿Iremos allá arriba? —preguntó, con alguna emoción.
—Sí, amigo —respondió Yanez.
—¿Cómo me recibirá el terrible hombre?
—Como se debe acoger a un valiente.
—¿La virgen de la pagoda de Oriente vendrá con nosotros?
—Por ahora no.
—¿Por qué?
—Porque aquella mujer se parece a...
Se interrumpió. Una rápida conmoción había alterado imprevistamente sus facciones y algo húmedo había aparecido en sus ojos. Kammamuri se dio cuenta.
—Usted parece conmovido, señor Yanez —dijo.
—Te engañas —respondió el portugués, tirando para sí la caña, para evitar la punta extrema de la escollera que reparaba la bahía—. Desembarquemos, Kammamuri.
El prao se había enarenado con la proa hacia la costa.
El portugués, Kammamuri, la loca y los piratas desembarcaron.
—Conduzcan a esta mujer a la mejor habitación de esta villa —dijo Yanez, indicando a los piratas la loca.
—¿Le harán daño? —preguntó Kammamuri.
—Ninguno se atreverá a tocarla —dijo Yanez—. Las mujeres aquí se respetan quizá más que en India y Europa. Ven, maratí.
Se dirigieron a la gigantesca peña y subieron una estrecha escalera excavada en la piedra viva, defendida de vez en cuando por centinelas armados de carabinas y cimitarras.
—¿Por qué tantas precauciones? —preguntó Kammamuri.
—Porque el Tigre de la Malasia tiene cien mil enemigos.
—¿No se ama entonces al capitán?
—Nosotros lo idolatramos, pero los otros... Si tú supieses, Kammamuri, cómo los ingleses lo odian. Aquí estamos: no temas nada.
En efecto llegaron entonces delante de la gran cabaña, defendida también ésta por trincheras, cestonadas, acequias, cañones, morteros y espingardas del siglo pasado.
El portugués empujó prudentemente una gruesa puerta de madera de teca, capaz de resistir al cañón, e introdujo a Kammamuri en una estancia tapizada de seda roja, llena de carabinas de Europa, de mosquetes indios y persas, de trabucos, pistolas, cimitarras, hachas, kris malayos, yataganes turcos, puñales, botellas, encajes, tejidos, mayólicas de la China y del Japón, montones de oro, piezas de plata, jarrones desbordantes de perlas y diamantes.
En el medio, semi tumbado sobre una rica alfombra de Persia, Kammamuri divisó a un hombre de rostro bronceado, vestido pomposamente a lo oriental, con vestimentas de seda roja bordada en oro y largas botas de cuero rojo a punta realzada.
Aquel individuo no demostraba más de treinta y cuatro o treinta y cinco años. Era alto de estatura, estupendamente desarrollado, con una cabeza soberbia, cubierta por una cabellera espesa, rizada, negra como el ala de un cuervo, que le caía en pintoresco desorden sobre los robustos hombros.
Alta era su frente, centelleante la mirada, sutiles los labios, dados a una sonrisa indefinible, magnífica la barba que daba a sus facciones un aspecto orgulloso, que infundía al mismo tiempo respeto y temor. En el conjunto, se adivinaba que aquel hombre poseía la ferocidad de un tigre, la agilidad de un cuadrumano y la fuerza de un gigante.
Apenas vio entrar a los dos personajes, con un arrebato se alzó para sentarse, fijando sobre ellos una de aquellas miradas que penetran en lo más profundo del corazón.
—¿Qué me traes? —preguntó con una voz metálica, vibrante.
—La victoria, ante todo —respondió el portugués—. Te conduzco no obstante un prisionero.
La frente de aquel hombre se oscureció.
—¿Es quizá aquel indio, el individuo que has perdonado? —preguntó, después de algunos instantes de silencio.
—Sí, Sandokan. ¿Te desagrada, quizá?
—Tú sabes que respeto tus caprichos, amigo mío.
—Lo sé, Tigre de la Malasia.
—¿Y qué quiere aquel hombre?
—Convertirse en un cachorro. Lo he visto batirse, es un héroe.
La mirada del Tigre se volvió relampagueante. Las arrugas que surcaban su frente desaparecieron, como las nubes bajo un vigoroso golpe de viento.
—Acércate —dijo al indio.
Kammamuri, aún sorprendido de encontrarse ante el legendario pirata, que por tantos años había hecho temblar a los pueblos de la Malasia, se adelantó.
—Tu nombre —preguntó el Tigre.
—Kammamuri.
—¿Eres?
—Maratí.
—¿Un hijo de héroes entonces?
—Dice la verdad, Tigre de la Malasia —dijo el indio con orgullo.
—¿Por qué has dejado tu país?
—Para dirigirme a Sarawak.
—¿A lo de aquel perro de James Brooke? —preguntó el Tigre con acento de odio.
—No sé quién es este James Brooke.
—Mejor así. ¿A quién tienes en Sarawak, para dirigirte allí?
—A mi amo.
—¿Qué hace? ¿Es soldado del rajá, quizá?
—No, es prisionero del rajá.
—¿Prisionero? ¿Y por qué?
El indio no respondió.
—Habla —dijo brevemente el pirata—. Quiero saber todo.
—¿Tendrá la paciencia de escucharme? La historia es larga y bastante terrible.
—Las historias terribles y sangrientas agradan al Tigre; siéntate y cuéntame.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Kammamuri le pregunta por su condición de blanco y Yanez le responde que la conversación no le agrada, en realidad le dice “questo discorso non mi va a sangue”. “Andare a sangue” es una expresión para indicar, justamente, que algo no nos agrada. La traducción literal sería “esta conversación no me va a sangre”.

Brocado: Dicho de una tela: Entretejida con oro o plata.

Manila: “Manilla” en el original, en Nicaragua se le dice a la fibra de cáñamo utilizada como cuerda.

Baco: Dios del vino en la mitología griega, también llamado Dioniso. Inspirador de la locura ritual y el éxtasis. Es el dios patrón de la agricultura y el teatro.

Júpiter: “Giove” en el original, es el dios principal de la mitología romana, padre de dioses y de hombres. Hijo de Saturno y Ops, Júpiter fue la deidad suprema de la tríada capitolina, integrada además por su hermana y esposa, Juno, y su hija, Minerva. Sus atributos son el águila, el rayo, y el cetro. Su equivalente en la mitología griega es Zeus.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 5 pie equivalen a 1,524 m.

Yanez: Para los que leyeron ya aventuras de Sandokan en castellano quizá les parezca extraño leer así el nombre y no “Yáñez”. Preferí mantener el original de Salgari. Según Antonio Palermo, Salgari utilizó referencias del Diario de a bordo del primer viaje de Cristóbal Colón. Tomó el segundo nombre de Vicente Yáñez Pinzón, capitán de La Niña y el nombre de una de las 8 islas principales que forman el archipiélago de las Canarias, La Gomera, primera parada del viaje. Por lo tanto, el nombre de Yanez es bien español y para nada portugués. Como detalle, algunas ediciones portuguesas de las novelas de Sandokan, nombran a su hermanito como Eanes de Gomes, donde Eanes es Yáñez en portugués y Gomes, un apellido típico lusitano.

Sandokan: Para los que leyeron ya aventuras de Sandokan en castellano quizá les parezca extraño leer así el nombre y no “Sandokán”. Preferí mantener el original de Salgari. Así como la isla Mompracem tiene aparentemente un origen real, hay quienes sostienen que Sandokan también existió y fue un noble que vivió en el S.XIX en Borneo. El nombre puede ser una derivación de Sandakan, la segunda mayor ciudad del estado de Sabah, Malasia, al norte de la isla Borneo.

Mesana: “Albero di mezzana” en el original, es el mástil que está más a popa en el buque de tres palos.

Picas: Especie de lanzas largas, compuestas de un asta con hierro pequeño y agudo en el extremo superior, que usaban los soldados de infantería.

Cestonadas: “Gabbionate” en el original, son fortificaciones hechas con cestones o gaviones (cilindros llenos de tierra para defenderse de los tiros).

Morteros: “Mortai” en el original, son piezas de artillería, de gran calibre y corta longitud, destinadas a lanzar bombas.

Teca: “Teck” en el original, es un árbol de la familia de las Verbenáceas, que se cría en las Indias Orientales, corpulento, de hojas opuestas, grandes, casi redondas, enteras y ásperas por encima. Su madera es tan dura, elástica e incorruptible, que se emplea preferentemente para ciertas construcciones navales.

Mosquetes: Arma de fuego de infantería que se empleó desde el siglo XVI hasta el siglo XIX, la cual se caracteriza por cargarse por el cañón. Las distintas tecnologías de disparo incluyen, de más antiguo a más moderno, la mecha, la rueda, el pedernal y el pistón.

Trabucos: “Tromboni” en el original, es un arma de fuego más corta y de mayor calibre que la escopeta ordinaria.

Yataganes: “Yatagan” en el original, especie de sable o alfanje que usan los orientales.

Mayólicas: “Maioliche” en el original, son lozas comunes con esmalte metálico, fabricadas antiguamente por los árabes y españoles, que la introdujeron en Italia.

Cuadrumano: Se dice de los animales mamíferos en cuyas extremidades, tanto torácicas como abdominales, el dedo pulgar es oponible a los otros dedos.

James Brooke: Personaje histórico, de padres ingleses, nacido en la ciudad de Benarés, a orillas del Ganges, en 1803, y donde vivió hasta los 12 años. Luego, formó parte de la Armada Bengalí de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Más tarde, después de ayudar al Sultán de Brunéi en un alzamiento, lo amenazó y éste le otorgó el título de Rajá de Sarawak donde se estableció y comenzó a regir. Se dedicó a reformar la administración y a luchar contra la piratería. Falleció en 1868.

Rajá: “Rajah” en el original, es el soberano índico. Viene del francés “rajah” y éste del sánscrito “raja”, rey.

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