lunes, 4 de marzo de 2013

XII. El acecho


Tremal-Naik, aunque medio estrangulado y confuso, apenas sintió el lazo aflojarse, se levantó y recogida la carabina se lanzó resueltamente hacia el río, esperando hacer estallar la cabeza del traidor. Pero cuando llegó a la orilla, Manciadi había desaparecido.
Se adentró en el agua pero ninguna persona aparecía en la superficie del río. Quizá la corriente había arrastrado al asesino, que fue sin duda golpeado por la carabina o por la pistola del maratí.
—¡Ah! ¡miserable! —exclamó Tremal-Naik furioso.
—¡Amo! —gritó Kammamuri, acudiendo en compañía del tigre y del perro—. ¿Dónde está el bandido?
—Ha desaparecido, Kammamuri, pero lo volveremos a encontrar.
—¿Está herido?
—Tremal-Naik no se deja estrangular por aquellos hombres.
—Tengo la sangre que no me corre más, amo. Temía no llegar a tiempo para salvarlo. ¡Ah! ¡el canalla! ¡Estrangular a mi amo...! ¡Traidor! Si me cae entre las uñas no le dejo entera una fracción más grande que una rupia. ¡Engañarnos a nosotros, cazadores de serpientes! ¿sabe, amo, que ha escapado de milagro?
—Lo sé, Kammamuri. ¿Y Aghur...? ¿Qué le sucedió a Aghur?
El maratí enmudeció, dejando caer a lo largo del cuerpo los brazos.
—Kammamuri, habla —dijo Tremal-Naik que ya adivinaba todo.
—Está muerto, amo —balbuceó Kammamuri.
Tremal-Naik se llevó las manos a la cabeza con gesto desesperado.
—¿Muerto...? ¡Muerto! —sollozó—. ¿Todos mueren entonces en torno mío? ¿Pero qué he hecho yo, Shivá, por qué debo perder a todos aquellos a los que amo? ¿Estoy entonces maldito por los númenes?
Inclinó la cabeza sobre el pecho y algo húmedo rodó bajando por las bronceadas mejillas. Kammamuri, al ver a aquel hombre llorar, se sintió quebrado en el alma.
—Amo —murmuró.
Tremal-Naik no lo oyó. Con la cara apretada entre las manos, se había sentado en la orilla del río y contemplaba con ojos húmedos la jungla, en la que corría un leve soplo de viento, embalsamado por el perfume de los jazmines y de la mussaenda. Su pecho de atleta ascendía de tanto en tanto, bajo los sollozos.
—¡Mi amo, oh, mi pobre amo! —exclamó Kammamuri—. No llore, sea fuerte; es necesario serlo.
—Sí, fuerte, para combatir la fatalidad que pesa sobre nosotros —dijo Tremal-Naik con rabia—. ¡Pobre Aghur, tan joven y tan intrépido, morir! ¿Estás al menos seguro de que está realmente muerto?
—Sí, amo, lo he visto con mis propios ojos y tocado con mis propias manos. Estaba allí, extendido al lado de un estanque, con el lazo al cuello y un puñal en el pecho. El miserable Manciadi, después de haberlo derribado, lo ha terminado con aquella arma.
—¿Fue entonces Manciadi el asesino?
—¡Sí, amo, él!
—¡Ah! ¡desgraciado!
—Pero no asesinará a otro, se lo digo yo. Mi bala debe de haberlo golpeado; quizá los peces se están haciendo un banquete con su carne.
—¿Aquel monstruo entonces, había tramado un plan infernal?
—Sí, amo. Había asesinado a Aghur para alejarme y caer después sobre usted. Por fortuna me di cuenta a tiempo y llegamos aquí en buen punto.
—¿Pero no tuviste ninguna sospecha antes?
—No, amo, no me di cuenta, no dudé tampoco. Él nos engañaba muy bien. ¿Qué propósito podía tener para asesinarnos?
—Temo que lo han mandado aquí los indios de Rajmangal.
—¿Lo cree, amo?
—Estoy seguro. ¿Has visto su pecho?
—No, porque lo tenía siempre cubierto, y no sé por qué.
—Para esconder el misterioso tatuaje.
—Ahora comprendo: tiene que ser así; ¿pero por qué tanto ensañamiento contra usted?
—Porque amo a Ada.
—¿No querrán entonces, esos hombres, que usted la ame?
—No, y procuran asesinarme.
—¿Pero por qué?
—Porque sobre la cabeza de aquella mujer pesa una terrible condena.
—¿Cuál?
—No lo sé, pero un día desvelaré el misterio.
—¿Y cree usted que esos miserables volverán a la carga?
—Creo que sí, Kammamuri.
—Yo tengo miedo, amo. ¿Y usted?
Tremal-Naik no respondió. Había vuelto la mirada al sur y se había repentinamente alzado.
—¿Ha visto algo? —preguntó el maratí con ansiedad.
—Sí, Kammamuri. Me parece haber vislumbrado un destello extraño relampaguear en lo profundo de la jungla y luego apagarse.
—Vayamos a la cabaña, amo. Aquí no estamos seguros.
Tremal-Naik miró una última vez la jungla y al río y se dirigió con lentos pasos hacia la cabaña, en cuyo umbral se detuvo.
—Mira, Kammamuri —dijo con tristeza—. Esta cabaña otras veces tan alegre, tan risueña, me parece que tiene el aspecto fúnebre de un sepulcro. ¡Pobre Aghur!
Ahogó un sollozo y se tendió sobre la hamaca, escondiendo la cara entre las manos. Kammamuri se apoyó en el estípite de la puerta, con los ojos fijos en la jungla, murmurando varias veces:
—¡Pobre amo!
Pasaron tres largas horas sin que el maratí se moviese. El sonido agudo del ramsinga lo arrancó de su inmovilidad.
—¡Fúnebre trompeta! —murmuró con rabia—. ¿Otra vez una desgracia entonces? Hace bien en advertirme.
Dio varias vueltas alrededor de la cabaña mirando atentamente en medio de la hierba, pero no vio nada nuevo. Regresó trayéndose detrás a Darma y a Punthy, atrincheró la puerta y se tendió detrás, de manera de ser despertado ante el menor golpe.
Pasaron varias horas sin que nada ocurriese. Kammamuri, siempre muy inquieto, no cerraba los ojos y con frecuencia se alzaba para asomarse, con gran precaución, a las pequeñas ventanas.
Hacia la medianoche la luna se puso, dejando a la jungla en la más perfecta oscuridad. Precisamente entonces Punthy ladró tres veces.
—Alguien se aproxima —murmuró Kammamuri—. Punthy lo ha oído.
Entró en la estancia de Tremal-Naik. Que dormía profundamente y en sueños hablaba de la infeliz Ada.
Punthy hizo oír otras tres veces un sordo gruñido y se lanzó hacia la puerta mostrando sus dientes. Incluso el tigre oyó algo, porque hizo oír una sorda queja.
Kammamuri, después de haberse armado de un par de pistolas, fue a espiar a todas las ventanitas pero sin ser capaz de ver nada, ni de oír nada. Tuvo por un instante la idea de tirar un pistoletazo para espantar a aquel o aquellos que se atrevieron a acercarse a la cabaña, pero por no despertar a Tremal-Naik y por el tema de que quisiera lanzarse fuera, se detuvo.
Algunas horas después, mientras pasaba delante de un agujero, le pareció ver, al sur, una franja de fuego y oír un ligero silbido, seguido de una sorda detonación, pero no supo más.
—Qué misterio —murmuró, temblando de terror—. Si esta noche no sucede un desastre, es una señal de que Shivá y Brahma nos protegen.
Permaneció despierto varias horas, luego cediendo a la fatiga y al sueño se durmió. Ni el perro ni el tigre dieron alguna otra señal durante el resto de la noche.
Por la mañana, ansioso de saber algo, se apresuró a salir. Aquello que primero golpeó su mirada, fue un puñal clavado en la tierra, a pocos pasos de la cabaña, y contenía una carta celeste.
—¡Oh! —exclamó, retrocediendo—. ¿Alguien entonces ha osado entrar aquí...?
Se acercó con precaución y casi con repugnancia a aquellos objetos y temblando los recogió. El puñal era de acero bruñido, de un metal que dejaba ver el veteado, de una forma particular y con extraños grabados en la hoja.
Abrió la carta y vio dibujada una serpiente con la cabeza de mujer, el emblema misterioso de los indios de Rajmangal, y debajo algunas líneas de una escritura roja.
—¿Qué significan estas líneas? —se preguntó el maratí—. Aquí debajo hay un misterio, que el amo develará.
Hizo acurrucarse a Darma y a Punthy y corrió hacia Tremal-Naik. Lo encontró sentado delante de una de las ventanas, con la cabeza entre las manos y la mirada triste, vuelta hacia los neblinosos horizontes del sur.
—Amo —dijo el maratí.
—¿Qué quieres? —preguntó el indio con voz sorda.
—Deje los pensamientos y mire estos objetos. Hay un misterio para descifrar.
Tremal-Naik se volvió con gran fatiga. Una contracción nerviosa alteró los rasgos de su rostro, al mirar el puñal que Kammamuri le mostraba.
—¿Qué es esto? —preguntó él, tiritando—. ¿Quién te ha dado esa arma?
—La he hallado delante de la cabaña. Lea esta carta, amo.
Tremal-Naik se la arrebató vivamente de las manos, echando por encima una ávida mirada. He aquí cuanto leyó:
Tremal-Naik
La misteriosa divinidad que impera tremenda sobre toda la India, te envía el puñal de la muerte. Basta un rasguño de su punta envenenada, para que desciendas en la tumba.

Tremal-Naik, debes desaparecer de la superficie de la tierra: la divinidad lo desea. Sólo a este precio puede detenerse el rayo que está por caer sobre la cabeza de la mujer que fue condenada. Esta tarde, al bajar el sol, Manciadi aguarda tu cadáver.
Suyodhana.
Tremal-Naik al leer la carta se puso pálido.
—¿Qué...? —exclamó—. ¡Mi vida...! ¡Mi vida para detener el rayo que está por caer sobre la cabeza de la mujer que fue condenada...! ¿Qué significa esta amenaza? ¿Morir? ¡Yo!
—Amo —murmuró Kammamuri, que temblaba en cada fibra.
—Corremos un gran peligro, lo siento. No tengas miedo, Kammamuri —dijo Tremal-Naik—. Los miserables buscan espantarnos, pero yo desafío a la misteriosa divinidad que impera tremenda sobre toda la India. ¡Ah! ¿Ellos quieren mi vida? ¡Su divinidad me ordena descender en la tumba y me envía el puñal! Tremal-Naik no será tan estúpido como para necesitarlo, ni...
Se detuvo de golpe. Un pensamiento terrible había relampagueado en su mente.
Volvió a mirar la carta. Un estupor doloroso se pintó de su rostro.
—¡Gran Shivá! —exclamó con voz sofocada—. ¡Un rayo está por caer sobre la mujer que fue condenada...! ¡Kammamuri!
—¿Amo?
—Una mujer fue condenada... Si fuese...
—¿Quién? amo, ¿quién...?
—La tienen en sus manos...
—¿Pero quién...?
—¡Ada! —exclamó con acento desgarrador el indio—. ¡Oh! ¡mi pobre Ada...! ¡Kammamuri...! ¡Kammamuri...!
Tremal-Naik se lanzó como un loco fuera de la cabaña y regresó horriblemente transfigurado.
—Amo, es imposible que la maten —dijo Kammamuri.
—¿Y si fuera verdad? ¿Y si esos monstruos la matan? ¡Horror! ¡horror...! ¡Shivá, oh mi dios, vela por ella! ¡Vela por mi pobre Ada!
Un sollozo desgarró el pecho del cazador de serpientes.
—¿Qué hacer? —balbuceó fuera de sí—. Sí, lo siento, los monstruos la han condenado... no quieren que ella ame a un mortal... uno de nosotros tiene que morir. ¡Pero no, no quiero que ella muera, tan joven, tan bella...! ¿Y tendré que morir yo entonces? Nunca, nunca, es imposible, la amo demasiado como para descender en la tumba sin primero haberla visto por última vez, sin decirle que yo muero por ella.
Tremal-Naik se contorsionó como una serpiente, aferrándose la cabeza entre las manos. De pronto saltó en pie como un tigre que está por abalanzarse sobre su presa. Un siniestro relámpago se deslizaba en sus ojos.
—¡La hora de la venganza ha sonado! —dijo con intraducible acento—. ¡Ada, yo voy...! ¡A mí, Darma!
El tigre de un brinco fue a la puerta de la cabaña, haciendo oír su formidable maullido. Tremal-Naik, descolgando de un clavo una carabina, estaba por salir, cuando Kammamuri lo detuvo.
—¿Adónde va, amo? —le preguntó, asiéndolo a mitad del cuerpo.
—A Rajmangal para salvarla antes de que me la maten.
—¿Pero no sabe que allí está la muerte? ¿No sabe que en Rajmangal hay quizá mil de esos hombres, que braman por su sangre? Usted perderá, amo, y quizá mate a la mujer que ama, creyendo salvarla.
—¡Yo...!
—Pero sí, amo, usted la mataría. En su primera aparición, el relámpago estallará y abatirá a aquella mujer.
—¡Gran dios!
—Cálmese, amo, escúcheme. Déjeme a mí y verá que sabremos todo. A lo mejor, quizá estos hombres quieren solamente espantarlo.
Tremal-Naik lo miró absorto. Quizá Kammamuri tenía razón.
—La hora todavía no ha llegado para ir a la isla maldita, ni usted está todavía tan fuerte como para luchar contra ellos —continuó el maratí—. Ellos quieren su cadáver, han escrito; bien, ellos lo tendrán. Pero será un cadáver que respirará todavía y que saltará a la garganta del asesino del pobre Aghur. Deje que yo lo guíe, amo; el maratí es astuto, usted lo sabe.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tremal-Naik, que poco a poco se rendía.
—Quiero decir que necesitamos un hombre que confiese todo, para saber lo que debemos hacer. Si es necesario, mañana partiremos para Rajmangal.
—¿Necesitamos un hombre?
—Sí, amo, y este hombre será Manciadi. Escúcheme con atención. Esta noche, al bajar el sol, lo llevaré a la jungla y usted fingirá estar muerto. Darma y yo nos emboscaremos a pocos pasos de usted, para que no le ocurra una desgracia. Arriba el bandido que asesinó a Aghur; nosotros nos lanzamos sobre él y lo hacemos prisionero. Me encargo yo de hacerle confesar el lugar donde esconden a la mujer que ama y hacerlo hablar del número y forma de nuestros enemigos.
Tremal-Naik tomó las manos del maratí y las apretó afectuosamente.
—¿Se quedará? —preguntó Kammamuri, con alegría.
—Sí, me quedaré —dijo Tremal-Naik, emitiendo un profundo suspiro—. Pero mañana, aunque sea sólo, iré a Rajmangal. Siento que un peligro amenaza a Ada.
—No sólo —dijo Kammamuri—, Darma y yo lo acompañaremos. Ahora calma y los ojos bien abiertos: esta noche tendremos en nuestra mano a Manciadi.
Kammamuri dejó a su amo que estaba sentado en el umbral de la puerta, presa de mil angustias y sombríos pensamientos, y se fue al río para armar el bote.
Durante el día nada nuevo ocurrió. Kammamuri fue varias veces a la jungla, armado hasta los dientes, esperando divisar a alguien, quizá al mismo Manciadi, pero no vio un alma viva, ni oyó ninguna señal o rumor.
A las siete el sol raía el horizonte occidental. Era el momento de actuar.
—Amo —dijo el maratí, que se frotaba alegremente las manos—, no perdamos tiempo.
Precisamente en ese momento, al sur, resonó el ramsinga.
—El canalla se acerca —dijo Kammamuri—. Ánimo, amo, yo lo llevo a la jungla. Ni una palabra, ni el más mínimo movimiento si no desea arruinar la emboscada. Apenas el asesino aparezca, el tigre lo derribará.
Aferró al amo, se lo cargó sobre los hombros después de haberle metido bajo la amplia faja un par de pistolas y se dirigió, tambaleándose, hacia la jungla.
El sol desaparecía detrás de los gigantescos plantíos de occidente, cuando llegó a los primeros bambúes. Puso a Tremal-Naik, que conservaba la inmovilidad de un cadáver, entre la hierba, luego inclinándose sobre él:
—Amo, ni un movimiento —dijo—. Apenas el tigre se lance sobre Manciadi, acudirá y tapará la boca al miserable. Quizá haya otros indios en los alrededores.
—Déjame hacer a mí —cuchicheó Tremal-Naik—. Todo pasará simple.
Kammamuri se alejó, con la cabeza inclinada sobre el pecho, como un hombre apenado. Cuando llegó a la cabaña un segundo toque de trompeta resonaba entre los bambúes espinosos de la jungla.
—Todavía está lejos Manciadi —dijo—. Todo va bien.
Entró en la cabaña, se armó de pistolas y de una cuchilla, luego salió mirando atentamente hacia el río y hacia la jungla.
—Darma, sígueme —dijo.
El tigre con un salto lo alcanzó y los dos se lanzaron temerarios hacia el sur, escondidos por un pequeño plantío de mussaenda y de añil. En menos de cinco minutos alcanzaron los bambúes y se emboscaron a siete u ocho pasos de Tremal-Naik.
Un tercer toque de trompeta, pero más cerca, rompió el profundo silencio que reinaba en el Sundarbans.
—Bien —murmuró Kammamuri, empuñando una de las dos pistolas—. El miserable está cerca.
Miró al amo. Parecía un verdadero cadáver: estaba tendido de costado, con la cabeza escondida bajo un brazo. Habría engañado hasta a un marabú, hasta a un chacal.
De repente un magnífico pavo real se alzó entre el bambú, volando rápidamente. Kammamuri pasó una mano sobre el tigre que olfateaba el aire y agitaba la cola como los gatos.
—No te muevas, Darma —le susurró.
Un segundo pavo real se alzó emitiendo un grito de espanto.
Manciadi se acercaba arrastrándose como una serpiente, sin producir el más mínimo ruido. Quizá temía caer en una emboscada y avanzaba con mucha cautela.
Kammamuri se alzó sobre sus rodillas, tendiendo la mano armada con la pistola.
Allí, de cara, vio el bambú moverse imperceptiblemente, luego salieron dos manos y finalmente una cabeza de un amarillo reluciente.
Kammamuri sintió la frente transpirar un frío sudor.
Aquella cabeza era de Manciadi, el asesino del pobre Aghur.
—Darma —murmuró.
El tigre se había alzado recogiéndose sobre sí mismo; solo esperaba que le ordenen para abalanzarse.
Manciadi miró a Tremal-Naik con dos ojos que enviaban oscuros relámpagos y dio un horrible estrépito de risa. El cazador de serpientes no se movió.
El indio entonces salió del bambú, con el lazo en la mano, y dio algunos pasos hacia el fingido cadáver.
—¡Darma, aférralo! —exclamó Kammamuri, saltando en pie.
El tigre dio un salto de quince pasos y se desplomó como una centella sobre el asesino, que fue violentamente derribado.
Tremal-Naik realzándose se arrojó sobre él y con un formidable puñetazo lo aturdió.
—¡Téngalo firme amo! —gritó el maratí, acudiendo—. Rómpale una pierna para impedirle que se mueva.
—Es inútil, Kammamuri —dijo Tremal-Naik, deteniendo al tigre—. Está medio muerto.
En efecto, el indio golpeado en la frente por el puño de hierro del cazador de serpientes, no daba más signos de vida.
—Ahí, así está bien —dijo Kammamuri—. Ahora lo haremos hablar. No saldrá vivo de nuestras manos, se lo juro, amo, y Aghur será vengado.
—No hables tan fuerte, Kammamuri —murmuró Tremal-Naik, volviendo a alejar al tigre que quería descuartizar al prisionero.
—¿Cree que hay otros indios en los alrededores?
—Puede ser. Vamos, el cielo se oscurece rápidamente y amenaza un huracán. Llevémoslo a la cabaña.
Kammamuri tomó por las piernas a Manciadi, Tremal-Naik lo aferró por las muñecas y partieron corriendo, mientras que gigantescas nubes negras se alzaban con rapidez vertiginosa, del sur.
Pocos minutos después llegaron a la cabaña bloqueando la puerta detrás de ellos.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Añil: “Indaco” (índigo, traducido literalmente) en el original, es un arbusto perenne de la familia de las Papilionáceas, de tallo derecho, hojas compuestas, flores rojizas en espiga o racimo, y fruto en vaina arqueada, con granillos lustrosos, muy duros, parduscos o verdosos y a veces grises. De esta planta se obtiene naturalmente el color índigo.

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