miércoles, 1 de mayo de 2013

XVI. A través de las cavernas


El subterráneo de Rajmangal, habitado por los sectarios de Kali, era tan vasto, quizá mucho más que los famosos subterráneos de Mahabalipuram y de Ellora.
Infinitas galerías surcaban el subsuelo en mil direcciones, algunas tan bajas que no permitían mantener en pie a un hombre, otras altísimas y vastas, algunas derechas, otras tortuosas que subían a tocar la superficie pantanosa de la isla o que descendían a las entrañas de la tierra.
Aquí antros horribles, húmedos, fríos, oscurísimos, por siglos y siglos deshabitados; allá cavernas, grutas, pagodas adornadas con monstruosas y extravagantes figuras de la mitología hindú y llenas de columnatas, y también más allá pozos que se metían en subterráneos más tenebrosos y quizá aún ignorados por los estranguladores.
Tremal-Naik, dado el golpe, se había lanzado bajo las negras bóvedas de la primera galería que halló ante él, seguido por Kammamuri y el tigre.
No sabía adónde iba a terminar, pero no le importaba tanto.
No se veía, pero no se daba, al menos por el momento, pensamiento alguno.
Le bastaba huir, le bastaba interponer entre sí y los estranguladores el mayor espacio posible, antes de que se repongan de la sorpresa y del terror causado por la repentina aparición del tigre, y de que se organizaran para la cacería humana.
Había arrojado una parte de su munición para estar más liviano y corría con la máxima velocidad, sin desviarse.
Entre los brazos estrechaba siempre a la joven desmayada y, poniendo todo cuidado en salvaguardarla de cualquier golpe, repetía de vez en cuando:
—¡Salvada! ¡Salvada...! ¡Me vuelvo loco...!
Y en su excitación encontraba siempre mayores fuerzas; aquel fardo parecía más liviano y precipitaba la rapidísima carrera, temeroso de ser alcanzado por sus feroces enemigos.
Lo tenía a Kammamuri detrás con gran fatiga, andando a tientas en la oscuridad, flanqueado por el fiel Darma que hendía el espacio con impulsos inmensos, emitiendo de vez en cuando un sordo maullido.
—Frene, amo —repetía el pobre maratí—. Me pierdo.
Tremal-Naik en cambio redoblaba siempre la marcha y respondía invariablemente:
—¡Más adelante...! ¡más adelante...! ¡Salvada...! ¡Salvada...! ¡me vuelvo loco...!
Corrió por diez minutos, cuando chocó furiosamente contra una pared que le cerraba el paso. El choque fue tan fuerte, que cayó pesadamente a tierra arrastrando a Ada.
Se alzó prontamente teniendo siempre apretada entre sus brazos a la joven y chocó contra Kammamuri que, transportado por el impulso, estuvo por romperse el cráneo contra la pared.
—¡Amo! —exclamó el maratí, aterrado—. ¿Qué sucede?
—¡El camino está cerrado! —exclamó Tremal-Naik dirigiendo alrededor una mirada feroz.
—Paremos, amo.
Tremal-Naik estaba por responder, cuando a lo lejos se oyeron alaridos espantosos. Dio un salto atrás emitiendo un grito de rabia y de desesperación.
—¡Los thugs!
—¡Amo...!
—¡Corre, Kammamuri, corre...!
Giró a la derecha y reemprendió la carrera, pero después de diez pasos volvió a chocar. Se le erizaron los cabellos de la cabeza.
—¡Maldición! —tronó—. ¿Estamos entonces encerrados?
Se precipitó a izquierda y chocó contra una tercer pared. El tigre, que también se había precipitado contra las rocas, hizo oír un maullido que cambió rápidamente en un formidable rugido.
Tremal-Naik se dirigió hacia atrás. Tuvo por un instante la idea de retornar sobre sus propios pasos para buscar otra galería, pero el temor de encontrarse repentinamente ante los sectarios, lo detenía.
Si hubiera estado solo, no habría dudado en lanzarse en medio de la horda que estaba por encerrarlo en aquel antro, sin embargo estaba seguro de salir herido de la lucha desigual.
Pero intentarlo, ahora que había arrancado de la muerte a la mujer que amaba; intentarlo ahora que había logrado su propósito, lo espantaba.
Y no obstante era necesario salir a toda costa de aquella caverna, que podía convertirse, en breves instantes, en una tumba.
—¿Pero estoy entonces maldito por los númenes? —exclamó furioso—. ¿Deberé entonces perecer ahora que aprieto entre mis brazos a la mujer que me debía hacer feliz? ¡Ah no! ¡no, Ada, no te tendrán aquellos hombres, tendré que dejar la vida en la lucha!
Se puso a retroceder con lentos pasos, con los ojos fijos bajo la galería y las orejas aguzadas, luego se inclinó y puso dulcemente en tierra a la joven. Se arrancó con rápido gesto las pistolas de la cintura y las armó.
—¡Darma! —dijo.
El tigre se le acercó.
—Permanece cerca de esta mujer —ordenó Tremal-Naik—. No te muevas si no cuando te llame. Si alguien se acerca, descuartízalo sin piedad.
—¿Qué va a hacer, amo? —preguntó Kammamuri.
—Es necesario salir de aquí —dijo Tremal-Naik—. Iremos a buscar una galería que nos permita retirarnos a un lugar seguro. Ven, Kammamuri.
El maratí, después de haber vagado por algunos minutos en la oscuridad lo alcanzó. Se oyó el rumor de las pistolas que armaba.
—Estoy listo, amo —dijo.
—Vamos, mi valiente amigo.
—¿Y si nos encontramos con los thugs?
—Nos retiraremos y daremos batalla.
Los dos indios recobraron la galería, y no sin una viva emoción se encaminaron. Tremal-Naik, volviéndose, vio entre la oscuridad los ojos verdes del tigre.
—Puedo confiarme —murmuró—. No temas, Ada, que nosotros te salvaremos.
Sofocó un suspiro y siguió adelante, caminando encorvado y en puntas de pie, tanteando con una mano la pared izquierda. Kammamuri, cinco pasos detrás, tanteaba la pared derecha. Avanzaron por pocos minutos, luego se detuvieron ambos, conteniendo la respiración. Se oía en el fondo de la galería un leve rumor, como un temblor. Se habría dicho que una o varias personas venían adelante, arrastrándose como serpientes.
Tremal-Naik atravesó la galería y fue a chocar con Kammamuri que se estremeció profundamente.
—¿Quién es? —preguntó éste en voz baja, apuntándole al pecho con una pistola.
—¿Has oído? —preguntó Tremal-Naik.
—¡Ah! ¿es usted, amo? Sí, he oído un leve rumor. Alguien avanza arrastrándose.
—¿Los estranguladores, quizá?
—Creo que son ellos, amo.
Tremal-Naik se estremeció de pies a cabeza y se volvió hacia la caverna.
Los ojos del tigre no brillaban más. Una vaga inquietud se apoderó de él.
—¡Qué ocurrirá! —murmuró.
Dio algunos pasos atrás como si quisiera retornar, pero se detuvo de súbito, oyendo a poca distancia una leve respiración. Aferró la mano de Kammamuri y la apretó fuerte fuerte.
—¿Nada? —murmuró una voz.
—Nada —respondió otra voz apenas distinta.
—¿Hemos perdido el camino?
—Eso temo.
—¿Sabes adónde vamos?
—Creo que sí.
—¿Hay pasajes?
—No me parece.
—¿Escondites?
—Un pozo, si bien recuerdo.
—¿Qué hay allá abajo?
—Imposible saberlo.
—¿Quieres seguir?
—Prefiero regresar.
—¿Quién nos sigue?
—Nadie, pero a trescientos pasos, parados en los ángulos tenemos a los hermanos.
—¿No podrán salir de aquí, entonces?
—No, porque nuestros hermanos velan.
—Regresemos y más tarde volveremos a buscar en la caverna.
Se oyó un leve frotar que poco a poco se hizo más ligero, hasta que cesó del todo.
Tremal-Naik volvió a aferrar la mano de Kammamuri.
—¿Has oído?
—Todo, amo —respondió el maratí.
—Todas las salidas están cerradas.
—Nos conviene retroceder, amo.
—Pero más tarde regresarán y quizá nos descubran.
—No sé qué decir.
—¿Si forzásemos el paso? Trescientos pasos se pueden recorrer sin ser oídos.
—¿Y Ada?
—La llevaré yo y nadie se atreverá a tocarla.
—Pero al primer arcabuzazo tendremos encima a todos los sectarios. El eco se propaga rápidamente en estas galerías.
Tremal-Naik se desgarró el pecho con las uñas.
—¿Deberé entonces perderla? —murmuró con acento desesperado.
—¿Y si descendemos en el pozo? —dijo Kammamuri.
—¿En el pozo?
—Sí, ¿no los ha oído hablar de un pozo? Quizá se meta en alguna galería que nos conduzca al aire libre.
—¿Si fuera cierto?
—Regresemos, amo.
Tremal-Naik no se lo hizo repetir dos veces. Alcanzaron el muro y lo siguieron hasta que se encontraron en el antro. El tigre hizo oír su sordo gruñido.
—Calla, Darma —dijo.
Se le acercó y se bajó hacia tierra.
—Ada, Ada —repitió con viva ansiedad.
Nadie respondió a la llamada, pero sintió a mano el cuerpo gélido de la joven.
Hurgó en dirección del corazón y lo sintió latir. Un gran suspiro salió de sus labios.
—No será nada —dijo—. Volverá en sí.
—¿Lo cree, amo? —preguntó Kammamuri.
—Sí, volverá en sí, y dentro de pocos minutos. La emoción que sintió debió haber sido fuerte. Vamos, rodeemos el pozo, Kammamuri.
—Déjeme a mí, amo. Piense en su Ada, e impida que nadie entre en la caverna.
Se puso a buscar, andando un poco a derecha y un poco a izquierda, a tientas, avanzando, retrocediendo y a menudo bajándose. Cuatro veces fue a chocar contra las paredes sin haber encontrado nada y otras tantas veces regresó cerca del amo. Ya desesperaba de poderlo hallar, cuando se encontró junto a un parapeto que, según sus cálculos, debía surgir casi en el medio de la caverna.
—Este debe ser el pozo —murmuró.
Se alzó haciendo avanzar las manos sobre el pequeño muro y sintió que a unos metros del suelo se doblaba. Giró alrededor, luego se inclinó sobre el parapeto y miró abajo. No vio más que oscuridad.
Tomó una bala de carabina y la dejó caer. Después de dos segundos oyó un sordo ruido.
—Bien, el pozo no tiene agua y no es tan profundo. ¡Amo! —llamó.
Tremal-Naik alzó con precaución a la joven y lo alcanzó.
—¿Y bien? —preguntó él.
—La fortuna está con nosotros. Podemos descender.
—¿Hay alguna gradería?
—No me parece. Descenderé yo primero.
Se ligó a través del cuerpo una cuerda que había traído con él, puso la extremidad en las manos de Tremal-Naik y se dejó caer de a poco intrépidamente en el pozo agitando las piernas en el vacío. El descenso duró un cuarto de minuto como máximo, después de lo cual Kammamuri puso los pies en un terreno bien pulido que resonó como si hubiera estado vacío.
—Alto, amo —dijo.
—¿Oyes algo? —preguntó Tremal-Naik, inclinándose sobre el parapeto.
—No veo, ni oigo nada. Deje caer de a poco a la joven, luego déjese caer abajo. No hay más de ocho pies.
Ada, atada debajo de las axilas, pasó entre los brazos de Kammamuri, luego Tremal-Naik se dejó caer abajo llevando consigo la cuerda.
—¿Cree que nos encontrarán aquí? —preguntó el maratí.
—Quizá, pero creo que la defensa será fácil.
—¿Habrá algún pasaje?
—No lo creo, de todos modos nos aseguraremos más tarde. Tú permanece aquí con el tigre; yo encenderé una antorcha que he traído e intentaré volver en sí a Ada.
Tomó a la joven y la transportó cincuenta pasos más lejos, mientras que el tigre con un gran salto se precipitaba en el pozo, tendiéndose al lado del maratí.
Se arrancó la amplia faja de cachemira, la tendió por tierra, puso sobre ella a la joven y se arrodilló al lado, luego dio fuego a una pequeña antorcha resinosa. Enseguida una luz azulada iluminó el subterráneo. Este era bastante amplio, con las paredes de piedra aquí y allá agrietadas y extrañamente esculpidas. La bóveda estaba también adornada con esculturas representando cabezas de elefantes y divinidades indias y se alzaba, en el medio, hacia la boca del pozo, formando una especie de gigantesco embudo invertido.
Tremal-Naik, extremadamente emocionado, pálido, tembloroso se inclinó sobre la joven y le desabrochó la coraza de oro cuyos diamantes enviaban destellos de luz viva. Esta bella criatura estaba fría como un mármol y blanca como el alabastro. Tenía los ojos cerrados y rodeados por un círculo azul, las facciones alteradas y los labios semiabiertos que dejaban al desnudo los candidísimos dientes: se hubiera dicho que estaba muerta.
Tremal-Naik le realzó delicadamente los largos y negros cabellos que le caían sobre la nívea frente y la contempló por algunos instantes, reteniendo incluso la respiración.
Poco después la tocó en la frente y aquel contacto arrancó a la joven un leve suspiro.
—¡Ada...! ¡Ada...! —exclamó el indio.
La cabeza de la joven inclinada sobre uno de sus hombros, se alzó lentamente, luego los párpados se abrieron y la mirada se fijó en el rostro de Tremal-Naik. Un grito salió de aquellos labios.
—¿Me reconoces, Ada? —preguntó Tremal-Naik.
—¡Tú... tú aquí, Tremal-Naik! —exclamó ella con voz débil—. No... no es posible... ¡Dios, haz que no sea un sueño...!
Inclinó la cabeza sobre su pecho y estalló en lágrimas.
—¡Ada! —murmuró Tremal-Naik, aterrorizado—. ¿Por qué lloras...? ¿No me amas más entonces...?
—¿Pero eres tú, tú mismo, Tremal-Naik?
—Sí, Ada, yo, justo a tiempo para salvarte.
Ella realzó la cara bañada de lágrimas. Sus pequeñas manos estrecharon afectuosamente las del valiente indio.
—¡No, no es un sueño! —exclamó ella riendo y llorando al mismo tiempo—. ¡Sí, eres tú, tú mismo...! ¿Pero dónde estoy...? ¿Por qué estas húmedas paredes...? ¿Por qué aquella antorcha...? Me temo, Tremal-Naik...
—Estás cerca mío, Ada, a salvo de los golpes del enemigo. No tengas miedo que yo te defiendo.
Ella lo miró por algunos instantes con una extraña fijación, luego se puso más pálida que una muerta y le temblaron todos los miembros.
—¿He soñado? —murmuró ella.
—No has soñado —dijo Tremal-Naik que adivinó su pensamiento—. Ellos estaban por sacrificarte a su espantosa divinidad.
—Sacrificarme... Sí, sí, lo recuerdo todo. Me habían ofuscado la razón, me habían prometido felicidad en el paraíso de Kali... sí, sí, recuerdo que me arrastraron bajo las galerías... que me aturdieron con sus alaridos; el fuego ardía ante mí... estaban por arrojarme a las llamas... ¡horror...! ¡Tengo miedo...! ¡Tengo miedo, Tremal-Naik!
El indio le respondió con voz conmovida.
—No tiembles, bella virgen de la pagoda, estás cerca mío, junto al cazador de serpientes que jamás tuvo miedo, defendida por el fuerte brazo de Kammamuri y por las garras de mi fiel Darma.
—No, no tendré miedo, a tu lado, valeroso Tremal-Naik. ¿Pero cómo es que estás aquí? ¿Cómo es que llegaste a tiempo para salvarme? ¿Qué te sucedió después aquella noche horrible que fui arrancada de la pagoda? Cuánto he sufrido, Tremal-Naik, desde ese momento. ¡Cuántas lágrimas, cuánta angustia, cuántos tormentos! Creí que los miserables te habían asesinado y había ya perdido toda esperanza de volver a ver al hombre que había prometido salvarme.
—¿Y yo, crees que no he sufrido en mi jungla, lejos de ti? ¿Crees que no he sentido los tormentos, cuando golpeado en el pecho por el puñal de los asesinos, languidecía impotente en el fondo de una hamaca?
—¿Qué...? ¿Tú apuñalado?
—Sí, pero ahora no llevo más que la cicatriz.
—¿Y tú has venido otra vez a esta isla maldita?
—Sí, Ada, y habría venido aunque hubiera sabido que no iba a regresar vivo a mi jungla. Un miserable me había confesado que tú corrías el peligro de ser sacrificada a la divinidad de estos hombres. ¿Podía yo permanecer en la jungla negra? Partí, mejor dicho volé, descendí en estas cavernas y caí en medio de la horda. Apenas te arranqué de sus garras huí y aquí me escondí con mis compañeros.
—¿No estamos entonces solos aquí?
—No, están el valiente Kammamuri y Darma.
—¡Oh! Quiero ver a estos compañeros tuyos.
—¡Kammamuri! ¡Darma!
El maratí y el tigre se acercaron al amo.
—He aquí Kammamuri —dijo Tremal-Naik—, un verdadero valeroso.
El maratí cayó a los pies de la joven besando la mano que le ofrecía.
—Gracias, mi buen amigo —dijo.
—Ama —respondió Kammamuri—, mi buena ama, soy tu esclavo. Haz de mí lo que quieras. Seré feliz de perder mi vida por tu libertad y...
Se detuvo de repente saltando en pie. Tremal-Naik, a pesar de su extraordinario coraje, se estremeció.
Un lejano fragor se había repentinamente oído e iba acercándose rápidamente.
—¿Llegaron? —se preguntó Tremal-Naik, estrechando con la izquierda la mano de su prometida y aferrando con la derecha una pistola.
El tigre envió un sordo gruñido.
El ruido se acercaba cada vez más. Pasó sobre sus cabezas haciendo temblar la bóveda de la caverna, luego cesó todo de golpe.
—Amo —murmuró Kammamuri—, ¡apague el fuego!
Tremal-Naik obedeció y los cuatro se sepultaron en la oscuridad. El mismo fragor volvió a repetirse, pasó sobre sus cabezas y como antes cesó cerca del pozo. Ada tembló tan fuerte, que el indio acudió a ella.
—Estoy aquí para defenderte —le dijo—. Nadie descenderá aquí abajo.
—¿Qué es esto? —preguntó Kammamuri—. ¿No sabe nada, Ada?
—Este ruido lo he oído ya —respondió con un hilo de voz la joven—. No supe nunca qué significaba, ni qué lo producía.
El tigre emitió un segundo gruñido y miró fijo fijo la boca del pozo.
—Kammamuri —dijo Tremal-Naik—, alguien se acerca.
—Sí, el tigre lo ha escuchado.
—Permanece junto a Ada. Yo voy a ver si descienden.
La joven se aferró a él, temblando con un fuertísimo espanto y:
—¡Tremal-Naik! ¡Tremal-Naik! —murmuró con voz apenas perceptible.
—No temas, Ada —respondió el indio, que en aquel instante habría luchado contra mil hombres.
Se liberó de los brazos de su prometida, y se acercó al pozo con la cuchilla entre los dientes y la carabina armada. El tigre lo seguía, gruñendo.
No había hecho diez pasos cuando oyó en lo alto un leve susurro. Pasó la mano sobre la cabeza de Darma como para encomendarle silencio, y se acercó con mayor precaución, deteniéndose bajo la abertura del pozo.
Miró arriba, pero la oscuridad era demasiado densa para distinguir algo. Aguzando bien la oreja, recogió un leve cuchicheo. Se habría dicho que algunas personas hablaban cerca del pequeño muro.
—Aquí —murmuró—. A nosotros dos, Suyodhana.
No había aún terminado que un resplandor iluminó la sobresaliente caverna.
Como era rápido, Tremal-Naik divisó, inclinados sobre el pozo, seis o siete indios.
Apuntó rápidamente la carabina y enderezó el cañón hacia el parapeto que estaba de frente.
—Están aquí abajo —dijo una voz.
—He divisado a nuestro hombre —dijo otra.
Tremal-Naik apretó el gatillo. La detonación fue cubierta por un clamor espantoso.
Un estrépito retumbó sobre el pozo y todo fragor repentinamente cesó. Tremal-Naik descargó una de sus pistolas. Una exclamación de rabia se le escapó.
—¡Ah miserables! —gritó.
Kammamuri y Ada se lanzaron, de común acuerdo, hacia él.
—¡Tremal-Naik! —exclamó la joven, tomándole una mano—. ¿Estás herido?
—No, Ada, no estoy herido —respondió el indio obligándose a parecer calmo.
—¿Aquel estrépito...?
—Han cerrado el pozo, pero saldremos de aquí, oh mi Ada, te lo prometo.
Encendió la antorcha y llevó a su prometida lejos, haciéndola sentar sobre la cachemira.
—Estás cansada —le dijo dulcemente—. Procura descansar, mientras nosotros buscamos un pasaje. Mientras estés con nosotros, no correrás peligro alguno.
La joven deshecha por tantas emociones, a pesar de la inminencia del peligro, le obedeció y se acostó sobre el mantón. Tremal-Naik y el maratí se dirigieron hacia las paredes y se pusieron a sondear con profunda atención, con la esperanza de encontrar algún pasaje que les permitiera la fuga.
Cosa extraña, incomprensible: más allá de la pared se oía de vez en cuando un denso fragor, igual a aquel oído poco antes y que hacía gruñir al tigre.
Hacía una media hora que buscaban, percutiendo las rocas con la cuchilla y descortezándolas, cuando sintieron que la temperatura del antro había cambiado, haciéndose más caliente. Tremal-Naik y el maratí sudaban como si estuvieran en una estufa.
—¿Qué quiere decir esto? —se preguntaba el cazador de serpientes, muy inquieto.
Pasó otra media hora, durante la cual la temperatura continuó elevándose. Parecía que de las rocas salieran llamas de fuego. En resumen, aquel calor se hizo insoportable.
—¿Pero es que quieren asarnos? —preguntó el maratí.
—No comprendo más nada —respondió Tremal-Naik, liberándose del dhoti.
—¿Pero de dónde viene este calor? Si continúa así, nos coceremos.
—Apresurémonos.
Reanudaron los sondeos, pero dieron un giro a la caverna sin haber descubierto pasajes.
Todavía, en un ángulo, la roca resonaba como si estuviera vacía. Se podía mellar con la cuchilla y excavar una galería.
Los dos indios regresaron junto a la joven, pero esta dormía. Se aconsejaron brevemente sobre qué hacer y decidieron proceder inmediatamente a su liberación. Empuñando las cuchillas asaltaron vigorosamente la roca, pero pronto tuvieron que parar. La temperatura se había vuelto ardiente y morían de sed. Buscaron si había algún charco de agua, pero no encontraron una sola gota.
Tenían miedo.
—¿Tendremos que morir en esta caverna? —se preguntó Tremal-Naik, arrojando una mirada desesperada a las rocas, que poco a poco se calcinaban.
En aquel instante un misterioso murmullo se hizo oír sobre sus cabezas y un enorme pedazo de roca se arrancó de la bóveda, cayendo a tierra con gran estrépito. Casi de súbito, de aquella hendidura, cayó abajo furiosamente un gran chorro de agua.
—¡Estamos salvados! —aulló Kammamuri.
—Tremal-Naik —murmuró la joven, despertada por la precipitación de la cascada. El indio se lanzó hacia ella.
—¿Qué quieres? —le preguntó.
—Me sofoco... el aire me falta. ¿Qué es este intenso calor que me deseca? Un sorbo de agua, Tremal-Naik, dame un sorbo de agua.
El cazador de serpientes la tomó entre sus robustos brazos y la llevó cerca de la cascada, donde el maratí y el tigre bebían largos sorbos.
Con las manos hizo una especie de cuenca que llenó de agua y las acercó a los labios de la joven, diciéndole:
—Bebe, Ada, hay para todos.
Le ofreció varias veces de beber y luego, a su vez, apagó su sed.
De repente el tigre emitió un rauco maullido, por tanto cayó pesadamente al suelo, debatiéndose furiosamente. Kammamuri, despavorido, se lanzó hacia la fiera, pero las fuerzas todas de repente le fallaron y cayó de espaldas con los ojos trastornados, las manos arrugadas y los labios cubiertos de baba sanguínea.
—¡A... mo...! —balbuceó, con voz apagada.
—¡Kammamuri! —gritó Tremal-Naik—. ¡Gran Shivá...! ¡Ada...! ¡Oh mi Ada...!
La joven como el tigre y Kammamuri tenía los ojos exorbitados, espuma en los labios y la cara espantosamente alterada. Agitó las manos procurando aferrarse al cuello del indio, abrió la boca como si quisiera hablar, luego cerró los ojos y se endureció. Tremal-Naik la sostenía y envió un alarido desgarrador.
—¡Ada...! ¡Ayuda...! ¡Ayuda...!
Fue su último grito. La vista se le ofuscó, los músculos se le endurecieron, una violenta conmoción lo sacudió de pies a cabeza, vaciló, se enderezó, por tanto cayó como fulminado sobre las ardientes piedras de la caverna, arrastrando consigo a su prometida.
Casi en el mismo instante sobre el pozo se oyó un estruendo, y una turba de indios se precipitó en la caverna, arrojándose sobre los cuatro fulminados.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Largo e intenso capítulo para despedir la primera parte del libro. Espero que hayan disfrutado hasta acá de la aventura, tanto como yo disfruté en traducirla. Todavía falta mucho. ¿Qué pasará con los cuatro desventurados?
El título que lleva este capítulo corresponde a la versión definitiva de 1903. En la versión original de 1895, se llamaba “El triunfo de los estranguladores”.

Mahabalipuram: “Mavalipuran” en el original, es una ciudad en el distrito de Kancheepuram en el estado de Tamil Nadu al sur de la India. Tiene monumentos históricos de los siglos VII y IX declarados por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.

Parapeto: Pared o baranda que se pone para evitar caídas, en los puentes, escaleras, etc.

Gradería: Conjunto o serie de gradas (peldaños), como las de los altares y las de los anfiteatros.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 8 pie equivalen a 2,44 m.

Alabastro: Variedad de piedra blanca, no muy dura, compacta, a veces translúcida, de apariencia marmórea, que se usa para hacer esculturas o elementos de decoración arquitectónica.

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