martes, 26 de marzo de 2013

XIV. A Rajmangal


Como había dicho el maratí, la noche era tempestuosa. Enormes masas de vapor se habían alzado del sur y corrían desordenadamente por la bóveda celeste, encaballándose como las olas del mar.
Frecuentes golpes de viento se lanzaban a través del desierto Sundarbans, curvando con mil gemidos los inmensos plantíos de bambú, arrancando las débiles cañas que volaban por el aire junto a bandadas de marabúes y pavos reales que arrojaban gritos desesperados.
De vez en cuando, un lívido rayo, deslumbrante, rompía la oscuridad, mostrando aquel caos de plantas retorcidas y aterradas, seguido poco después por un formidable estrépito que repercutía hasta las orillas del golfo de Bengala.
No llovía, pero las compuertas del cielo no deberían tardar en abrirse.
Los dos indios y el tigre en pocos minutos ganaron la orilla del Mangal, cuyas aguas, engrosadas por algún aguacero, corrían con mayor rapidez, arrastrando montones de bambúes rasgados probablemente del Sundarbans del norte y un gran número de troncos de árbol.
Se quedaron algunos minutos escondidos entre los cañaverales, esperando que un rayo aclarase la orilla opuesta, entonces, seguros de no ser espiados, se apresuraron a descender a la orilla y a empujar al agua el bote.
—Amo —dijo Kammamuri, mientras Tremal-Naik saltaba dentro—, ¿cree que encontraremos a los indios a lo largo del río o en los alrededores de Rajmangal?
—De eso estoy seguro, ¿pero qué importa? Esta noche me siento tan fuerte como para cornear contra un ejército de mil hombres. La pasión que arde en mi pecho, me dará la fuerza necesaria para vencer y superar cualquier obstáculo.
—Lo sé, amo, pero es necesario actuar con prudencia. Si se dan cuenta darán la alarma y nos impedirán desembarcar.
—¿Y qué querrías hacer?
—Engañarlos.
—¿Cómo?
—Déjeme a mí; pasaremos sin ser vistos.
El maratí recobró la orilla, derribó un considerable número de bambúes largos de no menos de quince metros y cubrió cuidadosamente el bote, de modo de hacerlo parecer un montón de cañas en poder de la corriente.
—Está oscuro —dijo escondiéndose debajo con Tremal-Naik y Darma—. Los indios no sospecharán que bajo las cañas hay un bote y que el bote lleva dos hombres y una fiera.
—Pronto, Kammamuri, hagámonos a la mar —dijo Tremal-Naik que se estremecía de impaciencia—. Cada minuto que corre, es para mí un golpe de puñal al corazón y tiemblo todo pensando el gran peligro que corre Ada. ¿Crees tú, maratí, que llegaremos a salvarla?
—Lo creo, amo —respondió Kammamuri, empujando el bote en medio de la corriente—. Quizá aquellos hombres esperan que el miserable haya cumplido el crimen.
—¿Y si arribamos tarde...? ¡Gran Shivá, qué terrible golpe! Yo no sobreviviré, lo siento, a la catástrofe.
—Calma, amo. Quién sabe, quizá Manciadi haya exagerado.
—Puede ser verdad. Mi pobre Ada, ¿podré todavía volverla a ver?
—Calle, amo; hablar es imprudente.
—Es verdad, Kammamuri: silencio.
Tremal-Naik se tendió a proa junto al tigre y Kammamuri a popa, con el remo en la mano, procurando dirigir el bote.
El huracán entonces redoblaba la violencia y a la noche oscura sucedió una noche de fuego.
El viento rugía tremendamente en la jungla, curvando con mil gemidos y mil crujidos las gigantescas plantas y torciendo de mil maneras los cientos de troncos de los banianos, las ramas de las palmeras tara, de las latanias, de los pipal y de los yaca, y entre las nubes resonaban incesantemente los rayos que venían abajo, describiendo deslumbrantes zigzags.
El bote arrastrado por el viento y la corriente extraordinariamente crecida, hilaba como una flecha, balanceándose espantosamente entre los remolinos, chocando y volviendo a chocar contra los múltiples islotes y contra la multitud de árboles que iban desordenadamente a la deriva.
Kammamuri se esforzaba, pero en vano, por mantenerlo por buen camino y Tremal-Naik procuraba calmar al tigre que, asustado por todos aquellos fragores y los deslumbrantes destellos, rugía ferozmente, lanzándose de uno a otro borde de la embarcación con gran peligro de volcarla.
A las diez de la noche Kammamuri señaló un gran fuego que ardía en la orilla del río a menos de trescientos pasos de la proa del bote. No había aún terminado de hablar, que se oyó el ramsinga sonar tres veces en sus tres diversos tonos.
—¡Alerta, amo! —gritó, dominando con la voz todos aquellos formidables fragores.
—¿Ves a alguien? —preguntó Tremal-Naik, estrechando por el cuello al tigre con la mano izquierda y empuñando con la derecha una pistola.
—No, amo, pero el fuego fue ciertamente encendido para ver quién va o viene. Estemos en guardia; el ramsinga ha señalado algo.
—Agarra la carabina. Quizá demos batalla.
El bote se acercaba rápidamente al fuego que quemaba un montón de bambú seco, aclarando como en pleno día las dos orillas del río.
—¡Amo, mire! —dijo de pronto Kammamuri.
—¡Calla! —cuchicheó Tremal-Naik, cerrando la boca del tigre.
Dos indios se habían de improviso lanzado fuera del matorral de mussaenda.
Llevaban el lazo alrededor del cuerpo y tenían una carabina en la mano.
En su pecho, se divisaba claramente la serpiente azul con la cabeza de mujer.
—¡Mira allá! —gritó uno de ellos—. ¿Ves?
—Sí —respondió el otro—. Es un montón de cañas que va a la deriva.
—¿Tú crees?
—¿Y por qué no?
—Temo que esconda algo.
—No veo nada debajo.
—¡Calla...! Ah. Me pareció haber oído...
—¿Un rugido, quieres decir?
—Precisamente. ¿Es que hay un tigre allí en medio?
—Buen viaje.
—Despacio, Huka. El hombre que Manciadi debe estrangular tiene un tigre.
—Eso no lo sabía. ¿Y crees tú que allí debajo está nuestro hombre con su bestia?
—Podría ocurrir. Aquel hombre es astuto y audaz.
—¿Qué dices de hacer?
—Descubrirlo con un tiro de carabina. Apunta muy bajo.
Kammamuri y Tremal Naik habían oído claramente el diálogo.
Viendo a los dos indios alzar las carabinas, se arrojaron rápidamente al fondo del bote.
—No responda, amo —dijo el maratí—, o estaremos perdidos.
Dos disparos de carabina atronaron horadando el bambú. El tigre dio un salto emitiendo un furioso maullido.
—¡Detente, Darma! —dijo Tremal-Naik, derribándolo.
—¡Que la diosa me fulmine! —gritó uno de los dos indios—. Es él.
—¡Da la señal, Huka! —ordenó el otro—. ¡Ah! ¡miserable!
Algo relampagueante brilló por encima del bote seguido de un estrépito formidable que sofocó la aguda nota del ramsinga. Tremal-Naik y Kammamuri, que se habían alzado, fueron violentamente derribados mientras el tigre arrojaba un segundo maullido aún más furioso que el primero.
—¡Amo! —exclamó Kammamuri—. ¡El rayo!
Tremal-Naik, todavía atontado por la influencia de la descarga eléctrica se alzó de rodillas. Un grito de rabia se le escapó.
—¡Maldición...! ¡Nos quemamos!
En efecto, el bambú, golpeado por el rayo, se había prendido fuego y se quemaba rápidamente.
—¡Estamos perdidos! —exclamó Kammamuri—. ¡Al río! ¡Al río!
—No te muevas, si aprecias la vida.
Tremal-Naik tomó entre sus brazos el montón de cañas y con un esfuerzo desesperado lo tiró al río.
—¡Es él! —gritó una voz—. ¡Fuego! ¡Huka...!
Otras dos detonaciones retumbaron. Tremal-Naik oyó las balas silbar en sus orejas.
—¡Da la señal, Huka!
—¡Estamos perdidos, amo! —gritó Kammamuri.
—No te muevas —dijo Tremal-Naik—. Aferra al tigre.
Se lanzó a popa y apuntó al indio Huka que acercaba a sus labios el ramsinga.
El estallido de la carabina fue acompañado por una zambullida y por un grito.
Huka, golpeado en la frente por la infalible bala del cazador de serpientes, se había precipitado en el río.
Su compañero dudó un momento, luego huyó atolondrado a través de la jungla, sonando furiosamente el ramsinga que había recogido de tierra.
Tremal-Naik le disparó de atrás un pistoletazo, pero sin llegar a golpearlo.
—¡Fallido! —gritó, arrojando con cólera el arma—. ¡Hemos sido descubiertos!
—¿Qué hacemos, amo? —preguntó Kammamuri—. Me parece que toda esperanza de arribar a Rajmangal está perdida; el ramsinga pondrá en alerta a todos los indios. ¡Maldito rayo...!
—Vayamos adelante igual, Kammamuri. Esta noche no me detienen todos los indios del Sundarbans. En mano los remos y empuja con cuanta fuerza tengas; quizá arribemos antes de que los miserables puedan prepararse para recibirnos. Yo mantendré los ojos en las dos orillas del río y abatiré a cuantos se muestren al alcance de mi carabina. ¡Adelante!
Kammamuri quería añadir alguna palabra, quizá algún consejo, pero Tremal-Naik no le dio tiempo.
—Si tienes miedo, desembarca —le dijo—. El tigre y yo seguiremos adelante.
—Lo sigo, amo, y que Shivá nos proteja.
Aferró los remos, se sentó en medio de la barca y se puso a remar con todas sus fuerzas. El bote, bajo aquel potente impulso, descendía la riada con rapidez vertiginosa, saltando sobre las olas.
Tremal-Naik, cargada la carabina, se puso en popa con los ojos fijos en las dos orillas. El tigre estaba acurrucado a sus pies y gruñía sordamente a cada relámpago.
Pasaron diez minutos. Las orillas, que huían rápidamente delante de los ojos de los dos indios, estaban cubiertas de bambúes que se sumergían en la corriente y de raras palmeras tara, la mayor parte de las cuales estaban abatidas o fragmentadas por la furia del huracán.
De pronto Tremal-Naik, que seguía atentamente el curso del río vio al sur un cohete elevarse a gran altura. Aún cuando el viento continuase rugiendo y los rayos resonando, oyó claramente el estallido.
—¿Una señal quizá? —murmuró—. ¡Empuja, empuja Kammamuri!
Un segundo cohete se elevó sobre la orilla opuesta describiendo una larga parábola.
—¿Amo? —interrogó Kammamuri.
—Adelante, mi valiente maratí. Estamos siendo señalados. Mi Ada está en peligro: ¡adelante! Atento, Darma: la hora de la lucha se acerca.
El río entonces corría más rápido estrechándose a modo de cuello de botella; Tremal-Naik se dio cuenta que estaban cerca del cementerio flotante. Sin saber por qué, sintió un estremecimiento.
—Despacio, Kammamuri. Siento que corremos peligro.
El maratí moderó el ritmo de los remos. El bote continuó hilando y entró en medio de la cuenca, cubierta por la densa bóveda de tamarindos y de mangles. La oscuridad se hizo profunda, tanto que los dos indios no podían ver más lejos de cinco pasos.
El bote chocó contra la masa de cadáveres, y una zambullida, como de un cuerpo que se hunde, respondió al primer choque.
—Amo, ¿ha oído? —preguntó Kammamuri.
—Sí, alguien se arrojó al agua.
Tremal-Naik se inclinó sobre el río para ver si alguien se acercaba al bote, pero nada vio.
El bote por segunda vez chocó.
—Alguien pasa, —dijo una voz que llegó hasta los dos indios.
—¿Serán ellos?
—¿O de los nuestros? La cita es para la medianoche.
Tremal-Naik a aquella palabra “medianoche" sintió un golpe en el corazón.
—¡Medianoche! —murmuró, con voz temblorosa—. ¡La cita para la medianoche! ¡Qué sospechoso!
—¡Hola! —gritó una de aquellas voces—. ¿Quién pasa?
—No responda, amo —se apresuró a decir Kammamuri.
—Al contrario, responderé. Tengo que saber todo.
—Estamos perdidos.
—¿Quién habla? —preguntó Tremal-Naik.
—¿Quién pasa? —preguntó en cambio la voz.
—Indios de Rajmangal.
—Apresúrense, que la medianoche no está lejos.
—¿Qué se hará a medianoche?
—La virgen de la pagoda sagrada subirá a la hoguera.
Tremal-Naik ahogó un alarido que estaba por escapar de sus labios.
—¡Shivá, Shivá, ten piedad de ella! —murmuró.
Luego, dominando sus emociones, preguntó:
—¿No está muerto, entonces, Tremal-Naik?
—No, hermano, ya que Manciadi aún no ha regresado.
—¿Y la virgen será quemada?
—Sí, a la medianoche. El fuego está listo, y la niña subirá al paraíso de Kali.
—Gracias, hermano —respondió con voz sofocada Tremal-Naik.
—Una palabra más. ¿Has oído el ramsinga?
—No.
—¿Has visto a Huka?
—Sí, junto a la hoguera.
—¿Sabes dónde se quemará a la virgen?
—En el subterráneo, me parece.
—Sí, en la gran pagoda subterránea. Apresúrate que la medianoche no debe estar lejos. Adiós, hermano.
—¡Empuja, Kammamuri, empuja! —rugió Tremal-Naik—. ¡Ada! ¡mi pobre Ada!
Un sollozo desgarró su pecho y sofocó su voz.
Kammamuri aferró los remos y se puso a empujar con desesperada energía.
El bote hundió violentamente la masa de cadáveres y salieron por la parte opuesta.
—¡Rápido...! ¡rápido! —dijo Tremal-Naik, fuera de sí—. A medianoche subirá a la hoguera... ¡Empuja, Kammamuri!
El maratí no tenía porque estar ilusionado. Empujaba tan furiosamente, que los músculos amenazaban con hacerle estallar la piel.
El bote atravesó la cuenca y entró rápido como un dardo en el río. Enseguida apareció el punto extremo de Rajmangal con su gigantesco baniano cuyas desmesuradas ramas se retorcían de mil maneras bajo el potente soplo de la borrasca.
Un relámpago rompió la oscuridad mostrando la orilla completamente desierta.
—¡Shivá está con nosotros! —exclamó Kammamuri.
—¡Adelante, maratí, adelante! —dijo Tremal-Naik, que se había arrojado a proa.
El bote avanzando a toda velocidad se encalló en la ribera, saliendo un buen tercio del agua.
Tremal-Naik, se cargó con furia de municiones, Kammamuri y el tigre se lanzaron a tierra, alcanzando el tronco principal del baniano sagrado.
—¿Oyes algo? —preguntó Tremal-Naik.
—Nada —dijo Kammamuri—. Los indios están todos en el subterráneo.
—¿Tienes miedo de seguirme?
—No, amo —respondió con firme voz el maratí.
—Siendo así, descendamos también nosotros. ¡Mi Ada o la muerte!
Se agarraron a las columnatas y alcanzaron las ramas superiores, acercándose hasta mitad de la cima del tronco. El tigre con un salto solo los alcanzó.
Tremal-Naik miró hacia abajo en la cavidad. Al resplandor de los relámpagos vio las muescas, que permitían descender.
—Vamos, mi valiente maratí. Yo te precedo.
Y se lanzó hacia abajo del tronco, descendiendo silenciosamente. El maratí y Darma lo siguieron de cerca.
Cinco minutos después y los dos indios y el tigre se encontraban en el subterráneo, en una especie de pozo semi-circular excavado en la viva roca, seis metros por debajo del nivel del Sundarbans.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Pipal: Los pipal son árboles con el tronco enorme y el follaje denso y oscuro.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Encaballar: Colocar una pieza de modo que se sostenga sobre la extremidad de otra.

Pipal: Uno de los nombres con que se conoce al “Ficus religiosa”. Otros nombres dados son: “higuera de las pagodas”, “higuera sagrada”, “árbol bo”, etc.

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