jueves, 13 de junio de 2013

XXIII. Las flores que adormecen


Cuando Tremal-Naik volvió en sí, se encontró encerrado en un estrecho subterráneo iluminado por una pequeña rendija defendida por una doble fila de gruesos barrotes y sólidamente ligado a dos anillos de hierro, fijados en una especie de columna.
Primero se creyó presa de un mal sueño pero rápidamente se convenció de que estaba realmente prisionero.
Un vago temor se apoderó entonces de aquel hombre, a pesar de haber dado tantas pruebas de coraje sobrehumano.
Trató de reordenar las ideas, pero en su cerebro reinaba una confusión que no conseguía disipar. Se acordaba vagamente de Negapatnan, de su fuga, de la limonada, pero nada más.
—¿Quién pudo haberme traicionado? —se preguntó, tiritando—. ¿Qué será ahora de mí? ¿Qué cosa es esta niebla que me ofusca el cerebro...? ¿Me habrán embriagado con alguna bebida por mí desconocida?
Hizo un esfuerzo para alzarse, pero enseguida recayó; había oído abrirse una puerta.
—¿Quién desciende aquí? —preguntó.
—Yo, Bhârata —respondió el sargento adelantándosele.
—Al fin —exclamó Tremal-Naik—. Me explicarás ahora por qué motivo me encuentro aquí prisionero.
—Porque ahora ya sabemos que tú eres un thug.
—¡Yo...! ¡Un thug...!
—Sí, Saranguy.
—¡Mientes...!
—No, has hablado, has confesado todo.
—¿Cuándo?
—Hace poco.
—Estás loco, Bhârata.
—No, Saranguy, te hemos dado de beber la soma y has confesado todo.
Tremal-Naik lo miró con espanto. Se acordaba de la limonada que el capitán le había hecho beber.
—¡Miserables! —exclamó con desesperación.
—¿Quieres salvarte? —dijo Bhârata, después de un breve silencio.
—Habla —dijo Tremal-Naik con voz derrotada.
—Confiesa todo y quizá el capitán te perdone la vida.
—No puedo: matarán a la mujer que amo.
—¿Quién?
—Los thugs.
—¿Qué historia narras? Habla.
—¡Es imposible! —exclamó Tremal-Naik con acento salvaje—. ¡Están todos malditos!
—Escúchame, Saranguy. Ahora ya sabemos que los thugs tienen su sede en Rajmangal, pero ignoramos cuántos son y dónde viven. Si tú nos lo dices, quién sabe, quizá no mueras.
—¿Y qué harán con todos esos thugs? —preguntó Tremal-Naik con voz estrangulada.
—Los fusilaremos a todos.
—¿Incluso si entre ellos hubiera mujeres?
—Esas primero de todos.
—¿Por qué...? ¿Qué culpa tienen?
—Son más terribles que los hombres. Representan a la diosa Kali.
—¡Te engañas, Bhârata! ¡Te engañas!
—Tanto peor.
Tremal-Naik se apretó la frente entre las manos, hincándose las uñas en la piel. Sus ojos erraron perdidos, su rostro estaba palidísimo, casi ceniciento, y el pecho se le alzaba impetuosamente.
—Si le concedieran la vida a una de esas mujeres... quizá hablaría.
—Es imposible, ya que atraparlas vivas costaría torrentes de sangre. Los ahogaremos a todos, como bestias feroces, en su subterráneo.
—¡Pero tengo una mujer, una prometida! —exclamó Tremal-Naik con acento desesperado—. ¡Quieres tú, tigre, dejarla morir...! No, no, no hablaré. Mátenme, atorméntenme, entréguenme a las autoridades inglesas, hagan de mí lo que quieran, no hablaré... Los thugs son numerosos y poderosos, se defenderán y quizá salvarán a aquella a quien yo tanto he amado y que amo todavía.
—Una pregunta todavía. ¿Quién es esta mujer?
—No puedo decirlo.
—Saranguy —dijo con voz alterada—, ¿quieres decirme quién es esa mujer?
—Nunca.
—¿Es blanca o bronceada?
—No te lo diré.
—Será una fanática como las otras.
Tremal-Naik no respondió.
—Está bien —repitió el sargento—. Dentro de tres o cuatro días te conduciremos a Calcuta.
Una viva conmoción alteró las facciones del prisionero que miró al sargento que salía y a la tronera.
—Esta noche necesito huir —murmuró—, o todo estará perdido.
El día transcurrió sin que nada nuevo sucediera. Al mediodía y al ocaso fue llevado al prisionero un amplio cuenco de karī y una copa de toddy.
Apenas el sol se puso detrás de la floresta y la oscuridad en la bodega se hizo densa, Tremal-Naik respiró. Estuvo quieto por tres largas horas, temiendo que alguien repentinamente entrara, luego se puso prontamente a la obra para intentar escapar.
Los indios son famosos en cómo atan a las personas y se necesita una larga práctica para desatar sus nudos complicadísimos. Tremal-Naik por fortuna poseía una fuerza prodigiosa y buenos dientes.
Con una sacudida aflojó la cuerda que le impedía inclinar la cabeza luego, pacientemente, sin cuidarse del dolor, acercó una de sus muñecas a la boca y se puso a trabajar con los dientes, cortando, aserrado, deshilachando.
Habiendo cortado la cuerda, desembarazarse de las otras ligaduras fue para él cosa de un solo momento.
Se alzó desperezándose los miembros entumecidos, se acercó entonces a la tronera y miró afuera.
La luna no había aún salido, pero el cielo estaba espléndidamente estrellado.
Soplos de aire fresco y embalsamados por el perfume de miles de diversas flores, entraban por la tronera.
Ningún rumor venía del aire libre, ni persona humana se divisaba en la sombría línea del horizonte.
El prisionero aferró uno de los barrotes y lo sacudió furiosamente; lo curvó pero no lo rompió.
—La fuga por aquí es imposible —dijo.
Miró a su alrededor buscando un objeto cualquiera que pudiera ayudarle a arrancar las barras, pero no encontró ninguno.
—Estoy perdido —murmuró, con espanto—. Sin embargo no deseo morir, no deseo descender a la tumba ahora que la felicidad está cerca.
Se acercó a la puerta, pero se detuvo de golpe. Un sordo maullido, que venía del aire libre, había llegado repentinamente hasta él.
Volvió la cabeza hacia la tronera y la vio ocupada por una masa oscura en medio de la cual brillaban dos puntos luminosos, verdosos.
Una esperanza le atravesó el cerebro.
—¡Darma...! ¡Darma...! —murmuró con voz temblorosa por la emoción.
El tigre emitió un segundo gruñido, sacudiendo las barras de hierro. El prisionero se lanzó hacia la tronera, aferrando las patas de la fiel bestia.
—¡Estoy salvado! —exclamó—. Bravo Darma, yo sabía que tú habrías de venir al encuentro de tu amo. Ahora ya no temo más al capitán ni a su sargento.
Dejó la tronera y corrió a un ángulo donde había visto un trozo de papel. Lo limpió cuidadosamente, se mordió un dedo haciendo salir algunas gotas de sangre y con una astilla arrancada al palo escribió rápidamente y como le permitía la oscuridad, las siguientes líneas:
He sido traicionado y encarcelado en la prisión de Negapatnan.
Socórranme prontamente o todo estará perdido.
Tremal-Naik.
Enrolló la carta, regresó a la tronera, la ató con un cordón al cuello del tigre.
—Corre, Darma, regresa donde los thugs —le dijo—: Tu amo corre un gran peligro.
La fiera sacudió la cabeza y partió con la rapidez de una flecha.
—Ve —decía el indio, siguiéndola con los ojos—. Ellos comprenderán el peligro que corro y vendrán a salvarme o me darán al menos un medio cualquiera para escapar.
Pasó una larga hora. Tremal-Naik agarrado convulsivamente a los barrotes, esperaba ansiosamente el regreso, presa de mil temores.
De repente en el fondo de la llanura vio al tigre que se acercaba con brincos gigantescos.
—¿Si lo descubren? —murmuró, temblando.
Afortunadamente Darma pudo llegar hasta la tronera sin haber sido descubierto por los centinelas. Al cuello llevaba un gran paquete que Tremal-Naik, a duras penas, consiguió hacer pasar entre los barrotes.
Lo abrió. Contenía una carta, un revólver, un puñal, municiones, un lazo y dos ramilletes de flores cuidadosamente encerrados en dos vasos de cristal.
—¿Qué significan estas flores? —se preguntó, sorprendido.
Abrió la carta, la expuso a un rayo de luna que penetraba por la tronera y leyó:
Estamos rodeados por algunas compañías de cipayos, pero uno de los nuestros sigue a Darma. Grandes peligros nos amenazan y tu escape es necesario.

Uno a las armas dos ramos de flores. Las blancas adormecen, las rojas combaten la eficacia de las blancas.

Adormece a los centinelas y ten bien cerca las rojas. Una vez libre, expugna la habitación y corta la cabeza del capitán. Nagor señalará su presencia con el conocido silbido y te dará una mano fuerte. Apresúrate.
Kougli.
Quizá cualquier otro se hubiera asustado al leer aquella carta, pero no Tremal-Naik. En aquel momento supremo se sentía tan fuerte como para expugnar la casa aún sin la ayuda de Nagor.
—El amor me dará la fuerza y el coraje para obrar el milagro —había dicho.
Escondió las armas y las municiones bajo un montón de tierra y regresó a la tronera.
—Vete, Darma —le dijo—. Tú corres un gran peligro.
El tigre se alejó, pero no había hecho veinte pasos que se oyó a uno de los centinelas gritar:
—¡El tigre...! ¡El tigre...!
Vino detrás un disparo de fusil.
Otra detonación retumbó, pero la brava bestia había redoblado la carrera y en breve tiempo estuvo fuera de vista.
Se oyó un rumor de pasos precipitados y algunos hombres se detuvieron delante de la tronera.
—¡Eh! —exclamó una voz que Tremal-Naik reconoció como la de Bhârata—. ¿Dónde está el tigre?
—Ha escapado —respondió el centinela que estaba en la galería.
—¿Dónde estaba?
—Cerca de la tronera.
—Apostaría cien rupias contra una, que es un amigo de Saranguy. Aprisa, dos hombres en la bodega o el tunante se nos escapa.
Tremal-Naik había oído todo. Tomó los dos vasos, los partió y arrojó las flores blancas en el ángulo más oscuro, escondió las rojas en el pecho y se tumbó junto al palo, acomodándose alrededor del cuerpo las cuerdas y estrechándolas lo mejor que pudo.
¡Era el momento! Dos cipayos armados y provistos de una antorcha resinosa entraron.
—¡Ah! —exclamó uno—. ¿Estás ahí todavía, Saranguy?
—Cierra el pico que quiero dormir —dijo Tremal-Naik fingiéndose de mal humor.
—Puedes dormir, mi querido, y con toda tranquilidad porque nosotros velaremos.
Tremal-Naik alzó los hombros, se apoyó en el palo y cerró los ojos. Los dos cipayos, plantada la antorcha en una hendidura de la pared, se sentaron en tierra con las carabinas entre las rodillas.
Habían transcurrido apenas pocos minutos cuando Tremal-Naik advirtió un agudo perfume que turbaba su cabeza, a pesar de las flores rojas que transmitían un perfume no menos agudo y en absoluto especial.
Miró a los dos cipayos: bostezaban en modo tal de temer que se dislocaran las mandíbulas.
—¿Notas algo tú? —preguntó el soldado más joven, después de algún tiempo.
—Sí —respondió el compañero—. Me parece estar...
—Ebrio, quieres decir.
—Exactamente, y me siento atrapado por un deseo irresistible de cerrar los ojos.
—¿De dónde proviene esto?
—No lo sé.
—¿Habrá alguna manzanilla de la muerte cerca de nosotros?
—No la he visto en el parque.
La conversación terminó ahí. Tremal-Naik, que estaba atento, los vio cerrar poco a poco los ojos, reabrirlos tres o cuatro veces, luego volverlos a cerrar. Lucharon todavía por algunos minutos, luego cayeron pesadamente a tierra, roncando sonoramente.
Era el momento de actuar. Tremal-Naik se arrancó de la espalda las ligaduras y silenciosamente se alzó.
—¡La libertad...! —exclamó.
Fue a tomar las armas, ató sólidamente a los dos durmientes y se lanzó hacia la escalera.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Karī: Es el plato favorito de los indios, compuesto por arroz condimentado con carne o pescado cocido, hierbas y otros ingredientes.

Toddy: Tipo de vino extraído de un árbol.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Karī: “Carri” en el original, significa curry en hindi, un condimento originario de la India compuesto por una mezcla de polvo de diversas especias. El plato de comida que se prepara con el condimento también lleva el mismo nombre.

Toddy: “Tody” en el original, nombre malayo de la tuba, un licor suave y algo viscoso que se obtiene por destilación de la savia de distintas palmas. Recién destilado, es bebida refrescante, y después de la fermentación sirve para hacer vinagre o aguardiente.

Flores blancas: Podría tratarse de la trompeta del diablo (Datura metel), un arbusto anual con grandes flores en forma de trompeta de color blanco o amarillo, que contiene alcaloides con efectos narcóticos, alucinógenos y antidepresivos.​

Expugnar: Tomar por las armas una ciudad, una plaza, un castillo, etc.

Manzanilla de la muerte: “Manzanillo” en el original, es el árbol Hippomane mancinella, de la familia de las euforbiáceas. Es muy tóxico, su fruto es mortal para los seres humanos, aunque de buen aroma.

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