lunes, 3 de junio de 2013

XXI. La fuga del thug


Los astros comenzaban a palidecer, cuando Tremal-Naik, casi fuera de sí, todavía desconcertado por el coloquio tenido con el estrangulador, llegó al bungalow del capitán Macpherson.
Un hombre estaba apoyado en el umbral de la puerta y bostezaba, respirando ruidosamente el fresco aire de la mañana. Este hombre era el sargento Bhârata.
—¡Hola, Saranguy! —le gritó—. ¿De dónde vienes?
Esta llamada arrancó bruscamente a Tremal-Naik de sus pensamientos. Se volvió atrás, creyendo que había sido seguido por el tigre, pero el inteligente animal se había detenido en el borde de la jungla. Bastó una rápida seña del amo para que desapareciese entre el bambú.
—¿De dónde vienes, mi bravo cazador? —retomó Bhârata, moviéndose a su encuentro.
—De la jungla —respondió Tremal-Naik, arreglando sus alteradas facciones.
—¡De noche! ¡Y solo!
—¿Y por qué no?
—¿Pero los tigres?
—No me dan miedo.
—¿Y las serpientes, y los rinocerontes?
—Los desprecio.
—¿Sabes, jovencito, que tienes coraje?
—Lo creo.
—¿Has encontrado alguno?
—Tigres, pero no se han atrevido a acercarse.
—¿Y hombres?
Tremal-Naik estremeció.
—¡Hombres! —exclamó, aparentando sorpresa—. ¿Dónde quieres que haya encontrado hombres, de noche, en medio de la jungla?
—Los hay, Saranguy, y más de uno.
—No te creo.
—¿Has oído hablar de los thugs?
—¿Los hombres que estrangulan?
—Sí, aquellos que utilizan el lazo de seda.
—¿Y dices que están aquí? —preguntó Tremal-Naik, aparentando terror.
—Sí, y si caes en sus manos te estrangularán.
—¿Pero por qué están aquí?
—¿Sabes quién es el capitán Macpherson?
—No lo sé todavía.
—Es el enemigo más despiadado que tienen los thugs.
—Comprendo.
—Nosotros les hacemos la guerra.
—La haré también yo. Odio a esos miserables.
—Un hombre valiente como tú, no debe ser rechazado. Vendrás con nosotros cuando batamos la jungla, es más te pondré como guardia de un estrangulador que ha caído en nuestras manos.
—¡Ah! —exclamó Tremal-Naik, que no consiguió frenar el destello de alegría que relampagueó en sus ojos—. ¿Tienen un thug prisionero?
—Sí, y es uno de los jefes.
—¿Cómo se llama?
—Negapatnan.
—¿Y yo velaré por él?
—Sí, velarás por él. Eres fuerte y valiente y no se te escapará.
—Estoy convencido. Bastará un puñetazo para reducirlo a la impotencia —dijo Tremal-Naik.
—Ven a la terraza. Dentro de poco verás a Negapatnan y quizá tendremos necesidad de tu coraje.
—¿Para hacer qué? —preguntó Tremal-Naik con inquietud.
—El capitán recurrirá a cualquier medio violento para hacerlo hablar.
—Entiendo. Haré de carcelero y si acaso de torturador.
—Eres muy perspicaz. Ven, mi bravo Saranguy.
Entraron en el bungalow y subieron a la terraza. El capitán Macpherson ya estaba allí, fumando un cigarrillo, tumbado indolentemente en una pequeña hamaca de fibra de coco.
—¿Me traes alguna novedad, Bhârata? —le preguntó.
—No, capitán. Le conduzco en cambio a un enemigo acérrimo de los thugs.
—¿Eres tú, Saranguy, ese enemigo?
—Sí, capitán —respondió Tremal-Naik, con acento de odio naturalísimo.
—Sé entonces bienvenido. Serás también de los nuestros.
—Lo espero.
—Te advierto que se arriesga el pellejo.
—Si me la juego contra los tigres, puedo jugármela contra los hombres.
—Eres un bravo hombre, Saranguy.
—Me jacto de ello, capitán.
—¿Cómo ha pasado la noche Negapatnan? —preguntó Macpherson, dirigiéndose al sargento.
—Ha dormido como quien tiene la conciencia tranquila. Ese diablo de hombre es de hierro.
—Pero se someterá. Ve a agarrarlo; comenzaremos enseguida el interrogatorio.
El sargento dio medio giro sobre sus talones y poco después regresaba conduciendo a Negapatnan, sólidamente atado.
El thug estaba tranquilísimo, es más una sonrisa rozaba sus labios.
Su mirada se posó enseguida, con curiosidad, en Tremal-Naik, quien se había puesto detrás del capitán.
—Pues bien, mi querido —dijo Macpherson con acento sarcástico—, ¿cómo has pasado la noche?
—Creo haberla pasado mejor que tú —respondió el estrangulador.
—¿Y qué has decidido?
—Que no hablaré.
La mano del capitán corrió a la empuñadura del sable.
—¿Es que son todos iguales, estos reptiles? —gritó.
—Parece que es así —dijo el estrangulador.
—No lo digas tan pronto, aún. Te dije que poseo medios terribles.
—No lo bastante terribles para los thugs.
—Medios de martirio al punto de invocar la muerte.
—Medios que no sirven en nosotros.
—Lo veremos cuando te contorsiones entre los espasmos más tremendos.
—Puede comenzar enseguida.
El capitán palideció, luego una oleada de sangre le subió al rostro.
—¿No quieres precisamente hablar, entonces? —le preguntó con voz estrangulada por la ira.
—No, no hablaré.
—¿Es tu última respuesta? Ten cuidado...
—La última.
—Está bien, ahora a actuar. ¿Bhârata?
El sargento se acercó.
—¿Hay un poste en el subterráneo?
—Sí, capitán.
—Atarán sólidamente a este hombre.
—Bien, capitán.
—Cuando el sueño lo venza, lo tendrán despierto con pinchazos. Si dentro de tres días no habla, harán macerar sus carnes a golpe de fusta. Si se obstina todavía, verterán aceite hirviendo, gota a gota, sobre sus heridas.
—Confíe en mí, capitán. Ayúdame, Saranguy.
El sargento y Tremal-Naik arrastraron fuera al estrangulador, que había escuchado la sentencia sin que un músculo de su rostro se estremeciera.
Descendieron una escalera de caracol muy profunda y entraron en una especie de bodega muy vasta, sostenida por bóvedas, e iluminada por una tronera abierta a flor de tierra, defendida por sólidos barrotes de hierro.
En el medio se erguía un poste, al cual fue atado el estrangulador. Bhârata puso al lado tres o cuatro agujas largas y con la punta agudísima.
—¿Quién velará? —preguntó Tremal-Naik.
—Tú, hasta esta noche. Luego, un cipayo te dará el cambio.
—Está bien.
—Si nuestro hombre cierra los ojos, pínchalo fuerte.
—Te obedeceré —respondió Tremal-Naik con calma glacial.
El sargento volvió a subir la escalera. Tremal-Naik lo siguió con la mirada hasta que pudo, luego, cuando todo ruido cesó, se sentó enfrente del estrangulador que se lo quedó mirando tranquilamente.
—Escúchame —dijo Tremal-Naik bajando la voz.
—¿Tienes también algo que decirme? —preguntó Negapatnan, burlonamente.
—¿Conoces a Kougli?
El estrangulador al oír aquel nombre se estremeció.
—¡Kougli! —exclamó—. No sé quién es.
—Eres prudente, está bien. ¿Conoces a Suyodhana?
—¿Quién eres tú? —preguntó Negapatnan, con manifiesto terror.
—Un estrangulador como lo eres tú, como lo es Kougli, como lo es Suyodhana.
—Mientes.
—Te daré una prueba de que digo la verdad. Nuestra sede no está en la jungla, ni en Calcuta, ni en las orillas del sagrado río, sino en los subterráneos de Rajmangal.
El prisionero contuvo a duras penas un grito, que estaba por salir de sus labios.
—¿Es verdad que tú eres de los nuestros? —le preguntó.
—¿No te he dado las pruebas?
—Es verdad. ¿Pero por qué has venido aquí?
—Para salvarte.
—¿Para salvarme?
—Sí.
—¿Pero cómo? ¿Con qué medios?
—Déjamelo a mí y antes de medianoche serás libre.
—Y huiremos juntos.
—No, yo permanezco aquí. Tengo otra misión que cumplir.
—¿Una especie de venganza?
—Quizá —dijo Tremal-Naik dijo con aire tétrico—. Ahora silencio y esperemos la oscuridad.
Dejó al prisionero y fue a sentarse al pie de la escalera, esperando pacientemente la noche.
El día pasó lentamente. El sol desapareció detrás del horizonte y la oscuridad se hizo profunda en la bodega.
Era el momento oportuno para actuar. Dentro de una hora y quizá menos, el cipayo debería bajar.
—A la obra —dijo Tremal-Naik, alzándose bruscamente y sacando del cinturón dos limas inglesas.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Negapatnan, con emoción.
—Debes ayudarme —respondió Tremal-Naik—. Cortaremos los barrotes de la tronera.
—¿No se darán cuenta de que tú me has ayudado a huir?
—No se darán cuenta de nada.
Desató las ligaduras que estrechaban el cuerpo, los brazos y ambos pies del prisionero, y acometieron vigorosamente los hierros, procurando no hacer ruido.
Tres barrotes habían sido ya arrebatados y no les quedaba más que uno, cuando Tremal-Naik advirtió un arrastrar de pies que venía de la escalera.
—¡Detente! —dijo rápidamente—. Alguien desciende.
—¿El cipayo quizá?
—Desde luego es él.
—Entonces estamos perdidos.
—No todavía. ¿Sabes arrojar el lazo?
—Jamás me falló el tiro.
Tremal-Naik desató el lazo que llevaba estrechado alrededor del cuerpo, escondido en el dhoti y se lo dio.
—Ponte cerca de la puerta —le dijo, extrayendo el puñal—. Al primero que aparezca, mátalo.
Negapatnan obedeció tomando el lazo con la mano derecha. Tremal-Naik se puso frente a él, detrás del estípite de la puerta, con el puñal alzado.
El rumor iba acercándose. De repente una luz aclaró la escalera y apareció un cipayo, con una cimitarra desenvainada.
—Atento, Negapatnan —cuchicheó Tremal-Naik.
La cara del thug se volvió terrible. Sus ojos enviaban siniestros resplandores. Los labios dejaban al desnudo los dientes, las narinas se dilataban.
Parecía una bestia sedienta de sangre. El cipayo se detuvo en el último rellano.
—¡Saranguy! —llamó.
—Desciende —dijo Tremal-Naik—. No se puede ver nada.
—Está bien —respondió, y cruzó el umbral de la bodega.
Negapatnan estaba allí. El lazo silbó en el aire y se estrechó tan fuertemente alrededor del cuello, que el cipayo cayó al suelo sin emitir un lamento.
—¿Debo estrangularlo? —preguntó el thug, poniendo un pie sobre el pecho del caído.
—Es necesario —dijo Tremal-Naik, fríamente.
Negapatnan tiró del lazo. La lengua del cipayo salió un palmo de los labios, sus ojos brotaron de las órbitas y la piel de broncínea se volvió negra. Agitó por algunos instantes los brazos, luego se endureció. Estaba muerto.
—Que la diosa Kali tenga su sangre —dijo el fanático, desatando el lazo—. Terminemos, antes de que descienda otro.
La tronera fue nuevamente asaltada y el cuarto barrote fue partido.
—¿Pasarás? —preguntó Tremal-Naik.
—Pasaría por una tronera mucho más estrecha.
—Está bien. Ahora átame sólidamente y amordázame.
El thug lo miró con sorpresa.
—¿Yo atarte? ¿Y por qué? —preguntó.
—Para que no sospechen que yo soy uno de los tuyos.
—Te entiendo. Eres más astuto que yo.
Tremal-Naik se arrojó a tierra cerca del cadáver de cipayo, y Negapatnan lo ató y lo amordazó.
—Eres un bravo hombre —dijo el thug—. Si algún día tienes necesidad de un amigo fiel, acuérdate de mí. Adiós.
Se lanzó hacia la tronera, después de haberse armado de las pistolas del cipayo, subió y desapareció.
No habían pasado todavía diez segundos, que se oyó un disparo de fusil y una voz gritar:
—¡A las armas! ¡Un hombre huye!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En la versión castellana este capítulo tiene un párrafo final donde hace referencia a una triple identidad de Tremal-Naik, ¡vinculándolo a la tripulación de Sandokan! El hecho es que todavía no se conocen, así que imaginen mi desconcierto al momento de leer dichas líneas.

Sable: “Sciabola” en el original, es un arma blanca semejante a la espada, pero algo corva y por lo común de un solo corte.

Cimitarra: “Scimitarra” en el original, es una especie de sable usado por turcos y persas.

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