miércoles, 29 de mayo de 2013

XX. Matar para ser feliz


Había llegado la noche.
El capitán Macpherson durante el día no se había hecho ver y ningún incidente había ocurrido en el bungalow.
Saranguy, después de haber errado a capricho aquí y allí por los alrededores de los cobertizos y de las empalizadas, presentando atento oído a los discursos de los cipayos, se había tendido detrás de un denso matorral, a cincuenta pasos de la habitación, como alguien que busca quedarse dormido.
No obstante de vez en cuando alzaba prudentemente la cabeza, y su mirada recorría rápidamente la circunstante campiña. Se hubiera dicho que buscaba algo, o que esperaba a alguien.
Pasó una larga hora. La luna se alzó sobre el horizonte, iluminando vagamente la floresta y el curso de la gran riada que murmuraba alegremente, rompiéndose contra las orillas.
Un alarido agudo, el alarido del chacal, se hizo escuchar a lo lejos.
Saranguy se alzó bruscamente, mirando alrededor con desconfianza.
—Finalmente —murmuró, tiritando—. Sabré mi condena.
A doscientos pasos, entre un matorral, aparecieron dos puntos luminosos, con reflejos verdosos, Saranguy acercó dos dedos a los labios y envió un ligero silbido.
Enseguida los dos puntos luminosos se lanzaron adelante. Eran los ojos de un gran tigre, el cual hizo oír ese sordo maullido que es familiar a semejantes fieras.
—¡Darma! —Llamó el indio.
El tigre se bajó, aplastándose contra el terreno, y se puso a arrastrarse silenciosamente. Se detuvo justo delante de él emitiendo un segundo maullido.
—¿Estás herido? —le preguntó el indio, con voz conmovida.
El tigre por toda respuesta abrió la boca y lamió las manos y el rostro del indio.
—Has desafiado un gran peligro, pobre Darma —retomó el indio con tono afectuoso—. Será la última prueba.
Pasó una mano por debajo del cuello de la fiera y encontró una pequeña carta roja, enrollada y suspendida de un sutil hilo de seda.
La abrió con mano temblorosa, arrojándola sobre los ojos. Vió unos signos extraños de una tinta azul y una línea en sánscrito. “Ven, que el mensajero ha llegado”, leyó.
Un nuevo estremecimiento agitó sus miembros y algunas gotas de sudor salpicaron su frente.
—Ven, Darma —dijo.
Miró a la pasada el bungalow, recorrió trescientos o cuatrocientos pasos arrastrándose, seguido por el tigre, luego se internó en el bosque de borasos.
Caminó por veinte minutos rápidamente, siguiendo un senderito apenas apenas visible, luego se detuvo, llamando con un gesto al tigre.
A veinte pasos de él, se había repentinamente alzado de tierra un individuo que levantó resueltamente un fusil, gritando:
—¿Quién vive?
—Kali —respondió Saranguy.
—Avanza.
Saranguy se acercó a aquel indio que lo examinó cuidadosamente.
—¿Eres quizá aquel que esperamos? —le preguntó.
—Sí.
—¿Sabes quién te espera?
—Kougli.
—Es precisamente él: sígueme.
El indio arrojó la carabina en bandolera y se puso en marcha con paso silencioso.
Saranguy y Darma lo siguieron.
—¿Has visto al capitán Macpherson? —preguntó unos instantes después.
—Sí.
—¿Qué hace?
—No sabría decirlo.
—¿Sabes algo de Negapatnan?
—Sí, sé que es prisionero del capitán.
—¿Es verdad lo que dices?
—Muy cierto.
—¿Y sabes dónde está escondido?
—En el subterráneo del bungalow.
—Se ve que son prudentes estos europeos.
—Parece.
—Pero tú lo liberarás.
—¡Yo! —exclamó Saranguy.
—Eso creo.
—¿Quién te lo dijo?
—No sé nada; calla y camina.
El indio enmudeció y apresuró el paso, metiéndose en medio de los matorrales de bambú y de matas erizadas de espinas. A cada trecho se detenía y examinaba el tronco de las palmeras tara que encontraba a su paso.
—¿Qué miras? —preguntó Saranguy, sorprendido.
—Los signos que indican el camino.
—¿Ha cambiado de morada Kougli?
—Sí, porque los ingleses se han mostrado cerca de su cabaña.
—¿Ya?
—El capitán Macpherson tiene buenos brazos a su servicio. Estate alerta, Saranguy; podrían jugarte una mala pasada cuando menos te lo esperes.
Se detuvo, acercó las manos a los labios y emitió un alarido semejante al del chacal.
Un segundo alarido le respondió.
—El camino está libre —dijo el indio—. Sigue este sendero y llegarás al umbral de la cabaña. Yo me quedo aquí a velar.
Saranguy obedeció. Recorriendo el sendero se percató que detrás de cada árbol estaba escondido un indio con una carabina en mano y el lazo estrechado alrededor del cuerpo.
—Estamos bien protegidos —murmuró—. Podremos conversar sin temor de ser sorprendidos por los ingleses.
Muy pronto se encontró delante de una gran cabaña, construida con solidísimos troncos de árbol, en los cuales habían abierto muchas troneras para dejar pasar las carabinas. El techo estaba cubierto de hojas de latania y en la cima había una tosca estatua de la diosa Kali.
—¿Quién vive? —preguntó un indio, que estaba sentado en el umbral de la puerta armado con carabina, puñal y lazo.
—Kali —respondió por segunda vez Saranguy.
El indio se fue a una pequeña estancia iluminada por una rama de árbol resinoso que esparcía a su alrededor una luz fumosa.
Tumbado sobre una estera estaba un indio alto como el atroz Suyodhana, untado con fresco aceite de coco, con el misterioso tatuaje en el pecho.
Su cara era de un color broncíneo, dura, feroz, con espesa barba negra. Sus ojos, profundamente ahuecados, brillaban con una oscura llama.
—Adiós, Kougli —dijo el indio entrando, pero pronunciando las palabras casi con pena.
—¡Ah! eres tú, amigo —respondió Kougli, alzándose rápidamente—. Comenzaba a impacientarme.
—La culpa no es mía, el camino es largo.
—Lo sé, amigo mío. ¿Cómo han ido las cosas?
—Muy bien, Darma ha interpretado precisamente su parte. Si no estaba listo, rompía la cabeza del capitán.
—¿Lo había derribado?
—Sí.
—Brava bestia tu tigre.
—No digo que no.
—De modo que estás al servicio del capitán.
—Sí
—¿En calidad de qué?
—De cazador.
—¿Sospecha algo?
—No.
—¿Sabe que te has alejado del bungalow?
—No lo sé. Por lo demás he acordado amplia libertad para ir al bosque o a la jungla, a cazar.
—No obstante estate en guardia. Ese hombre tiene cien ojos.
—Lo sé.
—Cuéntame algo de Negapatnan.
—Ha llegado anoche al bungalow.
—Lo sé, nada escapa a mis ojos. ¿Dónde lo han escondido?
—En el subterráneo.
—¿Conoces ese subterráneo?
—No todavía, pero lo conoceré. Sé que tiene paredes de un espesor enorme y que un cipayo armado vela día y noche delante de la puerta.
—Sabes más de lo que esperaba. Deja que te lo diga, eres un bravo hombre.
—El cazador de serpientes de la jungla negra es más fuerte y más astuto de lo que tú crees —respondió el indio Saranguy.
—¿Sabes si ha hablado Negapatnan?
—No lo sé.
—Si aquel hombre habla, estamos perdidos.
—¿Desconfía de él? —preguntó Saranguy con una ligera vibración irónica.
—No, porque Negapatnan es un gran jefe y es incapaz de traicionarnos. Pero el capitán Macpherson sabe atormentar a sus prisioneros. Bueno, vayamos al punto.
La frente de Saranguy se frunció y un ligero temblor recorrió sus miembros.
—Habla —dijo, con un extraño acento.
—¿Sabes por qué te he llamado?
—Lo adivino, se trata...
—De Ada Corishant.
A aquel nombre, la oscura mirada de Saranguy se apagó; algo húmedo brilló bajo sus pestañas, y un profundo suspiro salió de sus labios descoloridos.
—¡Ada...! ¡Oh mi Ada...! —exclamó con voz sofocada—. Habla Kougli, habla. ¡Sufro demasiado, demasiado...!
Kougli miró al indio que se había derrumbado sobre sí mismo, estrechándose fuertemente la frente. Una sonrisa satánica, una risa burlonamente atroz rozó rápidamente sus labios.
—Tremal-Naik —dijo con una voz casi sepulcral—. ¿Te acuerdas de aquella noche en que te refugiaste en el pozo con tu Ada y el maratí?
—Sí, me acuerdo —respondió con voz sorda Saranguy, o mejor dicho Tremal-Naik, el cazador de serpientes de la jungla negra.
—Tú estabas en nuestra mano. Bastaba que Suyodhana lo quisiera y los tres a esta hora dormirían bajo tierra.
—Lo sé. ¡Pero por qué recordarme esa noche!
—Es necesario que te la recuerde.
—Apresúrate entonces, no me hagas sufrir tanto. Tengo el corazón que me sangra.
—Seré breve. Los thugs habían pronunciado su sentencia de muerte; tú debías ser estrangulado, la virgen de la pagoda debía subir a la hoguera y Kammamuri moriría entre las serpientes. Suyodhana fue el que se opuso. Negapatnan había caído en manos de los ingleses y era necesario salvarlo. Tú habías dado muchas pruebas de ser un hombre audaz y lleno de recursos y te indultó, siempre y cuando sirvieras a nuestra secta.
—Apresúrate.
—Pero tú amabas a aquella mujer que se llama Ada. Es necesario cedértela para tener un fiel y dispuesto aliado. Nuestra diosa Kali te la ofrece.
—¡Ah...! —exclamó Tremal-Naik, saltando en pie, todo transfigurado.
—¿Es verdad lo que dices?
—Sí, es verdad —dijo Kougli marcado cada palabra.
—¿Y será mi esposa?
—Sí, será tu esposa. Pero los thugs exigen algo de tí.
—Cualquier cosa que sea la acepto. Por mi prometida daría a la llamas la India entera.
—Será necesario matar.
—Mataré.
—Será necesario salvar algunos hombres.
—Los salvaré, aunque tenga que asaltar una ciudad repleta de armas y de soldados.
—Bien; óyeme.
Quitó de su cinturón un papel, lo desplegó y lo miró algunos instantes con profunda atención.
—Los thugs —dijo—, tú lo sabes, aman a Negapatnan, que es valeroso, emprendedor y fuerte. ¿Quieres a tu Ada? Libera a Negapatnan, pero es Suyodhana quien exige algo de ti.
—Habla —dijo Tremal-Naik, que sin saberlo, sintió un estremecimiento—. Te escucho.
Kougli no abrió la boca. Miraba fijamente y en modo extraño al cazador de serpientes.
—¿Pues bien? —balbuceó Tremal-Naik.
—Suyodhana te cede a tu prometida a cambio de que tú mates al capitán Macpherson...
—Al capitán...
—Macpherson —terminó Kougli, entreabriendo los labios con una cruel sonrisa.
—¿Y sólo a este precio me cederá a Ada...?
—A este precio solamente.
—¿Y si me rehúso?
—No la amarías más.
—¿Yo? ¿Qué te dije hace poco? Por mi prometida daría la India a las llamas.
—Tienes razón. No obstante en caso de que te rehusaras, la virgen de la pagoda subirá a la hoguera y Kammamuri morirá entre las serpientes. Los tenemos a ambos en nuestra mano. ¿Qué decides?
—Mi vida pertenece a Ada. Acepto.
—¿Tienes ya algún plan?
—Ninguno, pero lo hallaré.
—Mírame; primero libera a Negapatnan.
—Lo liberaré.
—Nosotros velaremos por tí. Si necesitas ayuda, ven a mí.
—El cazador de serpientes actuará sin los thugs.
—Como quieras: puedes irte.
Tremal-Naik no se movió.
—¿Qué deseas? —preguntó Kougli.
—¿Y no podré ver a la mujer que amo?
—No.
—¿Es verdaderamente inexorable?
—Cumple la misión, luego... esa mujer... será tu esposa. Ve, Tremal-Naik, ve.
El indio se alzó presa de una oscura desesperación y se dirigió hacia la salida.
—Tremal-Naik —dijo el estrangulador, en el momento en que cruzaba el umbral.
—¿Qué quieres?
—¡No te olvides, que nos urge la muerte del capitán Macpherson...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Finalmente se descubre la nueva traición y el primer traicionado se convierte en el brazo ejecutor. Por suerte no hubo dificultades con la traducción.

Tronera: Abertura en el costado de un buque, en el parapeto de una muralla o en el espaldón de una batería, para disparar con seguridad y acierto los cañones.

“—Adios, Kougli...”: “—Addio, Kougli...” en el original. Este extraño saludo de despedida que ofrece Saranguy al llegar se suele utilizar con personas que no se van a volver a ver. ¿Por qué lo utiliza como saludo? No lo sé, tal vez alguien lo pueda explicar...

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