lunes, 18 de febrero de 2013

XI. El segundo golpe del estrangulador


Kammamuri comenzaba a ponerse inquieto. El sol bajaba rápidamente en el horizonte y los dos cazadores no habían aún regresado, es más ningún disparo de fusil se había oído retumbar en la jungla.
No podía comprender aquella prolongada ausencia y aquel absoluto silencio. Entraba y salía de la cabaña, interrogaba cuidadosamente el horizonte, esperando verlos despuntar entre el inmenso plantío de bambú, obligando a Punthy a ladrar, pero sin ningún fruto.
Varias veces se acercó, junto con el tigre, hasta los primeros bambúes y ofreció la oreja a los ruidos lejanos; varias veces hizo retumbar el dholak suspendido en la puerta de la cabaña y varias veces quemó una carga de pólvora. El silencio que reinaba en las llanuras del sur no fue roto.
Desalentado, se sentó en el umbral de la cabaña, aguardando ansiosamente su regreso. Allí llevaba unos pocos minutos, cuando el tigre saltó en pie haciendo oír un sordo maullido que se hizo eco de los alegres ladridos de Punthy.
Kammamuri se levantó, creyendo que arribaban los cazadores, pero no vio a nadie. Se giró y apoyado en el estípite de la puerta, vio a Tremal-Naik.
—¡Usted, amo! —exclamó con estupor—. ¡Usted...!
—Sí, Kammamuri —respondió Tremal-Naik, con una amarga sonrisa.
—¡Qué imprudencia...! Está todavía convaleciente y...
—Calla, soy fuerte, más fuerte de lo que crees —respondió el cazador de serpientes casi con rabia—. He sufrido demasiado en aquella hamaca, es hora de que acabe.
Dio unos pocos pasos hacia adelante sin tambalearse, sin demostrar fatiga y se sentó entre la hierba, tomándose la cabeza entre las manos y mirando fijo al sol que se ponía por occidente.
—Amo —dijo Kammamuri, después de unos instantes de silencio.
—¿Qué quieres?
—Los cazadores aún no han regresado. Temo que les haya acaecido alguna desgracia.
—¿Quién lo dice?
—Nadie, pero lo sospecho. En la jungla pueden pasearse aquellos hombres que asesinaron a Hurti y lo apuñalaron a usted.
La cara de Tremal-Naik se puso oscura.
—¿Están quizá aquí? —preguntó.
—Quizá.
—¡Pronto, Kammamuri, estaré curado, retornaremos a esa isla maldita y los exterminaremos a todos, a todos!
—¿Qué...? —exclamó Kammamuri, con espanto—. ¿Nosotros retornar a esa isla...? Amo, ¿qué dice?
—¿Tienes miedo?
—No, pero retornar allá, a esos lugares, es una locura.
—¡Locura...! ¿Locura dices...? ¿No sabes tú entonces a quién he dejado allá, en las manos de aquellos hombres?
—¿A quién?
—A la virgen de la pagoda.
—¿Quién es esta mujer?
—Una criatura bella, Kammamuri, que amo con locura, y por la cual pondría a la India en llamas.
—¿Ha dejado una mujer allá?
—Sí, Kammamuri, la misma que contemplaba en la puesta del sol en mi jungla. ¡Ada! ¡Ada! ¡Cuánto me has hecho sufrir!
—¿Es la visión entonces?
—Sí, la visión.
—¿Pero cómo es que se encuentra en Rajmangal?
—Una condena pesa sobre la desgraciada niña, Kammamuri. Esos monstruos la tienen en su mano, no sé el cómo, ni el por qué. La he visto en la pagoda verter los perfumes a los pies de un monstruo de bronce.
—¡De un monstruo...! Esa mujer será quizá igual a los otros.
—No repitas ese insulto, Kammamuri —exclamó Tremal-Naik, con acento amenazador—. ¡Son los hombres que la han condenado, que le hacen adorar aquel monstruo de bronce! ¡La feroz...! ¡Ella...! ¡pobre niña...!
—Perdón, amo —balbuceó el maratí.
—No sabías nada y te perdono. ¡Pero aquellos hombres que la han condenado, que la hacen morir de llanto, aquellos hombres que le desgarran el corazón y me ponen barreras para que no la salve de sus garras, los exterminaré a todos, Kammamuri, a todos! ¡Tengo aquí en el pecho incluso las huellas de su puñal, y me harán recordar cada momento la venganza! No permanecerás no, en sus manos, oh infeliz Ada, porque Tremal-Naik, deberá pagar con su vida tu libertad, te alejará de aquellos horribles lugares por más que estés bien guardada y llena de obstáculos. Tiemblen entonces los que te han atormentado, los que han envenenado tu joven existencia. ¡Darma y yo nos encargaremos de matarlos a todos, en sus espantosas cavernas!
—Me da miedo, amo. ¿Y si lo matan?
—¡Moriré por la mujer que amo! —exclamó con arrebato apasionado Tremal-Naik.
—¿Y cuándo partiremos?
—Apenas tenga fuerzas para alzar la carabina. Ya estoy fuerte, pero no tanto como para pelear contra todos ellos.
En aquel instante, al sur, retumbó un fusilazo seguido por otras dos detonaciones. Darma dio un salto, gimoteando.
El maratí y Tremal-Naik saltaron en pie, conteniendo a Punthy que ladraba furiosamente.
—¿Qué pasa? —preguntó el maratí, arrancando de la cintura la cuchilla.
—¡Kammamuri...! ¡Kammamuri...! —gritó una voz.
—¿Quién llama? —preguntó Tremal-Naik.
—¡Gran Brahma...! ¡Manciadi! —exclamó el maratí.
En efecto el bengalí, con gran rapidez atravesaba la jungla, hundiendo la densa cortina de bambú y agitando como loco la carabina. Parecía presa de un vivo terror.
—¡Kammamuri...! ¡Kammamuri! —repitió con voz ahogada.
—¡Corre, Manciadi, corre! —gritó el maratí—. ¿Qué te persigue? ¡Atento, Darma!
El tigre se recogió sobre sí mismo con las garras abiertas, y abrió la boca mostrando una doble hilera de dientes puntiagudos.
El bengalí, que corría muy rápidamente, en pocos minutos llegó a la cabaña. El miserable tenía la cara ensangrentada por una herida que se había hecho en la frente para mejor adornar la traición y tenía la túnica también manchada.
—¡Amo...! ¡Kammamuri! —exclamó, llorando desesperadamente.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Tremal-Naik con angustia.
—¡Han herido de muerte a Aghur...! ¡Pobre de mí... no es mi culpa, amo... nos saltaron encima... Aghur! ¡pobre Aghur!
—¡Lo han herido! —exclamó Tremal-Naik con ira—. ¿Quién? ¿Quién?
—Los enemigos... los indios de los lazos...
—¡Maldición...! ¡Habla, cuenta, dilo, quiero saberlo todo!
—Estábamos sentados en un bosque de yaca —dijo el miserable, continuando sus sollozos—. Nos saltaron encima antes de que pudiéramos tomar las armas y Aghur ha caído. Yo tuve miedo y huí.
—¿Cuántos eran?
—Diez, doce, no recuerdo bien cuántos. He huido de milagro.
—¿Está muerto Aghur?
—No, amo, no puede estar muerto. Lo han apuñalado, después ha desaparecido. Huyendo, oí al herido gritar, pero no tuve el coraje de regresar cerca de él.
—¡Eres un cobarde, Manciadi!
—Amo, si hubiera regresado me habrían matado —sollozó el bengalí.
—¿Cuándo van a terminar entonces? —gritó Tremal-Naik—. Kammamuri, quizá Aghur no esté muerto; hay que ir a buscarlo y traerlo aquí.
—¿Y si me asaltan? —preguntó Kammamuri, aterrorizado.
—Lleva contigo a Darma y a Punthy. Con estos animales puedes hacer frente a cien hombres.
—¿Pero quién me guiará?
—Manciadi.
—¿Y usted quiere permanecer en la cabaña solo?
—Basto yo solo para defenderme. Ve y no pierdas tiempo, si quieres salvar al pobre Aghur. Manciadi, guía a este hombre al bosque.
—Amo tengo miedo.
—Guía a este hombre al bosque; si vacilas, te hago descuartizar por el tigre.
Tremal-Naik había pronunciado aquellas palabras con tal tono, para hacer comprender a Manciadi que no era una broma. Aparentando el máximo terror, se unió al maratí que se había armado con la carabina y un par de pistolas.
—Amo —dijo Kammamuri—, si dentro de dos o tres horas no regresamos, querrá decir que hemos sido asesinados. El bote está encallado en la orilla; piense en ponerse a salvo.
—¡Nunca! —exclamó Tremal-Naik—. Te vengaré en Rajmangal; calla y parte.
El maratí y Manciadi, precedidos por el perro y el tigre, se lanzaron a la carrera en medio de la jungla.
El sol ya había desaparecido bajo el horizonte, y la luna surgía, esparciendo una luz azulada, de una infinita dulzura, suficiente para guiar a los dos indios a través de la masa de bambú.
—Caminemos con precaución y en silencio —dijo Kammamuri a Manciadi—. No debemos atraer la atención de los enemigos, que quizá se mantienen escondidos a poca distancia de nosotros.
—¿Tienes miedo, Kammamuri? —preguntó el bengalí, que no temblaba más.
—Creo que sí. Por fortuna, con nosotros tenemos a Darma, una valerosa bestia que no teme a cincuenta hombres armados.
—Te advierto, Kammamuri, que yo no voy a entrar en el bosque.
—Me esperarás donde mejor te plazca, y si quieres te dejaré a Punthy, un bravo perro que sabe estrangular a media docena de personas. Adelante y silencio.
Manciadi, que había ya trazado su plan, condujo al maratí al sendero que había recorrido a la mañana y lo siguió por tres cuartos de hora. Se detuvieron en el margen del bosque de yaca.
—¿Es aquí? —preguntó Kammamuri, mirando con ansiedad bajo los árboles.
—Sí, aquí —respondió Manciadi, poniéndose misterioso—. Sigue por este pequeño sendero que se interna en el bosque y llegarás al estanque, en cuyas orillas ha caído Aghur. Yo aquí te espero, escondido en aquel denso matorral.
—¿Quieres el perro?
—Prefiero estar solo. Los indios no me descubrirán, estoy seguro.
—Dentro de media hora estoy de regreso. Darma, estate atento y listo para caer sobre el primer hombre que se presente delante nuestro, y tú, Punthy, prepárate también para estrangular a cualquiera.
El tigre dejó oír un bajo rugido y se puso delante del maratí con las cortas orejas alzadas y el perro se puso detrás mostrando los dientes.
—Muy bien —dijo Kammamuri, cuando vio al bengalí escondido en el matorral—. Nadie se atreverá a acercarse sin el permiso de estas queridas bestias.
Entraron en el bosque bajo el cual reinaba una profunda oscuridad y un silencio fúnebre y avanzaron por el sendero, sin producir rumor de ningún tipo. Kammamuri varias veces se detuvo esperando oír algún lamento o alguna llamada que señalase la presencia de Aghur, pero nada llegaba a sus oídos.
—Es extraño —murmuraba, frotándose el sudor que goteaba en gran cantidad de la frente—. Si estuviera todavía vivo, si oyese algún lamento, pero aquí reina un silencio perfecto. ¿Estará muerto?
Había recorrido entre trescientos y cuatrocientos pasos, cuando oyó a alguien que silbaba un aire melancólico.
Era el mismo aire que Manciadi había silbado antes de asesinar a Aghur. El tigre se puso a refunfuñar dirigiendo la cabeza hacia atrás y el perro dió signos de inquietud, gruñendo.
—Atención, pequeños —dijo Kammamuri, que sentía helarse la sangre—. Permanezcan cerca de mí y dejen que el hombre silbe a su voluntad. Creo que para Aghur ha terminado.
Una nube oscureció la luna y la oscuridad se hizo más densa bajo el bosque.
Kammamuri se detuvo, indeciso si debía avanzar o volver atrás, luego siguió adelante con las pistolas armadas.
—¡Kammamuri! —gritó una voz.
—¡Kammamuri! —repitió una segunda voz.
—¡Kammamuri! —reanudó una tercera.
El tigre se puso a rugir azotándose los flancos con la cola y saltando como si estuviera en un brasero. Trató dos o tres veces de lanzarse a la derecha del sendero, pero el maratí, con un silbido, lo atraía a su lugar.
—Calma, pequeño, calma —dijo—. Deja que nos llame. No son espíritus, sino hombres que se divierten asustándonos. Si regreso a la cabaña, podré agradecer a Visnú de haberme protegido.
Alargó el paso con una pistola apuntada a la derecha del sendero y la otra a la izquierda y poco después llegaron a vista del estanque.
Un haz de luz lunar cayó en ese lugar, iluminándolo como en pleno día.
Kammamuri, con indecible espanto, vio en tierra un cuerpo humano sobre el que se agitaba un grupo de marabú.
Punthy se lanzó hacia el cadáver aullando lamentosamente y poniendo en fuga a las voraces aves.
—¡Aghur! —exclamó Kammamuri, sollozando.
Corrió como un loco al estanque y se arrojó sobre el cuerpo de su infeliz compañero.
Tenía todavía el lazo alrededor del cuello y el cuerpo había sido desgarrado por los marabúes.
—¡Aghur! ¡Mi pobre Aghur! —repitió Kammamuri, abrazando el cadáver—. ¡Ah! ¡miserables!
De repente emitió un alarido terrible y sus ojos se fijaron en una piedra, contra la cual estaba apoyada la cabeza de Aghur.
A los pálidos rayos de la luna, había leído, temblando, las siguientes palabras escritas en letras de sangre: «Kammamuri, Manciadi me ha ases...».
El maratí saltó en pie. Comprendió toda la traición del bengalí y el peligro que corría el amo.
—¡Darma! ¡Punthy! —gritó con voz ahogada—. ¡A la cabaña...! ¡A la cabaña...! Están matando al amo.
¡Y se lanzó atravesando la foresta precedido por el tigre y seguido por el perro, que ladraba con furor!


Mientras Kammamuri corría como un gamo bajo la densa bóveda de follaje, el bengalí no perdía el tiempo.
Cuando quedó solo, de súbito se lanzó fuera del matorral corriendo precipitadamente hacia la cabaña, resuelto a estrangular a la segunda víctima.
Sabía que tenía una ventaja de un buen cuarto de hora sobre el maratí, no obstante devoraba el camino con la velocidad de una bala de cañón, temiendo ser sorprendido en el acto por el tigre y el perro, animales de los cuales tenía todo que temer.
Atravesó la jungla empleando menos de media hora y se detuvo sobre el margen del plantío, después de haber preparado un segundo lazo.
—El amo debe mantenerse en guardia —murmuró—. Si me ve regresar, creerá que he abandonado a Kammamuri y me quebrará la cabeza con una bala de carabina. Ese hombre no bromea.
Abrió poco a poco el bambú y miró hacia el norte. A cuatrocientos pasos de distancia vio la cabaña y junto a ella a Tremal-Naik en pie, con la carabina en mano.
—¡Ah! —exclamó el miserable—. Matarlo no será tan fácil, pero Manciadi es más astuto que un cazador de serpientes.
Retomó la carrera hacia el este, trotando furiosamente por seis o siete minutos, luego se arrojó en el llano. La cabaña estaba a su derecha y Tremal-Naik le mostraba un flanco. Con un poco de astucia podía aproximarse y coger a la víctima por la espalda. Su resolución fue prontamente tomada. Comenzó a arrastrarse entre la hierba como una serpiente, alargándose cuanto podía para no ser visto por Tremal-Naik y procurando no hacer ruido.
Pero, la brisa que rozaba el plantío, curvando dulcemente las altas puntas del bambú, producía un ligero roce, suficiente para cubrir el arrastrarse de un hombre.
Así avanzando y deteniéndose para aguzar las orejas y mirar a Tremal-Naik que parecía no darse cuenta de nada, consiguió ganar la cabaña.
Con un arrebato de tigre se irguió. Una sonrisa atroz rozaba sus labios.
—Es mío —murmuró con un hilo de voz—. Kali me protege.
Caminó en punta de pies a lo largo de las paredes de la cabaña y se paró a diez pasos de Tremal-Naik. Dio una última mirada a la jungla y no vio a nadie.
Una segunda sonrisa, más cruel que la primera, apareció en sus labios y sus ojos centellearon como los de un gato.
Un segundo más y la víctima habrá caído para no levantarse más.
Hizo silbar rápidamente el lazo alrededor suyo y lo lanzó dando un salto adelante. Tremal-Naik se desplomó al suelo como un árbol arrancado por el viento, pero, por casualidad, una mano había quedado presa en el lazo.
—¡Kammamuri! —gritó el desgraciado, aferrando con la otra mano la cuerda y tirando de ésta con desesperada energía.
—¡Muere! ¡muere! —aulló el asesino, arrastrándolo por el suelo.
Tremal-Naik envió un segundo grito.
—¡Kammamuri! ¡ayuda!
—Aquí estoy —tronó una voz.
Manciadi rechinó los dientes con furor. Sobre el límite del plantío había repentinamente aparecido el maratí: delante, corría, con saltos gigantescos el tigre, flanqueado por Punthy.
Un relámpago desgarró la noche seguido de una fragorosa detonación. Manciadi dio un salto de diez pasos y se arrojó como loco hacia la orilla cercana.
Un segundo disparo retumbó y Manciadi se desplomó en el río, desapareciendo entre los remolinos.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Dholak: Tipo de “tamtan”, o sea de tambor formado por dos pieles, una más pequeña, y que da un sonido muy agudo.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Finalmente la traición fue descubierta, pero no queda claro si fue vengada o no. Habrá que seguir leyendo... y traduciendo. Siguen apareciendo términos para los que no encuentro traducción. ¿Alguien que pueda ayudar?

Dholak: “Hulok” en el original, es un instrumento musical de dos parches, de madera dura. Se toca de pie o en el suelo y es utilizado en festividades matrimoniales, danzas folclóricas, etc.

Estípite: En arquitectura, pilastra en forma de pirámide truncada, con la base menor hacia abajo.

Gamo: Mamífero rumiante de la familia de los Cérvidos, originario del mediodía de Europa, de unos 90 cm de altura hasta la cruz, pelaje rojizo oscuro salpicado de multitud de manchas pequeñas y de color blanco, que es también el de las nalgas y parte inferior de la cola; cabeza erguida y con cuernos en forma de pala terminada por uno o dos candiles dirigidos hacia delante o hacia atrás.

Tamtan: “Tam-tam” en el original, es un tambor africano de gran tamaño, que se toca con las manos.

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