miércoles, 18 de septiembre de 2013

XXXVII. La victoria de Tremal-Naik


La Cornwall, escapada milagrosamente a la explosión de los depósitos de pólvora, hilaba a todo vapor hacia los Sundarbans.
Tremal-Naik había ya narrado todo, y el capitán Corishant quería caer encima de la cañonera de Hider, antes de que la tripulación pudiera advertir el ataque y dar aviso al formidable Suyodhana del golpe fallido y de la traición.
Los marineros y los soldados de infantería marina estaban armados, para estar listos a la primera señal, mientras que los artilleros se habían colocado detrás de seis piezas de cañón, decididos a mandar a pique a la Devonshire antes que dejarla escapar.
El capitán, preso de una ansiedad indecible, erguido sobre el castillo de proa con un gran catalejo de noche, escrutaba ávidamente la oscuridad y señalaba la ruta a los timoneles, para evitar los numerosos bajíos. Tremal-Naik, a su lado, aguzaba su mirada de águila para intentar descubrir la desembocadura del Mangal.
—¡Pronto...! ¡pronto! —repetía él—. ¡Si los thugs se dan cuenta del ataque, mi Ada está perdida...!
—Ahora que sé dónde se encuentra y que tú me guías, no tengo ningún temor mi bravo indio —respondía el capitán—. ¡Ah...! ¡Finalmente podré verla después de tantos años...! ¡Qué alegría...! El destino cruel me debía esta revancha.
—¡Y pensar que yo estaba por matarlo y que su cabeza debía ser el regalo de boda...! ¡Poderoso Shivá...! ¡Qué tremenda trama...!
—¿Y estabas verdaderamente resuelto a matarme?
—Sí, capitán, porque sólo con aquel delito habría podido obtener a aquella que tan inmensamente amo. Si aquel narcótico hubiese sido más potente...
—¿Qué narcótico? —preguntó Corishant, estupefacto.
—Aquel que Bindur y Palavan vertieron en su limonada.
—¿Pero cuándo...?
—Ayer a la noche.
—¡Pero yo no la he bebido...! ¡Ah...!
—¿Qué tiene?
—Me acuerdo de haber probado la limonada, pero encontrándola demasiado amarga la vertí en el suelo. Dios me había inspirado a no beberla.
—Y fue su salvación, capitán. Si usted no se hubiese despertado, yo no habría dudado en matarlo y quizá...
—¡El Mangal...! —gritó en aquel instante el oficial de guardia.
—¿Dónde está? —preguntó el capitán.
—Delante de usted, señor.
—¿Estás seguro de no engañarte?
—No, señor: mire allá abajo aquellos dos fanales que brillan.
El oficial no se había engañado. Delante de la Cornwall, a medio kilómetro de distancia, se veían dos puntos luminosos, uno rojo y uno verde, centellear en la oscuridad.
—¡La Devonshire...! —exclamó Tremal-Naik.
—¡Máquina en retroceso...! —comandó el capitán.
La Cornwall, transportada por su propio impulso, prosiguió la carrera por cincuenta o sesenta metros, luego permaneció inmóvil.
—Tres chalupas al mar y que cuarenta hombres armados se embarquen con tres espingardas —dijo luego el capitán.
Luego volviéndose hacia Tremal-Naik, continuó.
—Ahora te toca a tí si quieres la mano de mi hija.
—Ordene, mi vida es suya —respondió el indio.
—Es necesario que tú hagas prisionera a la tripulación de la cañonera.
—Lo haré.
—Pero es necesario que ninguno huya.
—Ninguno huirá.
—Y que se eviten los tiros de fusil para no alarmar a los centinelas de los thugs.
—No dispararemos ni un tiro de fusil. Hider me espera: lo sorprenderé a traición.
—Ahora ve, mi valiente.
Las tres chalupas estaban listas y los hombres en su sitio. Tremal-Naik descendió en la mayor y dio la orden de hacerse a la mar en el más profundo silencio.
El capitán había permanecido a bordo, apoyado en el parapeto de proa, presa de mil inquietudes. Por algunos instantes pudo discernir las tres chalupas que se alejaban sin hacer ruido, luego las perdió de vista.
Pasaron algunos minutos de angustiosa expectativa, luego se oyeron gritos, estruendos, por consiguiente todo se volvió silencioso.
—¿Divisan algo? —preguntó el capitán con voz rota, a los oficiales que estaban alrededor.
—¡Sí...! —gritó uno—. ¡Los fanales viran de bordo...!
—¡La cañonera viene a nuestro encuentro! —gritaron los otros.
Uh hurra, resonó a lo ancho: era el grito de victoria. Corishant emitió un profundo suspiro.
—Dios nos protege —murmuró—. ¡Ah! ¡mi pobre Ada, finalmente podré verte y abrazarte...!
Poco después la Devonshire iba a amarrar cerca de la fragata y Tremal-Naik subía a bordo, diciendo al capitán:
—Está hecho: Hider y todos los suyos están prisioneros.
—Gracias, mi valiente —dijo Corishant, estrechándole vigorosamente la derecha—. ¿Se han sorprendido?
—Sí, capitán. Me esperaban con su cabeza y me dejaron arrimar sin desconfianza. Cuando se dieron cuenta de la estratagema por mí usada, estaban ya todos rodeados y depusieron las armas sin resistencia.
—Vamos a Rajmangal.
—Pero la fragata no podrá remontar el Mangal.
—Lo remontaremos con la cañonera. Otros veinte hombres resueltos conmigo.
Abandonaron la fragata y se embarcaron en la Devonshire que reemprendió la carrera a todo vapor, adentrándose en el Mangal. Tremal-Naik había asumido el mando y la hacía volar sobre las aguas fangosas del río.
Muy pronto su rapidez se acrecentó espantosamente. Toneladas de carbón desaparecían dentro de los hornos calentados a blanco, el vapor salía de las válvulas emitiendo agudos silbidos; un temblor formidable sacudía el barco desde la quilla hasta la cima de los mástiles, del asta de proa a la de popa. ¡Muy pronto el manómetro marcó seis atmósferas y media! Pero Tremal-Naik y el capitán, asaltados por la impaciencia furiosa, por una especie de delirio, no estaban aún contentos. Sus voces resonaban a cada instante, estimulando a los maquinistas y fogoneros que se asaban delante de los hornos. Tres horas habían ya transcurrido, tres horas largas como tres siglos para el indio que anhelaba volver a ver a aquella mujer que le había costado tantos sacrificios y tantas emociones.
El canal iba poco a poco estrechándose y obstruyéndose por islas e islotes fangosos, en medio de los cuales se lanzaba la cañonera hundiendo masas compactas de pútridos vegetales. Todo indicaba que el viaje estaba por terminar.
De repente desde la cima del mástil se oyó un grito:
—¡El baniano!
Al norte había aparecido el gigantesco árbol, con sus trescientos troncos.
Tremal-Naik se sintió sacudir de la cabeza a los pies por una violenta conmoción.
—¡Ada...! —exclamó él—. ¡Sin dudas el fin de mis penas!
Se arrojó de un brinco abajo de la toldilla y corrió a proa.
La orilla estaba desierta. Solamente los marabúes estaban acurrucados sobre las ramas del baniano, graznando lúgubremente. La visión de aquellos fúnebres pájaros le hizo correr un escalofrío por los huesos.
—¡Máquina en retroceso! —gritó.
El batir de las ruedas cesó. La cañonera, transportada por su propio impulso, fue a chocar con la proa la costa de la isla, encayándose profundamente.
El capitán se acercó a Tremal-Naik, que se había detenido, estrechando con mano convulsa la borda.
—¿Nadie? —preguntó.
—Nadie —respondió Tremal-Naik.
—Entonces los sorprenderemos en su cueva.
—Lo espero.
—¿Conoces la entrada?
—Sí capitán.
—¿Será accesible?
—Lo creo.
—¡A tierra entonces...!
—Una palabra: deje que entre primero yo. Me conocen y les abriré el paso. Cuando oigan un silbido, avanzarán libremente.
Dicho ésto se puso a correr, como un delirante, hacia el árbol, se trepó, alcanzó el tronco y se dejó caer abajo. A los pies de la escala brillaba una antorcha, y al lado de ella velaba un thug, con una carabina en la mano.
—Adelante —dijo él.
—¿Qué pasa en los subterráneos? —preguntó Tremal-Naik.
—Nada.
—¿Mi Ada?
—Espera en la pagoda su regalo de bodas.
Se acercó a un enorme tambor suspendido a la bóveda, y batió tres golpes. A lo lejos se oyeron tres golpes iguales.
—Te esperan —dijo el thug, ofreciéndole la antorcha.
—¡Entonces muere...!
Tremal-Naik, rápido como el relámpago, se había arrojado encima del thug con el puñal en la mano. Aferrarlo estrechamente por la garganta y meterle el arma en el pecho fue cosa de un solo instante. El estrangulador cayó sin emitir un grito.
Tremal-Naik empujó a un lado el cadáver, luego emitió un silbido. El capitán y sus hombres, que habían ya entrado, lo alcanzaron.
—El camino está libre —dijo el indio.
—¿Y mi hija? —preguntó Corishant, con voz sofocada.
—Nos espera en la gran caverna.
—¡Adelante...! ¡Armen los fusiles...!
—No, deje que yo los preceda. Los sorprenderemos más fácilmente.
—Ve, nosotros te seguiremos a breve distancia.
Tremal-Naik se puso en camino procediendo rápidamente. Mil angustias lo agitaban en aquel supremo instante. Le parecía que un tremendo peligro lo amenazaba, ahora que estaba por alcanzar la felicidad suprema.
Su carrera, a través de aquellos largos corredores, duró diez minutos.
Doce golpes sonoros retumbaron en aquellos espantosos subterráneos, cuando llegó a la pagoda, en medio de la cual descollaba la siniestra figura de Kali, la monstruosa divinidad de los thugs indios.
Un espectáculo extraño, jamás visto, se presentó enseguida delante de sus ojos.
Bajo las bóvedas resplandecían ricas y extrañas lámparas que vertían torrentes de luz azulada, lívida.
De las paredes pendían millares y millares de lazos y millares y millares de puñales.
Delante de una cubeta de mármol blanco, llena de agua, en la cual se deslizaba el pececillo sagrado de las aguas del Ganges, sobre un cojín de seda carmesí se sentaba Suyodhana, envuelto en una gran dupatta de seda amarilla, y alrededor suyo, erguidos e inmóviles como estatuas, estaban cien thugs, algunos de piel negra como los africanos, otros aceitunada como los malayos y otros ya broncínea, rojiza o amarilla, casi desnudos, untados con aceite de coco y con el pecho tatuado.
Tremal-Naik, anhelante, estupefacto, se había detenido en medio de la pagoda, asaeteado por cien miradas agudas como puntas de alfiler.
—Sé bienvenido —dijo Suyodhana con una extraña sonrisa—. ¿Vuelves vencido o vencedor?
—¿Dónde está mi Ada? —preguntó Tremal-Naik con angustia.
Un sordo murmullo recorrió el círculo de los thugs.
—Sé paciente —dijo el jefe de los sectarios—. ¿Dónde está la cabeza del capitán?
—Hider me sigue, y dentro de algunos minutos te la presentará.
—¿Lo has matado entonces?
—Sí.
—¡Hermanos, nuestro enemigo está muerto! —aulló Suyodhana.
Se alzó, mejor dicho saltó como un tigre. Sobre su cara pasó como un temblor y permaneció ahí, inmóvil, mirando a Tremal-Naik.
—Óyeme —dijo, después de algunos minutos—. ¿Ves tú aquella mujer de bronce que está de cara a nosotros?
—La veo —respondió Tremal-Naik—. Pero aquella mujer no es la mía.
—Lo sé, pero aquella mujer es poderosa, más poderosa que Brahma, que Visnú, que Shivá y que todas las divinidades adoradas por los hindúes. Vive en el reino de la oscuridad, nos habla a nosotros por medio de aquel pez que tú ves nadar en aquella cubeta, es justa y terrible. Desprecia los inciensos y las oraciones, no desea mas que víctimas. Aquella mujer representa la libertad india y la destrucción de nuestros opresores de piel blanca.
Suyodhana se detuvo para ver qué efecto producían aquellas palabras en Tremal-Naik, pero este permaneció frío, insensible al entusiasmo del sectario. Él no pensaba más que en su Ada, que para él era su diosa, su patria, su vida.
—Tremal-Naik —retomó Suyodhana—. Tú eres uno de aquellos hombres que en la India son raros, tú eres fuerte, eres audaz, eres terrible, eres un indio, que como nosotros, languidece bajo el yugo de los extranjeros de piel blanca. ¿Abrazarías nuestra religión?
—¡Yo! —exclamó Tremal-Naik—. ¡Yo un thug!
—¿Te dan horror los thugs? ¿Quizá porque estrangulan? Los europeos nos aplastan con el hierro de sus cañones, nosotros los aplastamos con el lazo, el arma de nuestra poderosa diosa.
—¿Y mi Ada...?
—Permanecerá entre nosotros, como permanece Kammamuri que ahora ya se ha vuelto un thug.
—¿Pero será mi esposa?
—¡Jamás! Ella pertenece a nuestra diosa.
—¡Y Tremal-Naik no tiene otra diosa que Ada Corishant!
Por segunda vez un sordo murmullo recorrió el círculo de los thugs. Tremal-Naik miró alrededor con furor.
—¡Suyodhana! —exclamó—. ¿Habré sido quizá traicionado...? ¿Me negarás ahora a aquella mujer después de todo aquello que hice para tu diosa...? ¿Serás tú un perjuro?
—Aquella mujer te pertenece —dijo Suyodhana con un tono de voz que daba escalofríos.
Un indio batió doce golpes en un tamtan.
En la pagoda reinó por algunos instantes un profundo silencio, un silencio de muerte.
Se habría dicho que aquellos cien hombres no respiraban más.
De repente una puerta se abrió y se lanzó fuera Ada, cubierta de cándidos velos, con el pecho cerrado por una coraza de oro de la cual brotaban cegadores resplandores.
Dos gritos retumbaron en la pagoda:
—¡Ada...!
—Tremal-Naik.
El indio y la joven se lanzaron la una en los brazos del otro. Casi de súbito se oyó una voz tonante gritar:
—¡Fuego...!
Una descarga tremenda retumbó en el subterráneo sacudiendo todos los ecos de las galerías, luego sesenta hombres, irrumpiendo del oscuro corredor, se lanzaron en la pagoda a bayoneta calada.
Los thugs, estupefactos, aterrorizados, se volcaron confusamente a través de las galerías, dejando en el terreno un veintena de ellos.
Suyodhana, con un brinco de tigre se había lanzado a un estrecho pasaje, cerrando tras de sí una pesada puerta de madera de teca.
El capitán se había precipitado hacia Ada, gritando:
—¡Hija mía...! ¡finalmente te vuelvo a ver...!
—¡Mi padre...! —había gritado la joven, y se desmayó en los brazos de él.
—¡En retirada...! —tronó Tremal-Naik.
Los soldados se replegaron hacia la pagoda, por temor a extraviarse bajo las oscuras galerías.
—¡Partamos! —dijo el capitán—. ¡Ven, mi valeroso Tremal-Naik, mi Ada es tu esposa...! Tú lo tienes bien merecido.
Y se pusieron a retirarse, pero antes de que salieran del inmenso subterráneo, se había oído la voz del terrible Suyodhana gritar con acento amenazador:
—¡Váyanse...! Nos volveremos a ver en la jungla.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Finalmente concluye la novela después de casi un año de traducción. Espero que les haya gustado. Ahora solamente queda terminar de traducir la versión original del capítulo 26 (La fragata), para que puedan comparar ambas ediciones de la novela.

Bajíos: “Bassifondi” en el original, son elevaciones del fondo en los mares, ríos y lagos.

Espingarda: Escopeta de chispa y muy larga.

Perjuro: Que quebranta maliciosamente el juramento que ha hecho.

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