viernes, 12 de abril de 2013

XV. En la pagoda subterránea


Descendidos sin haber despertado alarma, en el subterráneo, solo quedaba buscar el gran templo de la diosa Kali, caer de improviso sobre la horda y raptar a la víctima, aprovechándose de la confusión y el espanto que provocaría la aparición de un tigre.
Pero no era fácil guiarse en la profunda oscuridad y en los corredores del inmenso subterráneo. Ni Tremal-Naik, ni el maratí conocían el camino, ni sabían en qué lugar estaba excavado el templo. Sin embargo no eran hombres de dar la espalda ni de dudar un solo momento, aún cuando miles y miles de peligros los amenazaran.
Apoyadas las manos en los muros, comenzaron a avanzar uno detrás del otro, tanteando con los pies el terreno, para no caer en cualquier abertura, y en el más profundo silencio, no sabiendo si estaban solos o si algún centinela se encontraba cerca.
En breve encontraron una amplia abertura, una especie de puerta, en cuyo umbral se pararon aguzando las orejas.
—¿Oyes algún ruido? —preguntó con un hilo de voz Tremal-Naik a su compañero.
—Ninguno, amo, fuera de los truenos.
—Es signo de que el suplicio no ha comenzado.
—Le creo, amo. Los indios practican el anumarana con gran estrépito.
—Sin embargo mi corazón late como si fuera a romperse.
—Es la emoción, amo.
—¿Crees que llegaremos a la pagoda?
—¿Y por qué no?
—Temo perderme en estos corredores. Ah, se diría que en este supremo instante, tengo miedo.
—Es imposible. ¡Miedo usted!
—Sin embargo es así. No sé si es la fiebre o la profunda emoción que se ha apoderado de mí.
—Coraje, amo, y avancemos poco a poco. Si alguien nos oye podría dar la alarma y hacer caer sobre nosotros a todos los misteriosos habitantes de esta tenebrosa caverna.
—Lo sé, Kammamuri; toma al tigre.
Tremal-Naik posó sus pies sobre un escalón viscoso y comenzó a descender con las manos tendidas hacia delante, para no chocar contra ningún obstáculo, y sus ojos bien abiertos.
Después de diez escalones encontró el piso de una galería que bajaba suavemente.
—¿Ves algo? —le preguntó a Kammamuri.
—Nada; me parece haberme vuelto ciego. ¿Será este, el camino que conduce a la pagoda?
—No lo sé, Kammamuri. Daría la mitad de mi sangre por encender un poco de fuego. ¡Qué espantosa situación!
—Adelante, amo. Temo que la medianoche esté cerca.
Tremal-Naik sintió las carnes arrugarse y el corazón latir con vehemencia furiosa.
—¡Horror! —exclamó con voz sofocada—. ¡La medianoche!
—Calle, amo, podrían oírnos.
Tremal-Naik enmudeció sofocando un gemido y se lanzó resueltamente hacia adelante, andando a tientas como un borracho, buscando con las manos las paredes.
A medida que avanzaba se sentía preso de un extraño aturdimiento. Sentía la sangre silbar en los oídos, el corazón latir cada vez más precipitadamente y arder. Había momentos en los que le parecía oír en la lejanía voces, gritos desgarradores como de personas torturadas, y le parecía vislumbrar pequeñas luces, de llamas e incluso sombras moverse alrededor y girar en la oscuridad. Había abandonado toda prudencia y caminaba rápidamente, a saltos, con los puños cerrados, los ojos exorbitados, presa de una especie de delirio. No oía ni siquiera la voz de Kammamuri, que le suplicaba que frenara su exaltación. Por fortuna, el resonar de los rayos repercutía siempre bajo las oscuras arcadas, sofocando el rumor de los pasos.
De repente, el cazador de serpientes golpeó un objeto puntiagudo que le perforó la vestimenta tocándole la carne. Se detuvo de golpe retrocediendo.
—¿Quién está ahí? —le preguntó con voz chillona, empuñando la cuchilla y alzándola.
—¿Qué ha encontrado? —preguntó el maratí, que se preparaba para arrojar adelante a Darma.
—Alguien está cerca nuestro, Kammamuri. Estate en guardia.
—¿Ha visto alguna sombra?
—No, pero fui golpeado por una lanza. La punta me tocó el pecho y por poco no me hiere.
—Sin embargo Darma no da signos de inquietud.
—¿Es que estoy equivocado? No es posible.
—¿Regresamos?
—Jamás. La medianoche quizá está por surgir. Adelante, Kammamuri.
Empezó a lanzarse hacia adelante y sintió la misma punta aguda que le penetró, esta vez, en la carne. Arrojó una sorda imprecación y alargó la mano derecha, aferrando una especie de lanza dirigida horizontalmente a la altura de su pecho.
Probó tirar de ella, pero se resistió; intentó torcerla pero no fue capaz. Tremal-Naik dejó escapar una exclamación de sorpresa.
—¿Qué significa esto? —murmuró.
—¿Pues bien, amo? —preguntó Kammamuri—. ¿Qué obstáculo es?
—Una lanza firme, quizá fija en el muro: desviémonos.
Se giró hacia la derecha y después de algunos pasos encontró una segunda lanza también fija. Su sorpresa llegó al colmo.
—Quizá es una obra de defensa —pensó— y quizá algún instrumento de tortura. Giremos a la izquierda. Algún camino encontraremos para seguir adelante.
Caminó algún trecho, luego golpeó con la cabeza una bóveda muy baja, y puso los pies sobre un escalón. De allí descendió con precaución cuatro o cinco, luego se detuvo. Su mano se encontró con la de Kammamuri y la apretó fuertemente.
—¿Oye, amo? —preguntó el maratí.
—Sí, oigo —respondió Tremal-Naik sumisamente.
—¿Qué es ese murmullo?
—No lo sé, cállate y escucha.
Aguzaron las orejas conteniendo la respiración. Cosa realmente extraña, sobre sus cabezas se oía una especie de gorgoteo que el eco de la galería repetía.
Un momento después, bajo la bóveda, apareció un disco levemente iluminado que se apagó casi de súbito. Un denso estruendo vino detrás. Kammamuri y Tremal-Naik se sintieron invadidos por una viva inquietud y aferraron las pistolas.
Pasaron algunos minutos, luego el disco reapareció y volvió a desaparecer seguido otra vez por el retumbar misterioso.
—¿Comprende algo? —preguntó el maratí.
—Creo que sí —respondió Tremal-Naik—. Este goteo y este gorgoteo hacen sospechar la presencia de agua... Quizá sobre nuestras cabezas corre un río.
—¿Y el disco que aparece y desaparece?
—Quizá es una lente de vidrio o de cuarzo. El resplandor proviene de los relámpagos y el estruendo es el trueno que resuena afuera.
—¿Lo cree, amo?
—Verdad o no, no daré un paso atrás. Medianoche está cerca.
—Estamos en un lugar horrible, amo. Tiemblo como si tuviese frío. Este silencio y esta oscuridad me dan miedo.
—¿Está inquieto Darma?
—No, amo, está tranquilo.
—Es señal de que el enemigo no está aún cerca. Sigamos adelante.
Reanudaron la marcha en la oscuridad fría y húmeda, subiendo y descendiendo, chocando a menudo la cabeza bajo la bóveda, caminando al azar seguidos siempre por el tigre, que no daba aún signo alguno de inquietud.
Pasaron otros diez minutos largos como diez horas. Los dos indios ya creían haber tomado un falso camino y estaban por regresar, cuando en una curva vieron una gran llama arder en medio de la galería. Tremal-Naik vio cerca de esta a un indio semidesnudo, apoyado en una especie de azagaya, coronada por la misteriosa serpiente. Un suspiro de alivio salió de sus labios.
—¡Finalmente! —murmuró—. Comenzaba a temer de haberme adentrado en una caverna deshabitada. Atento, Kammamuri.
—¿Tenemos el enemigo a la vista?
—Sí, hay un indio.
—¡Oh! —exclamó el maratí, estremeciéndose—. Ese hombre bloquea el camino.
—Lo mataremos.
—¿No se puede evitar?
—Sí, regresando, pero Tremal-Naik no regresa.
—Hará ruido, él gritará y tendremos a todos encima.
—Aquel hombre nos da la espalda y Darma tiene el paso silencioso.
—Esté en guardia, amo.
—Estoy decidido a todo, hasta pelear contra mil hombres.
Se inclinó hacia el tigre que miraba ferozmente al indio, mostrando los agudos colmillos y las largas garras.
—Mira a aquel hombre, Darma —dijo Tremal-Naik.
El tigre emitió un sordo gruñido.
—Ve y descuartízalo, amigo mío.
Darma miró al amo, después al indio. Sus ojos se dilataron y parecía que se incendiaban. Había comprendido lo que el cazador de serpientes deseaba. Se bajó hasta tocar con el vientre la tierra, miró una última vez a Tremal-Naik que le indicaba al indio y se alejó con paso silencioso, ondeando levemente la cola, como un gato en cólera. El indio nada había oído ni visto, volviendo la espalda al fuego. Es más, habría dicho que estaba amodorrado apoyado en la lanza.
Tremal-Naik y el maratí, con las carabinas en la mano, seguían ansiosamente los movimientos de Darma que miraba con ojos ardientes a la víctima, avanzando con precaución. Sus corazones latían fuertemente de temor. Bastaba un grito del indio, para que la alarma se propagase en el subterráneo y la audaz empresa colapse como un castillo de cartas.
—¿Tendrá éxito? —cuchicheó el maratí, al oído de Tremal-Naik.
—Darma es inteligente —respondió el cazador de serpientes.
—¿Y si fallase?
Tremal-Naik mostró un fuerte estremecimiento.
—Daremos batalla —dijo luego con firme voz—. ¡Calla y mira!
El indio no había aún oído nada, tan silencioso era el paso del feroz animal; de repente se detuvo, recogiéndose sobre sí mismo.
Tremal-Naik estrechó fuertemente la mano de Kammamuri. El tigre solo estaba a diez pasos del indio.
Pasaron dos segundos, luego el tigre dio un brinco espantoso. Hombre y animal cayeron ambos a tierra y se oyó un sordo crujido, como de huesos que se quiebran.
Tremal-Naik y Kammamuri se lanzaron hacia el fuego, enderezando las carabinas hacia el corredor.
—Bravo, Darma —dijo Tremal-Naik pasándole una mano sobre su robusta espalda. Se acercó al indio y lo levantó. El pobrecito no daba más signos de vida y estaba inundado de sangre. El tigre le había aplastado la cabeza entre los dientes.
—Está verdaderamente muerto —dijo Tremal-Naik, dejándolo caer—. Darma no podía ejecutar el golpe con mayor destreza. Verás, Kammamuri, que con este bravo compañero podremos hacer grandes cosas. Me parece que la salvación de aquella que amo, es ahora una cosa fácil.
—Lo creo también, amo. Será un bello golpe, cuando Darma se arroje en medio de la horda: pondremos en fuga a todos.
—Y nosotros aprovecharemos para raptar a Ada.
—¿Y adónde la transportaremos?
—A la cabaña primero; luego veremos si será mejor conducirla a Calcuta o más lejos.
—¡Calle, amo!
—¿Qué es?
—¡Escuche!
A lo lejos se oyó una aguda nota. Los dos indios la reconocieron enseguida.
—¡El ramsinga! —exclamaron.
Un golpe sordo y formidable resonó bajo los corredores y repercutió varias veces. Era un estruendo similar al oído la noche en que habían arribado a Rajmangal para buscar a Hurti, y que los había sorprendido tanto.
Tremal-Naik se estremeció de pies a cabeza y le pareció que las fuerzas se le centuplicaron. Dio un salto de tigre alzando la carabina.
—¡Medianoche! —exclamó, con un tono de voz que no tenía nada humano—. ¡Ada...! ¡Oh! ¡mi prometida...!
No supo decir más. Emitió un alarido estrangulado y se abalanzó furiosamente bajo la galería seguido de Kammamuri y del tigre.
Parecía una fiera, antes que un hombre. Tenía los ojos inyectados de sangre, espuma en los labios y blandía en la derecha la cuchilla lista para hundirla en cualquier obstáculo.
No tenía más miedo a nadie. Miles de indios no lo habrían detenido en su loca carrera.
El dhak continuaba redoblando, despertando todos los ecos de las cavernas y de las galerías, llamando a reunión a los sectarios de la misteriosa diosa, y a lo lejos se oían las agudas notas del ramsinga y un confuso murmullo de voces. El momento terrible se acercaba; la medianoche estaba por surgir.
Tremal-Naik duplicó la velocidad, poco le importaba que llegaran a oír sus precipitados pasos.
—¡Ada...! ¡Ada...! —Se oía la agonía y se arrojaba con la furia de un toro bajo las galerías que se sucedían unas a otras.
Un destello inmenso apareció en el fondo y un estallido de gritos atronó en los subterráneos.
—¡Ahí! —aulló Tremal-Naik con voz estrangulada.
Kammamuri se lanzó sobre él y reuniendo todas sus fuerzas lo detuvo.
—¡Ni un paso! —le dijo.
Tremal-Naik se volvió contra él rechinando los dientes.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó con feroz acento.
—Si aprecia la vida de su Ada, ni un paso más —le repitió Kammamuri agarrándolo.
—¡Déjame, maratí, déjame! ¡Tengo fiebre... me asalta el delirio!
—Es porque está fuera de sí, que no quiero que vaya adelante. Si irrumpe en aquella caverna antes de tiempo, perderemos. Frénese, amo, y nosotros la salvaremos igualmente.
—¿Eso crees? —preguntó Tremal-Naik—. Tengo el corazón que me salta furiosamente en el pecho y la sangre que me bulle. Me siento tan fuerte como para sacudir estos muros y sepultar bajo el desmonte a todos esos monstruos. ¡Oye...! ¿No has oído ese grito desgarrador?
—No he oído nada; está engañado.
—Me pareció de haber oído su voz.
—Es el delirio. Esté calmo, amo, si quiere salvarla.
—Estaré calmo, pero no nos detengamos aquí, Kammamuri.
—No, no nos detendremos. Venga conmigo, pero si comete una imprudencia, yo lo abandono. Deme la mano.
Kammamuri agarró la izquierda de Tremal-Naik y se adentraron hacia la caverna. Poco después se detenían detrás de una enorme columna donde podían ver sin ser descubiertos.
Un extraño espectáculo se ofreció enseguida a sus ojos.
Ante ellos se abría una vastísima caverna excavada en el granito rojo como los famosos templos de Ellora, sostenida por veinticuatro columnas adornadas de esculturas más o menos extrañas, de cabezas de elefantes, cabezas de león y divinidades. A los pies de ellos se divisaba a Párvati, diosa de la muerte, sentada sobre un león, y la diosa Ganesha con sus ocho brazos, sentada entre dos elefantes que enlazan sus trompas sobre su cabeza.
En los cuatro ángulos estaban las estatuas de Shivá y en el medio una diosa monstruosa con una lengua roja que le salía de la boca, un cinturón de manos y un collar de cráneos, una diosa similar a aquella que Tremal-Naik había visto en la pagoda.
De la bóveda, cubierta de altorrelieves, representando los combates de Rama contra el tirano Rávana, raptor de la bella Sita y las guerras de los Kaurava y de los Pándava, que contendieron por largo tiempo por la posesión de Brahma Sthala, pendían numerosas lámparas de bronce que esparcían alrededor una luz azulada, lívida, cadavérica.
Cuarenta indios semidesnudos con la serpiente tatuada en sus pechos, el lazo de seda ajustado alrededor de los riñones y el puñal en mano, estaban sentados alrededor a modo de los musulmanes, es decir con las piernas cruzadas, mirando la monstruosa divinidad de bronce. Uno de ellos estaba cerca de un enorme tambor, un dhak, adornado de plumas y de crines y de vez en cuando lo percutía haciendo retumbar la bóveda de la caverna.
Tremal-Naik, como se dijo, se había detenido detrás de la colosal columna, sorprendido y aterrado al mismo tiempo, pero apretando convulsivamente las armas.
—¡Ada...! —murmuró, recorriendo con una sola mirada toda la caverna—. ¿Dónde está mi Ada...?
Un rayo de alegría brilló en los ojos del pobre indio.
—¡El sacrificio todavía no ha comenzado! —exclamó—. Shivá sea bendito.
—No hable tan fuerte, amo —dijo Kammamuri, estrechando el cuello del tigre—. Si todos los indios que habitan el subterráneo son estos, raptar a tu mujer no será cosa imposible.
—¡Sí, sí, la salvaremos, Kammamuri! —exclamó Tremal-Naik con exaltación—. Haremos un horrible estrago.
—Calle...
El dhak batía doce golpes y cuarenta indios se habían alzado como un solo hombre. Tremal-Naik sintió una punzada al corazón y se agarró a la columna, como si temiese no saberse frenar.
—¡Medianoche! —dijo, con voz sofocada.
—Calma, amo —dijo por última vez Kammamuri, aferrándolo por la cintura.
Una puerta se abrió con gran estrépito y un indio de alta estatura delgadísimo, con el rostro adornado con una larga y negra barba, los ojos centelleantes y envuelto en una rica dupatta de seda amarilla, entró en la caverna.
—¡Salve a Suyodhana, hijo de las sagradas aguas del Ganges! —exclamaron a coro los cuarenta indios.
—Salve a Kali y a sus hijos —respondió el indio con voz oscura.
Tremal-Naik, al mirar a aquel hombre, emitió una sorda imprecación y fue a lanzarse en la caverna. Kammamuri lo llevó atrás.
—No se mueva, amo —susurró.
—¡Mira aquel hombre! —exclamó Tremal-Naik con los dientes apretados.
—Sí, lo sé, es el jefe de estos hombres.
—Es el mismo que me apuñaló.
—¡Ah! ¡miserable!
Suyodhana entró rápidamente en el templo, se inclinó delante de la monstruosa divinidad de bronce y volviéndose hacia los indios gritó con voz tonante:
—La extrema hora de la virgen de la pagoda ha tocado, hermanos. Manciadi está muerto.
Un murmullo amenazador recorrió las filas de los indios.
—Den aliento a los turi—ordenó el terrible jefe de los estranguladores.
Dos indios tomaron dos largas trompas y sacaron algunas notas tristes, lastimeras.
Cien indios cargados de leña irrumpieron en la caverna y levantaron, de frente a la diosa, al pie de una columnata, una gigantesca hoguera vertiéndole encima torrentes de aceite perfumado.
Un pelotón de devadasi se lanzó, pirueteando, en la sala, haciendo tintinear campanillas y diademas de plata y rodearon a la diosa Kali.
Sus vestuarios eran fastuosos, graciosos, y los más apropiados que se puedan imaginar para destacar la belleza y la gracia. Corazas sutilísimas de oro incrustadas de diamantes de bella agua brillaban en sus pechos; cortos faldellines de seda roja, pendían bajo las anchas fajas de cachemira que estrechaban sus caderas, y pantalones blancos descendían hasta el empeine. Anillos de plata y campanillas de igual metal llevaban en los brazos y en las piernas, y ligeros velos, de colores vivísimos, cubrían sus cabezas.
Al sonar del dhak y de los fúnebres turi comenzaron, alrededor de la diosa Kali, una danza desordenada, haciendo girar en el aire sus velos de seda azul o roja, y formando un entrelazado de efecto mágico, sorprendente.
De repente la danza cesó. Las devadasi desfilaron ante la diosa, tocando la tierra con la frente y se retiraron aparte, juntándose un grupo soberbio, pintoresco. Los indios que habían vuelto a sentarse, a una seña de Suyodhana se volvieron a alzar. Tremal-Naik comprendió que el suplicio estaba por comenzar.
—Kammamuri —balbuceó el infeliz apoyándose contra la columna—. ¡Kammamuri...!
—Calma y coraje, amo —dijo el maratí que castañeteaba los dientes.
—La cabeza me da vueltas, el corazón me estalla... ¡Ada...! ¡Ada...!
A lo lejos resonó una descarga de tambores. Tremal-Naik se enderezó con sus ojos en llamas y los puños cerrados en torno a las pistolas.
—¡Aquí están! —rugió, con indefinible acento de odio.
Los tambores se acercaban y su redoble repercutía indefinidamente bajo la negra bóveda de la caverna y dentro de los tenebrosos corredores. Pronto se oyeron voces desafinadas y salvajes acompañado el sonido del tamtan.
—¡Aquí están! —exclamó por segunda vez Tremal-Naik.
El tigre envió un sordo gruñido y agitó la cola.
Una gran puerta se abrió y entraron diez estranguladores con grandes cántaros de terracota cubiertos de piel, llamados por los indios mridanga. A continuación detrás de esos diez entraron otros veinte, con grandes ghanta, tipo de campanas de bronce, y luego otros doce equipados con ramsinga, con turi y con tamtan.
Finalmente detrás de aquellos hombres, que percutían los mridanga y los tamtan, agitaban los ghanta y soplaban los ramsinga y los turi formando un barullo espantoso, apareció la infeliz Ada con su coraza de oro con incrustaciones de diamantes de inestimable precio, la falda y pantalones de seda blanca y el cabello suelto sobre los hombros. La víctima, que aquellos despiadados hombres se preparaban a arrojar en medio de la hoguera, estaba pálida como un cadáver, agotada por el largo ayuno y atontada por la bebida opiata que le hicieron tragar antes.
Dos estranguladores cubiertos por un largo hábito de seda amarillo la sostenían, y otros diez la seguían cantando alabanzas por su heroísmo y prometiéndole infinita felicidad en el paraíso de Kali, en recompensa de sus virtudes.
El momento terrible estaba cerca. Ya Suyodhana había dado fuego a la pira y las llamas se alzaban, a manera de enormes serpientes, hacia la bóveda de la caverna; ya los estranguladores, aturdiéndola con mil gritos la arrastraban; ya los tambores y turi entonaban la marcha de la muerte.
De repente la víctima volvió en sí. Vio la pira que llameaba delante suyo y el peligro que corría. A través de la embriaguez del opio, se acordó de la condena pronunciada por el atroz Suyodhana. Un alarido desgarrador le laceró el pecho.
—¡Tremal-Naik...! ¡Oh Tremal-Naik...!
En el fondo del negro corredor retumbó un alarido feroz:
—¡Descuartiza, Darma...! ¡Descuartiza...!
El gran tigre de Bengala no esperaba más que aquella orden. Salió del escondite con la boca abierta y las garras tensas, se alargó, se acortó emitiendo un ronco rugido, por tanto emergió en un salto gigantesco cayendo en medio de la masa de estranguladores. Un grito de terror escapó de todos los pechos a la vista del feroz carnívoro que ya había derribado, con dos potentes zarpazos, a dos hombres.
—¡Descuartiza, Darma...! ¡Descuartiza...! —repitió la misma voz de antes.
Luego atronaron cuatro detonaciones que mandaron de talones a cuatro indios e hicieron caer de rodillas a todos los otros y en medio de la nube de humo apareció el cazador de serpientes de la jungla negra con la cara trastornada y la cuchilla en el puño. Hundir con irresistible impulso las filas de los aterrorizados indios, aferrar a la joven que había caído a tierra privada de sentido, estrecharla entre los brazos y desaparecer bajo la galería con Kammamuri y el tigre a sus talones, fue cosa de un solo momento.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Anumarana: La ceremonia de quemar una mujer.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Capítulo con muchas referencias y aclaraciones. Espero no haberme equivocado, aunque quedó una pendiente. El final de la primera parte se acerca...

Anumarana: “Onugonum” en el original, es la muerte voluntaria en funerales realizada en el norte de India. No se restringe solamente a viudas (como el satí), sino a cualquier persona vinculada al difunto que se suicida en el funeral.

Azagaya: Lanza o dardo pequeño arrojadizo.

Amodorrado: Soñoliento, adormecido o que tiene modorra.

Ellora: Localidad de la India en el estado federal de Maharashtra. Célebre por su arquitectura rupestre (excavadas en los montes Charanandri), con monasterios y templos budistas, hinduistas y jainas.

Ganesha: “Ganesa” en el original, es una de las deidades más conocidas y adoradas del panteón hindú, se distingue por su cabeza de elefante. Se lo suele representar como hombre, pero también como mujer.

Rama: En la religión hinduista es un avatar (descenso de Dios) de Visnú, que nació en la India para librarla del yugo del demonio Rávana. En la actualidad es el dios más popular de India.

Rávana: “Ravana” en el original, en la mitología hindú era el rey de los demonios ráksasa (caníbales devoradores de hombres). Es representado con diez cabezas (gran conocimiento) y diez pares de brazos.

Sita: Diosa hinduista que representa el ejemplo del comportamiento conyugal y las virtudes de toda mujer hindú. Esposa de Rama, es raptada por Rávana por venganza.

Kaurava: “Kurù” en el original, eran los descendientes de Kuru (rey legendario) quienes entraron en guerra contra sus primos Pándava.

Pándava: “Pandù” en el original, eran los cinco hijos del rey Pandú quienes se casaron con Draupadi y lucharon contra sus primos Kaurava.

Brahma Sthala: “Babrata Varca” en el original, significa “lugar del Brahman” y es otro nombre con el que se conoce a la célebre ciudad de Jastinápura, al noreste de Delhi, a orillas del río Ganges. En la Guerra de Kurukshetra, los clanes Kaurava y Pándava lucharon por su posesión.

Tonante: adj. Que truena. U. especialmente referido al dios Júpiter.

Turi: “Tarè” en el original, es un instrumento de cobre que se asemeja a la trompeta de bronce europea (corneta), pero es un poco más grande y pertenece a la categoría de instrumento musical folclórico de la región de Chamba, India.

Devadasi: “Devadasì” en el original, en el hinduismo, es una tradición religiosa en la cual las mujeres están “casadas” y dedicadas a una deidad o a un templo.

Mridanga: “Mirdengs” en el original, es un tambor de terracota (arcilla modelada y endurecida al horno), de dos parches, que se utiliza en el norte y este de India como acompañamiento de música religiosa hinduista.

Ghanta: “Gautha” en el original, es una campana india, generalmente hecha de bronce, utilizada en rituales hinduistas.

Opiata: Compuesto con opio.

Opio: Sustancia estupefaciente, amarga y de olor fuerte, que resulta de la desecación del jugo que se extrae de las cabezas de adormideras verdes.

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