lunes, 13 de mayo de 2013

XVII. El capitán Macpherson


Era una magnífica noche de agosto, una verdadera noche tropical.
El aire era tibio, dulce, elástico, embalsamado por el suave perfume de los jazmines, de las sampaguitas, de las mussaendas y de las nag champa. Arriba, en un cielo purísimo, de un azul índigo, punteado de miríadas de centelleantes estrellas, el astro de las noches serenas seguía su curso, iluminando fantásticamente la corriente del Hugli, la cual se desenrollaba como una inmensa cinta de plata, entre las interminables planicies del delta gangético.
Bandadas de marabúes revoloteaban sobre la corriente, posándose en una u otra orilla, a los pies de los cocoteros, de los artocarpus, de los bananos y de los tamarindos, que se curvaban con gracia sobre las olas.
Un silencio fúnebre, misterioso, reinaba en todas partes, roto de vez en cuando por una ráfaga de aire, que hacía crujir la fronda de los árboles, por el alarido agudísimo, melancólico de los chacales, que vagaban por las orillas del río, y por el graznar de los cuervos y de los marabúes.
Aún cuando la hora era muy avanzada, y aún cuando mil peligros circundaban entre las sombras de la noche, un hombre estaba tendido a los pies de un gran tamarindo.
Podría tener treinta y cinco o cuarenta años y llevaba el uniforme de capitán de los cipayos, rico en ornamentos de oro y plata. Era de estatura alta, de complexión robusta, de tez broncínea pero bastante menos que la de los indios. Se lo adivinaba europeo, por largos años expuesto a los calores del sol tropical.
Su rostro era orgulloso, adornado con una larga barba negra, pero su frente estaba surcada de precoces arrugas. Sus ojos eran grandes, melancólicos, pero que a veces centelleaban de osadía.
No hablaba, pero de vez en cuando alzaba la cabeza, miraba fijamente la gran riada y hacía un movimiento de impaciencia.
Había ya transcurrido media hora, cuando a lo lejos atronó una detonación. El capitán alargó la mano derecha a una rica carabina con arabescos, incrustada con plata y con madreperla, se puso rápidamente en pie y descendió a la orilla agarrándose a las raíces del tamarindo que salían, como serpientes, de la tierra. Al norte había aparecido un punto negro que iba gradualmente acercándose; a su alrededor el agua centelleaba como si fuera golpeada por los remos.
—Aquí están —murmuró.
Alzó la carabina por encima de su cabeza y disparó. Un rayo relampagueó sobre el punto negro y una tercera detonación resonó.
—Todo va bien —retomó el capitán—. Espero esta vez saber algo.
Una conmoción dolorosa descompuso sus facciones, pero fue rápida como un relámpago.
Volvió a mirar al punto negro. Era ya más grande y había tomado el aspecto de un barco que descendía con prisa, bajo el impulso de media docena de remos. A bordo se veían siete u ocho hombres armados.
Al cabo de diez minutos el barco, un esbelto y bellísimo moor-punkee, conducido por seis indios equipados con largas pagayas y guiados por un sargento de los cipayos, llegó a pocas brazas de la orilla. Con pocos golpes de remo se encalló profundamente entre la hierba. El sargento saltó ágilmente a tierra, saludando militarmente.
—Conduzcan el moor-punkee a la pequeña bahía —dijo el capitán a los indios—. Y tú Bhârata, ven conmigo.
El moor-punkee se hizo a la mar. El capitán condujo al indio bajo el tamarindo y se tendieron ambos en la hierba.
—¿Estamos solos, capitán Macpherson? —preguntó el sargento.
—Absolutamente solos —respondió el capitán—. Puede narrar cualquier cosa, sin temer que otros puedan oírlo.
—Dentro de una hora Negapatnan estará aquí.
Un flujo de sangre enrojeció la cara del capitán.
—¿Lo han atrapado entonces? —exclamó con viva emoción—. Creía que me habían engañado.
—Pues es cierto, capitán. El miserable fue encerrado por una semana en los subterráneos del fuerte William.
—¿Estás seguro de que es un estrangulador?
—Segurísimo, es más, es uno de los jefes más poderosos.
—¿Ha confesado algo?
—Nada, capitán; a pesar de que le hicieron padecer hambre y sed.
—¿Cómo lo atraparon?
—El bribón se había escondido en los alrededores del fuerte William y allí esperaba a su presa. Seis soldados habían ya caído bajo su infalible lazo, y sus cadáveres habían sido encontrados desnudos y con el misterioso tatuaje en el pecho. El capitán Hall, hace siete días, se puso en campaña con algunos cipayos, decidido a descubrir al asesino. Después de dos horas de infructuosa búsqueda, se detuvo bajo la fresca sombra de un boraso para descansar un poco. De repente sintió un lazo caer sobre su cabeza y estrecharle el cuello. Saltó en pie aferrando estrechamente la cuerda y se arrojó sobre el estrangulador pidiendo ayuda. Los cipayos estaban un poco alejados. Cayeron sobre el indio que se debatía furiosamente, rugiendo como un león, y lo derribaron.
—¿Y dentro de una hora ese hombre estará aquí? —preguntó el capitán Macpherson.
—Sí, capitán —respondió Bhârata.
—¡Al fin!
—¿Quiere saber algo de él?
—Sí —exclamó el capitán, poniéndose bastante triste.
—Usted tiene un gran dolor que procura esconderme, capitán Macpherson —dijo el sargento.
—Es verdad, Bhârata —respondió Macpherson con voz sorda.
—¿Por qué no me lo cuenta todo? Quizá podría serle más útil.
El capitán no respondió. Se había puesto más sombrío y su mirada se había puesto húmeda.
Se comprendía que un atroz dolor, en aquel momento había abatido su fuerte ánimo.
—Capitán —dijo el sargento, emocionado por aquel imprevisto cambio—. ¿He quizá despertado en su mente dolorosos recuerdos? Perdóneme, no lo sabía.
—No tengo nada que perdonarte, mi buen Bhârata —respondió Macpherson, estrechándole fuertemente la mano—. Es justo que tú sepas todo.
Se alzó, dio tres o cuatro pasos con la cabeza inclinada sobre el pecho y los brazos estrechamente cruzados, luego volvió a sentarse al lado del sargento. Una lágrima le rodó silenciosamente por la bronceada mejilla.
—Corría el año 1849 —dijo con voz que en vano se esforzaba por expresar firmeza—. Mi mujer llevaba muerta varios años, fallecida por el cólera y me había dejado una niña, bella como un botón de rosa, de cabellos negros, los ojos grandes, dulces y centelleantes como diamantes. Me acuerdo todavía cuando brincaba por las sombrías sendas del parque, persiguiendo las mariposas; recuerdo todavía aquellas tardes, cuando, sentada a mi lado, a la sombra de un gran tamarindo, yo tocaba el sitar y cantaba las canciones de mi lejana Escocia. ¡Oh! ¡cómo era feliz en aquellos tiempos... Ada, mi pobre Ada...!
Un estallido de llanto ahogó su voz. Escondió la cabeza entre las manos por algunos minutos. Bhârata lo oyó sollozar como un niño.
—Capitán, coraje —dijo el sargento.
—Sí, coraje —murmuró el capitán limpiándose, casi con rabia, las lágrimas—. Hacía mucho tiempo que no lloraba. Esto me hace bien, algunas veces.
—Continúe, si no le molesta.
—Tienes razón —dijo Macpherson, con la voz quebrada.
Se quedó unos instantes en silencio, como bregando por recuperarse de aquel feroz golpe, y luego continuó:
—Una mañana la población de Calcuta fue presa de un vivo espanto. Los thugs, o estranguladores si lo prefieres, habían fijado sobre los muros y los troncos de los árboles un manifiesto, con el cual advertían a los habitantes que su diosa pedía una muchacha para su pagoda. Sin saber por qué, fui presa de un gran estremecimiento; presagié que una desgracia estaba cerca. Hice embarcar, esa misma tarde, a mi hija y la encerré dentro de los muros del fuerte William, seguro de que los thugs no llegarían hasta ella. Tres días después, no lo creerás, mi Ada se despertaba con un tatuaje de los estranguladores en los brazos.
—¡Ah! —exclamó Bhârata, palideciendo—. ¿Y quién iba a tatuarla?
—No lo supimos nunca.
—¿Un thug entonces había penetrado en el fuerte?
—Así debe ser.
—¿Tienen afiliados entre nuestros cipayos, quizá?
—Su secta es inmensa, Bhârata, y tienen afiliados en toda la India, en la Malasia y hasta en China.
—Adelante, capitán.
—Yo que entonces no había conocido el miedo, aquel día lo sentí. Comprendí que mi hija había sido elegida por la monstruosa diosa y redoblé la vigilancia. Comíamos juntos, dormía en la estancia contigua, había centinelas que velaban día y noche delante de su puerta. Todo fue inútil, una noche mi hija desapareció.
—¡Su hija desapareció! ¿Pero cómo?
—Una ventana había sido desfondada, los estranguladores habían entrado y la habían raptado. Los afiliados habían vertido un potente narcótico en nuestro vino y nadie oyó nada, ni se dio cuenta de nada.
El capitán presa de una indecible emoción, se detuvo.
—La busqué por largos años —prosiguió después de algunos minutos de dolorosa tregua—, pero no llegué a encontrar ni siquiera su rastro. Los estranguladores la habían arrastrado a su inaccesible cueva. Cambié de nombre asumiendo el de Macpherson, para mejor actuar y emprendí una campaña terrible, despiadada en su contra. Centenares de aquellos hombres cayeron en mis manos y los hice morir entre los más atroces tormentos, esperando arrancarles una confesión que me pusiera sobre el rastro de mi pobre Ada, pero todo fue en vano. Cuatro largos años han pasado y mi hija está todavía en las manos de aquellos hombres...
El capitán no se contuvo más y por segunda vez estalló en sollozos.
A lo lejos se oyó el toque de una trompeta. Ambos se alzaron precipitadamente, corriendo hacia el río.
—¡Ahí están! —gritó Bhârata.
De los labios del capitán Macpherson salió como un sordo rugido y en sus ojos se deslizó un relámpago de feroz alegría.
Descendió a la orilla y vio, a quinientos o seiscientos metros de distancia, un gran bote que descendía con gran rapidez la riada. A bordo se divisaban algunos cipayos con las bayonetas enastadas en las carabinas.
—¿Lo ves? —preguntó con los dientes apretados.
—Sí, capitán —respondió Bhârata—. Está sentado a popa, entre dos cipayos y bien encadenado.
—¡Pronto! ¡pronto! —gritó el capitán.
El gran bote redobló la velocidad y llegó a encallar cerca del capitán. Seis cipayos, con los rostros bronceados y orgullosos, con el casquete, el collar y los puños bordados en oro y plata, desembarcaron.
Detrás de ellos descendieron otros dos cipayos, teniendo fuertemente estrechado por los brazos al estrangulador Negapatnan.
Era éste un indio alto de casi seis pies, delgado y ágil. Su cara era atroz, barbuda, cobriza y sus ojos pequeños brillaban como los de una serpiente en cólera.
En medio del pecho tenía tatuada en azul, la serpiente con la cabeza de mujer, rodeada de muchos signos indescifrables. Un pequeño dhoti de seda amarilla le ceñía las caderas y una especie de turbante también de seda amarilla, rematado con un diamante grande como una avellana, le cubría la cabeza perfectamente afeitada y untada con aceite de coco.
Al ver al capitán Macpherson se estremeció, y una profunda arruga se dibujó en su frente.
—¿Me conoces? —preguntó el capitán, a quien no se le había escapado aquel estremecimiento por rápido que fuese.
—Tú eres el padre de la virgen de la pagoda sagrada —respondió el indio.
Un rubor subió por el rostro del capitán.
—¡Ah! ¡Tú lo sabes! —exclamó.
—Sí, sé que eres el capitán Harry Corishant.
—No, el capitán Harry Macpherson.
—Sí, ya que ha cambiado su nombre.
—¿Sabes por qué te hice conducir aquí?
—Supongo que es para hacerme hablar, pero será un intento vano.
—Eso es cosa mía. A la villa, mis valientes, y estén en guardia. Los thugs pueden estar cerca.
El capitán Macpherson recogió la carabina, la armó y se puso a la cabeza de la pequeña columna, tomando un sendero abierto entre una floresta de nag champa, bellísimos árboles, con cuyas flores se ornamentan las elegantes de Bengala y cuya madera es tan dura que le valió el nombre de madera de hierro. Habían ya recorrido un cuarto de milla, sin encontrar a nadie, cuando en el medio del bosque se oyó el lastimero alarido del chacal.
El estrangulador Negapatnan a aquel grito alzó vivamente la cabeza y lanzó una rápida mirada bajo la floresta. Los cipayos que caminaban a su lado, hicieron oír una sorda exclamación.
—Esté en guardia, capitán —dijo Bhârata—. El thug ha advertido algo.
—¿Quiźa la presencia de amigos?
—Puede ser.
El mismo grito se hizo oír, pero más fuerte que antes. El capitán Macpherson giró a derecha del sendero.
—¡Rayos y truenos! —exclamó—. Esto no es un chacal.
—Estén en guardia —repitió el sargento—. Es una señal.
—Alarguemos el paso.
El pelotón reanudó el movimiento, con las carabinas dirigidas a los dos lados del sendero.
Diez minutos después llegaron, sin más, ante la finca del capitán Macpherson.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Comienzo de la segunda parte de la novela con un corte abrupto en la historia. ¿Qué será de Tremal-Naik, Kammamuri, Ada, Darma y Punthy? Habrá que seguir esperando...

Cuando Macpherson narra los acontecimientos del rapto de su hija, en el original, los ubica en 1853 y dice que lleva 4 años de búsqueda. Para que coincida el tiempo de búsqueda y después tenga sentido con lo que se cuenta en la novela Los piratas de la Malasia, mantuve estos 4 años de búsqueda, pero ajusté el año a 1849, para que coincidiera. En el original igualmente no cerraba porque la habían raptado en 1853 y la historia transcurre en 1855.

Macpherson:En la edición italiana del libro “L'India vaggio nell'India centrale e nel Bengalia” (Louis Rousselet, 1877) se nombra a un capitán Macpherson en China y posteriormente en Calcuta, autorizando los sacrificios humanos agrícolas de la tribu drávida Khonds, de Bengala, que los ingleses anteriormente habían prohibido. En dichos sacrificios, la víctima, llamada Meriah era drogada con opio y luego se le daba muerte golpeándolo hasta romperle los huesos, estrangulándolo, cortándolo en pedazos o quemándolo a fuego lento en un brasero.

Nag champa: “Nagatampo” en el original, es el nombre hindi de la flor anaranjada del árbol tropical perenne Mesua ferrea con fragancias que se utilizan para incienso.

Artocarpus: “Artocarpi” en el original, son árboles o arbustos de la familia de las Moráceas, con jugo lechoso, ramos a veces nudosos, hojas alternas y simples. El árbol de jack pertenece a esta familia.

Madreperla: Molusco lamelibranquio, con concha casi circular, de diez a doce centímetros de diámetro, cuyas valvas son escabrosas, de color pardo oscuro por fuera y lisas e iridiscentes por dentro. Se cría en el fondo de los mares intertropicales, donde se pesca para recoger las perlas que suele contener y aprovechar el nácar de la concha.

Moor-punkee: “Mur-punky” en el original, es un tipo de embarcación de placer de la India con un pavo real como mascarón de proa. Viene del hindú “morpankhi”, literalmente “cola de pavo real (mor)”.

Pagaya: “Pagaie” en el original, es un remo filipino, especie de zagual, pero más largo y de pala mayor, sobrepuesta y atada con bejuco (planta trepadora). Sirve indistintamente para bogar y sustituir al timón, como la espadilla.

Bhârata: En sánscrito significa literalmente “que desciende de Bharata”. Mientras que Bharata significa literalmente “ser mantenido” o “siendo mantenido”.

Negapatnan: Antigua forma en la que se escribe “Nagapattinam”, localidad del sur de la India y capital del distrito del mismo nombre en el estado Tamil Nadu.

Fuerte William: Construido en 1758, está ubicado en la orilla este del Río Hugli en Calcuta. Lleva el nombre del rey Guillermo III de Inglaterra e Irlanda y II de Escocia. Está en frente del Maidan, el mayor parque urbano de la ciudad.

Boraso: “Borasso” en el original, es el nombre común del “Borassus flabellifer”, árbol robusto que puede vivir 100 años o más y alcanzar 30 metros de altura. De hojas largas, en forma de abanico de 2 a 3 metros de longitud. Sus flores son pequeñas, densamente agrupadas en espigas, seguidas por grandes y redondos frutos de color marrón.

Sitar: Instrumento musical tradicional de la India y Pakistán, de cuerda pulsada, similar a una guitarra, laúd, etc. Se identifica por su sonido metalizado.

Bayoneta: “baionette” en el original, es un arma blanca que usan los soldados de infantería, complementaria del fusil, a cuyo cañón se adapta exteriormente junto a la boca.

Enastar: Poner el mango o asta a un arma o instrumento.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 6 pie equivalen a 1,83 m.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 0,25 mi equivalen a 0,40 km.

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