viernes, 24 de mayo de 2013

XIX. El salvador


Al oriente comenzaba a alborear, cuando el capitán Macpherson y Bhârata descendieron al patio del bungalow.
Estaban los dos armados con carabinas de largo alcance y grueso calibre, de pistolas y cuchillas con hoja anchísima y de doble filo. Un cipayo los seguía, llevando otras dos carabinas de recambio y algunas picas.
En pocos minutos alcanzaron el recinto en cuyo umbral barritaba ruidosamente Bhagavadi, cercado por una media docena de mahouts, o conductores de elefantes.
Bhagavadi era uno de los más grandes y más bellos koomareah que fuera encontrado en las orillas del Ganges. Era menos alto que un elefante merghee pero más vigoroso, dotado de una potencia extraordinaria, con un cuerpo macizo, patas cortas y regordetas, una trompa bastante desarrollada y dos magníficos colmillos puntiagudos, arqueados hacia arriba.
Sobre el dorso ya estaba acomodado el howdah, especie de barquilla en la que toman lugar los cazadores, sólidamente asegurado con cuerdas y cadenas.
—¿Estamos listos? —preguntó el capitán Macpherson.
—Solo falta partir —respondió el jefe de mahouts.
—¿Los batidores?
—Están ya en el límite de la jungla, con los perros.
Uno de los más hábiles mahouts se colocó sobre el cuello de Bhagavadi, armado con un gran gancho y una larga pica.
El capitán Macpherson, Bhârata y el cipayo, habiendo bajado la escala, tomaron lugar en el howdah, llevando consigo las armas.
La señal de la partida fue dada en el momento en que el sol surgía detrás del bosque de borasos, iluminando de un solo golpe la riada y sus riberas.
El elefante caminaba con paso expedito, excitado por la voz del mahout, estrellando, aplastando, bajo las enormes patas las raíces y los arbustos, y abatiendo con un vigoroso golpe de probóscide los árboles o los bambúes que le obstruían el camino.
El capitán Macpherson, subido adelante del howdah, con una carabina en mano, acechaba atentamente los grupos de plantas y las altas hierbas, en medio de las cuales podía acechar el tigre.
Un cuarto de hora después llegaron al margen de la jungla, erizada de bambúes y de montones de arbustos espinosos. Seis cipayos, con largas pértigas y armados con hachas y con fusiles, los esperaban con una manada de pequeños perros, miserables cuzcos en apariencia, pero muy valientes en realidad, indispensables para cazar al terrible felino.
—¿Alguna novedad? —preguntó el capitán, inclinándose sobre el howdah.
—Hemos descubierto las huellas del tigre —respondió el jefe de los batidores.
—¿Frescas?
—Fresquísimas; el tigre ha pasado por aquí hace media hora.
—Entonces entremos en la jungla. Suelta a los perros.
Los cuzquitos, liberados del collar, se lanzaron animosamente en medio del bambú, tras las huellas del tigre, ladrando con furor. Bhagavadi, después de haber olfateado con la probóscide tres o cuatro veces el aire a diversas alturas, se adentró en la jungla, hundiendo con su pecho la masa de vegetación.
—Estate bien atento Bhârata —dijo Macpherson.
—¿Ha divisado algo, capitán? —preguntó el sargento.
—No, pero el tigre puede haber vuelto sobre sus propios pasos y haberse emboscado entre el bambú. Sabes que esos animales son astutos, y que no temen asaltar un elefante.
—En tal caso tendrá que lidiar con Bhagavadi. No es el primer tigre que pisotea bajo sus patas o que arroja al aire para estrellarle los miembros contra cualquier árbol. ¿Ha visto al animal?
—Sí, y puedo decir que era verdaderamente gigantesco. No recuerdo haber visto un tigre tan grande ni tan ágil; daba saltos de diez metros.
—¡Oh! —exclamó el indio—. Con un salto llegará hasta el howdah.
—Si lo dejamos acercarse.
—Calle, capitán.
A lo lejos se oyeron los perros ladrar furiosamente y algún aullido lastimero. Bhârata sintió correr un escalofrío por los huesos.
—Los perros lo han descubierto —dijo.
—Y alguno ha sido destripado —añadió el cipayo que había tomado las carabinas, listas para pasárselas a los cazadores.
Una bandada de pavos reales se alzó a unos quinientos metros y voló fuera enviando gritos de terror.
—¿Uszaka? —gritó el capitán, haciendo una especie de portavoz con las manos.
—¡Atención, capitán! —respondió el jefe de los batidores—. El tigre está luchando con los perros.
—Haz sonar la retirada.
Uszaka acercó a la nariz el bansuri, especie de flauta, y sopló con fuerza emitiendo una nota aguda.
Enseguida se vio a los cipayos regresar precipitadamente y correr a refugiarse detrás del elefante.
—Ánimo —dijo el capitán al mahout—, conduce al elefante a donde ladran los perros. Y tú, Bhârata, mira bien a tu izquierda mientras yo miro a la derecha. Puede darse que tengamos que combatir contra más de un adversario.
Los ladridos continuaban cada vez más furiosos, signo infalible de que el tigre había sido descubierto. Bhagavadi apresuró el paso moviéndose intrépidamente hacia un gran matorral de bambú tulda, en medio del cual se habían metido los cuzcos.
A cien pasos de distancia encontraron a uno de los perros horrendamente destripado por un poderoso zarpazo. El elefante comenzó a dar signos de inquietud, agitando vivamente la probóscide de arriba a abajo.
—Bhagavadi lo siente —dijo Macpherson—. Esté bien atento mahout y tenga cuidado de que el elefante no retroceda o exponga demasiado su trompa. El tigre se la destrozará como hemos visto.
—Respondo por todo, amo.
Entre el bambú se alzó un formidable rugido a cual ningún grito es comparable. Bhagavadi se detuvo temblando y emitiendo sordos barritos.
—¡Adelante! —gritó el capitán Macpherson, cuyos dedos se arrugaban sobre el gatillo de la carabina.
El mahout dejó escapar un golpe de gancho sobre el paquidermo que se puso a bufar en horrible modo, enrollando la probóscide y presentando los dos puntiagudos colmillos. Dio aún diez o doce pasos luego volvió a detenerse. Del bambú se lanzó fuera, similar a un cohete, un gigantesco tigre emitiendo un formidable maullido.
El capitán Macpherson dejó partir la descarga.
—¡Rayos y truenos! —gritó irritado.
El tigre había caído entre el bambú antes de haber sido tocado. Se lanzó otras dos veces en el aire, dando saltos de doce metros y desapareció.
Bhârata hizo fuego en medio de los matorrales, pero la bala fue a estrellarse en la cabeza de un cuzquito medio destrozado, que se arrastraba penosamente entre la hierba.
—Pero tiene al diablo en el cuerpo este tigre —dijo el capitán, de muy mal humor—. Es la segunda vez que escapa a mis balas. ¿Cómo lo hace?
Bhagavadi reanudó la marcha, con mucha precaución, haciéndose primero lugar con la probóscide, pero que se apresuraba a retirar enseguida. Hizo otros cien metros, precedido por los perros que iban y venían buscando la pista del felino, luego hizo alto plantándose sólidamente sobre sus patas. Volvió a temblar y a bufar ruidosamente.
Frente a él, a menos de veinte metros, había un grupo de cañas de azúcar. Un soplo de aire impregnado de un fuerte olor salvaje, llegó hasta los cazadores.
—¡Mira! ¡mira! —gritó el capitán.
El tigre se había lanzado fuera de las cañas moviéndose con rapidez fulmínea hacia el paquidermo que se había apresurado a presentar sus colmillos.
Llegó casi abajo, escapando a las carabinas de los cazadores, se recogió sobre sí mismo y cayó en medio de la frente del elefante buscando con un zarpazo aferrar al mahout, que se había tirado atrás aullando de terror.
Ya estaba por alcanzarlo, cuando en la distancia resonaron algunas notas agudas emitidas por un ramsinga.
Sea que se espantó u otra cosa, el tigre dio una rápida media vuelta y se precipitó hacia abajo, buscando alcanzar el matorral.
—¡Fuego! —aulló el capitán Macpherson, descargando la carabina.
El felino envió un rugido tremendo, cayó, se levantó, cruzó el matorral y recayó en la otra parte, permaneciendo inmóvil como si hubiese sido fulminado.
—¡Hurra! ¡hurra! —aulló Bhârata.
—¡Buen tiro! —exclamó el capitán, deponiendo el arma todavía humeante—. Arroja la escala. —El mahout obedeció. El capitán Macpherson empuñando la cuchilla llegó a tierra y se dirigió hacia el matorral.
El tigre yacía inerte cerca de la maleza. El capitán, para su gran sorpresa, no vio en aquel cuerpo ninguna herida, tampoco por tierra manchas de sangre.
Bien sabiendo que los tigres a veces se fingen muertos para lanzarse por sorpresa sobre el cazador, estaba por volver atrás, pero le faltó tiempo.
El misterioso sonido del ramsinga volvió a resonar. El tigre a aquella nota estalló en pie, se lanzó sobre el capitán y lo derribó. Su enorme boca, erizada de dientes, se abrió de par en par por encima de él lista para triturarlo.
El capitán Macpherson, clavado al suelo, de manera de no poder moverse, ni servirse de la cuchilla, emitió un grito de angustia.
—¡A mí...! Estoy perdido.
—¡Mantente firme, ya estoy! —aulló una voz fuerte.
Un indio se arrojó fuera del matorral, aferró al tigre por la cola y con un violento tirón lo arrojó a un lado.
Se oyó un rugido furioso. El animal, loco de cólera, se había prontamente alzado para arrojarse sobre el nuevo enemigo; pero, cosa extraña, inaudita, apenas lo hubo visto dio una rápida media vuelta y se alejó con fantástica rapidez, desapareciendo entre el inextricable caos de la jungla.
El capitán Macpherson, sano y salvo, se había prontamente puesto en pie. Un profundo estupor se dibujó enseguida sobre sus facciones.
A cinco pasos de él estaba un indio de formas musculosas, grandemente desarrollado, con una cabeza soberbia, plantada sobre dos anchos y robustos hombros.
Un pequeño turbante bordado en plata cubría su cabeza y a las caderas llevaba una pequeña falda de seda amarilla, ajustada por un bellísimo chal de cachemira. Aquel hombre, que había intrépidamente afrontado al tigre no tenía ningún arma.
Con los brazos cruzados, la mirada centelleante de osadía, se quedó mirando con curiosidad al capitán, conservando la inmovilidad de una estatua de bronce.
—Si no me engaño, te debo la vida —dijo el capitán.
—Quizá —respondió el indio.
—Sin tu coraje a esta hora estaría muerto.
—Eso creo.
—Dame la mano; tú eres un valiente.
El indio estrechó, con un temblor, la mano que Macpherson le ofrecía.
—¿Puedo conocer tu nombre, oh mi salvador?
—Saranguy —respondió el indio.
—No lo olvidaré nunca.
Entre los dos sucedió un breve silencio.
—¿Qué puedo hacer por ti? —retomó el capitán.
—Nada.
Macpherson extrajo una bolsa hinchada de libras esterlinas y se la ofreció.
El indio la rechazó con noble gesto.
—No sé qué hacer con el oro —dijo él.
—¿Eres rico?
—Menos de lo que crees. Soy un cazador de tigres del Sundarbans.
—¿Pero por qué te encuentras aquí?
—En la jungla negra no hay más tigres. He subido al norte a buscar otros.
—¿Y a dónde vas ahora?
—No lo sé. No tengo patria, ni familia; vago a mi antojo.
—¿Querrías venir conmigo?
Los ojos del indio enviaron un relámpago.
—Si necesita un hombre fuerte y valeroso, que no tema ni las fieras, ni la ira de los dioses, soy suyo.
—Ven, oh valiente indio, y no tendrás que lamentarte de mí.
El capitán giró sobre sus talones, pero se detuvo de súbito.
—¿Adónde crees que ha huido el tigre?
—Muy lejos.
—¡Será posible encontrarlo!
—No lo creo. Por lo demás me encargo yo de matarlo, y dentro de no mucho tiempo.
—Regresemos al bungalow.
Bhârata, que había asistido con estupor a aquella escena, los esperaba cerca del elefante.
Se lanzó contra el capitán.
—¿Está herido, amo? —le preguntó, ansiosamente.
—No, mi bravo sargento —respondió Macpherson—. Pero si no llegaba este indio, no estaría ahora vivo.
—Eres un gran hombre —dijo Bhârata a Saranguy—. No he visto nunca un golpe similar; tú mantienes alta la fama de nuestra raza. —Una sonrisa fue la única respuesta del indio.
Los tres hombres subieron al howdah y en menos de media hora alcanzaron el bungalow ante el cual los esperaban los cipayos.
La vista de aquellos soldados hizo fruncir la frente de Saranguy. Parecía inquieto y reprimía con gran esfuerzo un gesto de desprecio. Por fortuna ninguno advirtió aquel movimiento que fue, por lo demás, rápido como un relámpago.
—Saranguy —dijo el capitán, en el momento que entraba con Bhârata—, si tienes hambre, hazte indicar la cocina; si quieres dormir, escoge la estancia que mejor te siente; y si quieres cazar, solicita el arma que más te convenga.
—Gracias, amo —respondió el indio.
El capitán entró en el bungalow. Saranguy se sentó cerca de la puerta.
Su cara se había vuelto entonces bastante oscura y sus ojos brillaron con una extraña llama. Tres o cuatro veces se alzó como si quisiera entrar en el bungalow, y siempre volvía a sentarse.
—Quién sabe qué suerte tocará a aquel hombre —murmuró con voz sorda—. Quizá la muerte. ¡Es extraño, a pesar de todo aquel hombre me interesa, a pesar de todo siento que casi lo amo! Apenas lo vi sentí mi corazón agitarse de modo inexplicable; apenas oí su voz me sentí casi conmovido. No sé, pero aquel rostro se asemeja... No puedo nombrarla...
Calló volviéndose aún más sombrío.
—¿Y estará aquí él? —se preguntó de repente—. ¿Y si no estuviera?
Se alzó por quinta vez y se puso a pasear con la cabeza baja.
Pasando delante de un recinto, oyó algunas voces que venían del interior. Se detuvo alzando bruscamente la cabeza. Parecía indeciso, miró a su alrededor como queriendo asegurarse de que estaba solo, luego se dejó caer a los pies de la empalizada, aguzando con mucha atención las orejas.
—Te lo digo yo —decía una voz—. El bribón ha hablado después de las amenazas de muerte del capitán Macpherson.
—No es posible —decía otra voz—. Esos perros de los thugs no se dejan intimidar por la muerte. He visto con mis propios ojos, decenas de thugs dejarse fusilar sin decir nada.
—Pero el capitán Macpherson tiene medios a los cuales ninguna criatura humana resiste.
—Aquel hombre es muy fuerte. Se dejará arrancar la piel, antes que decir una sola palabra.
Saranguy se volvió más atento, y acercó más la oreja a la empalizada.
—¿Y dónde crees que lo hemos encerrado? —preguntó la primera voz.
—En el subterráneo —respondió el otro—. Aquel hombre es capaz de escapar.
—Es imposible, ya que las paredes tienen un espesor enorme, más allá uno de los nuestros vela.
—No digo que escapará solo, sino ayudado por thugs.
—¿Crees que zumban por estas partes?
—La pasada noche hemos oído las señales y se me dijo que un cipayo vio sombras.
—Me haces venir escalofríos.
—¿Tienes miedo?
—Puedes creerlo. Esos malditos lazos rara vez fallan.
—Tendrás miedo entonces por poco tiempo.
—¿Por qué?
—Porque asaltaremos su cueva. Negapatnan confesará todo. Saranguy oyendo ese nombre había saltado en pie, presa de una viva excitación. Una sonrisa siniestra rozó sus labios y miró atrozmente.
—¡Ah! —exclamó con voz apenas distinguible—. ¡Negapatnan está aquí! Los malditos estarán contentos.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

¿Un nuevo hecho dudoso y otro traidor surge...? La historia se repite... Varios términos relacionados con los elefantes, para los cuales no encontré traducción.

Pica: Especie de lanza larga, compuesta de un asta con hierro pequeño y agudo en el extremo superior, que usaban los soldados de infantería.

Mahout: “Mahut” en el original, es aquella persona que maneja y conoce a un elefante. Proviene del hindi “mahaut” y “mahavat”, que significa “montador de elefantes”.

Koomareah: “Coomareah” en el original, es una de las dos castas del elefante asiático, según los bengalíes. Se los considera una raza principesca.

Merghe: Es una de las dos castas del elefante asiático, según los bengalíes. Proviene del hindi “mrigi”, “antílope” y su principal uso es la caza.

Howdah: “Hauda” en el original, es un compartimiento posicionado sobre el lomo de un elefante, u ocasionalmente sobre algún otro animal. Usado a menudo en la Antigüedad como símbolo de prestigio, como protección para la práctica de la caza mayor, o como puesto de comando.

Batidor: Hombre que levanta la caza en las batidas.

Pértiga: Vara larga.

Cuzco: “Botolo” y “botolino” en el original. No estoy seguro de si cuzco y cuzquito, respectivamente, es la traducción correcta. Hace referencia a: perro pequeño.

Portavoz: Bocina que usan los jefes para mandar las maniobras al tender los puentes militares.

Bansuri: “Bansy” en el original, es una flauta transversal alta originaria de la India, hecha de una sola pieza de bambú y que consta de seis o siete agujeros abiertos.

Saranguy: El nombre del salvador corresponde al “sarangi” (esta vez mantuve el original por tratarse de un nombre), uno de los principales instrumentos de la India, de cuerda frotada con cuerpo de madera donde salen cuatro cuerdas que son tocadas con un arco.

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