martes, 5 de febrero de 2013

X. El estrangulador


Habían pasado veinte días. Tremal-Naik, merced a su robusta constitución y a los asiduos cuidados de sus compañeros, se curó rápidamente.
La herida ya se había cerrado y podía levantarse.
Pero, mientras recuperaba la fuerza, el indio se ponía cada vez más sombrío e inquieto. Sus compañeros lo sorprendían a veces con la cara escondida entre las manos y las mejillas húmedas, como si hubiera llorado. No hablaba mas que raras veces, no confesaba a nadie el terrible dolor que lo consumía y a veces era asaltado por inesperados accesos de rabia, durante los cuales se desgarraba las carnes con las uñas e intentaba arrojarse de la hamaca gritando:
—¡Ada...! ¡Ada...!
Kammamuri y Aghur en vano se esforzaban en hacerlo hablar; en vano buscaban la causa de esos arrebatos de ira que amenazaban reabrir la aún no cicatrizada herida y se preguntaban quién podía ser aquella que llevaba ese nombre que él pronunciaba en sus delirios y en sus sueños, este nombre que era su pesadilla, su tormento.
Manciadi el bengalí, algunas veces se asociada a ellos para lograr algo, pero aquello sucedía rara vez. Este hombre parecía al contrario escapar de la presencia del herido como si hubiese de temer algo.
No entraba en su estancia si no cuando lo veía dormir, pero casi con repugnancia. Le gustaba mejor recorrer la jungla en busca de caza, recoger leña y traer agua. Extraña cosa: cada vez que oía al amo invocar a Ada, era asaltado por un temblor extraordinario y su cara, usualmente tranquila, de súbito se alteraba cambiando incluso color. Más particularmente misterioso era, que a medida que Tremal-Naik mejoraba, antes que alegrarse, se ponía sombrío y de humor sombrío.
Se habría dicho que aquel hombre lamentaba que el amo sanara. ¿Por qué? Nadie habría podido decirlo.
En la mañana del vigésimo primer día, en la cabaña sucedió un acontecimiento que iba a tener funestas consecuencias.
Kammamuri se había levantado al primer rayo de sol. Dado que Tremal-Naik dormía un sueño tranquilo, se dirigió hacia la puerta para despertar a Manciadi que reposaba afuera, debajo de un pequeño cobertizo de cañas de bambú. Levantó la barra y empujó la puerta pero para su gran sorpresa ésta no se abrió: había afuera algo que la obstaculizaba.
—¡Manciadi! —gritó el maratí.
Nadie respondió a la llamada. En la mente del maratí relampagueó el temor de que al pobre le había tocado alguna desgracia, que los enemigos lo habían estrangulado o que los tigres de la jungla lo habían descuartizado.
Acercó un ojo a la rendija de la puerta y vio que el objeto que le impedía abrirla era un cuerpo humano. Mirando con mayor atención, reconoció al bengalí Manciadi.
—¡Oh...! —exclamó con horror—. ¡Aghur!
El indio se apresuró para acudir a la llamada del compañero.
—Aghur —dijo el maratí, asustado—. ¿Has oído algo anoche?
—Absolutamente nada.
—¿Ni siquiera un gemido?
—No, ¿por qué?
—¡Han matado a Manciadi!
—¡Es imposible! —exclamó Aghur.
—Está aquí extendido delante de la puerta.
—Darma no ha dado ninguna señal, ni siquiera Punthy.
—Sin embargo debe estar muerto. No responde, ni se mueve.
—Necesitamos salir: empuja fuerte.
El maratí apoyó un hombro en la puerta e hizo fuerza despejando a Manciadi. Obteniendo una abertura, los dos indios se lanzaron al exterior. El pobre bengalí estaba tumbado boca abajo y parecía muerto, aunque no se veía en su cuerpo herida alguna. Kammamuri le acercó una mano al pecho y sintió que el corazón todavía latía.
—Está desmayado —dijo.
Arrancó una pluma a un pankah que se encontraba cerca, le dio fuego y la acercó a la nariz del desmayado. Enseguida un suspiro alzó el pecho, luego los brazos y las piernas se movieron y finalmente se abrieron los ojos que se fijaron con desconcierto sobre los dos indios.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó afectuosamente Kammamuri.
—¡Son ustedes! —exclamó afanosamente el bengalí—. ¡Ah...! ¡qué miedo...! ¡Creía que había muerto en el acto!
—¿Pero qué has visto? ¿Quién procuró matarte? ¿Los hombres quizá?
—¿Hombres...? ¿Quién habla de hombres?
—Vamos, dilo.
—Pero no eran hombres —dijo el bengalí—. Sí, sí, no me engaño, era un elefante.
—¡Un elefante! —exclamaron los dos indios—. ¡Un elefante aquí!
—Pero sí, era un elefante enorme, con una probóscide monstruosa, y dos colmillos larguísimos.
—¿Y se acercó a tí? —preguntó Aghur.
—Sí, y por poco no me quebró el cráneo. Yo dormía sabrosamente, cuando fui despertado por un potente soplido; abrí los ojos y vi sobre mí la gigantesca cabeza del monstruo. Procuré alzarme para huir, pero la probóscide me cayó sobre el cráneo, inmovilizándome en el suelo.
—¿Y después? —preguntó Kammamuri con ansiedad.
—Después no recuerdo nada más. El golpe fue tan fuerte que me desmayé.
—¿Qué hora era?
—No lo sé, porque estaba soñoliento.
—Es extraño —dijo el maratí—. Y Punthy no se dio cuenta de nada.
—¿Qué hacemos? —preguntó Aghur, lanzando una mirada ardiente a la jungla.
—Dejemos al coloso en paz —respondió Kammamuri.
—Regresará —se apresuró a decir Manciadi—, y arruinará la cabaña.
—Es verdad —dijo Aghur—. ¿Si lo perseguimos?
—¿Y por qué no? Tenemos buenas carabinas.
—Yo estoy dispuesto a ayudarte —respondió Manciadi.
—Pero no podemos dejar solo al amo, aún cuando está completamente curado —observó Kammamuri—. Ustedes saben que un peligro nos amenaza siempre.
—Tú te quedarás y nosotros iremos a la caza —apremió Aghur—. Con un vecino tan peligroso, no se puede vivir tranquilo.
—Si tienen coraje suficiente, les dejo el campo libre.
—¡Eso es! —exclamó Aghur—. Déjanos a nosotros, y verás que antes del mediodía el coloso estará muerto.
Fue a agarrar de la cabaña dos pesadas carabinas de grueso calibre y le dio una al bengalí que la cargó con gran atención, con una vara de plomo. Armados de pistolones y de una enorme cuchilla, y también de abundante munición, entraron resueltamente en la jungla, recorriendo un ancho sendero trazado entre el bambú. Aghur estaba alegre y charlaba; el bengalí, al contrario, se había vuelto oscuro y a menudo se detenía para mirar a su compañero que lo precedía unos pocos pasos.
De vez en cuando se inclinaba hacia la tierra y escuchaba, fingiendo buscar los rastros del elefante. Aquel brusco cambio, aquellas miradas y aquellas maniobras, no se le escaparon a Aghur, quien creía que el bengalí tenía miedo.
—Ánimo, Manciadi —dijo, alegremente—. No creas que es tan difícil abatir una bestia, aún si está armada de probóscide. Una bala en un ojo y todo habrá acabado.
—No tengo miedo —respondió bruscamente el bengalí, esforzándose, pero en vano, de atajar de sus labios una sonrisa.
—Pareces inquieto.
—En efecto lo estoy, pero no es el elefante lo que me preocupa.
—¿Y qué cosa, entonces?
—Aghur —dijo Manciadi con acento extraño—. ¿Tienes miedo de la muerte?
—¿Si yo tengo miedo de la muerte...? ¿Por qué me haces esta pregunta? ¡Nunca he tenido miedo a nada... yo!
—Mejor por ti.
—No te entiendo.
—Comprenderás en pocas horas, silencio y adelante.
—Está loco —pensó Aghur—, o medio muerto de miedo. Está bien, abatiré yo al coloso.
Los dos indios apresuraron el paso, a pesar del sol que los asaba y de los obstáculos que estorbaban el sendero, y una hora después llegaron a un boscaje de yaca, cuya fruta, antes que colgar de las puntas de las ramas, sale directamente del tronco, de un bello color amarillo, de una fragancia extraordinaria y un peso de más de treinta libras.
Allí, Manciadi con gran sorpresa de su compañero, se puso a silbar un aire melancólico, jamás oído en la jungla negra.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Aghur.
—Silbo —respondió Manciadi tranquilamente.
—Harás que escape el elefante.
—Al contrario lo atraigo. Los elefantes aman la música y, cuando la oyen, acuden.
—¡Ah! No lo sabía.
—Camina, Aghur, y mira bien alrededor. ¿Sabes dónde se encuentra un estanque?
—Aquí cerca.
—Vamos.
Aghur, aún cuando todo aquello le parecía bastante extraño, obedeció. Tomó un pequeño sendero apenas visible y condujo a su compañero a la orilla de un pequeño estanque rodeado de amontonamientos de piedras vastamente esculpidas, ruinas de una antigua pagoda.
—Tú permanecerás aquí —dijo el bengalí—. Yo bato el bosque y descubro al elefante, ya que aquí debe estar escondido.
Se puso bajo el brazo la carabina y se alejó sin añadir sílaba. Apenas estuvo seguro de no ser visto ni oído, se puso a correr rápidamente y se detuvo al pie de una palmera, sobre cuyo tronco se veía vastamente grabado el emblema misterioso de los indios de Rajmangal.
—Es mi hora —dijo—. Este bosque será su tumba.
Se enderezó cuanto pudo y emitió un silbido. Una señal igual le respondió y algunos minutos después, entre el paso de dos matorrales apareció la siniestra figura de Suyodhana. Cruzó los brazos sobre el pecho, adornado con la serpiente con cabeza de mujer, y se quedó mirando a Manciadi con una mirada aguda como la punta de una aguja.
—Hijo de las sagradas aguas del Ganges, sé bienvenido —dijo el bengalí, tocando el polvo con la frente.
—¿Pues bien? —preguntó brevemente Suyodhana.
—Estamos batidos.
—¿Qué quieres decir?
—Tremal-Naik está vivo.
Suyodhana se puso aún más oscuro y se clavó las uñas en la carne.
—¿Hemos fallado el golpe? —gruñó—. ¡A pesar de que el puñal vengador le desgarró el pecho!
Inclinó la cabeza sobre el pecho y se hundió en sombríos pensamientos.
—Manciadi —dijo después de algún tiempo—, ese hombre debe morir.
—Ordena, hijo de las sagradas aguas del Ganges.
—La virgen de la sagrada pagoda fue profundamente herida por la venenosa mirada de ese hombre. La desdichada aún lo ama, ni cesará de amarlo mientras él viva.
—¿Creerá su muerte?
—Sí, porque yo le daré la prueba.
—¿Qué debo hacer? ¿Debo envenenarlo?
—No, el veneno no siempre mata; hay antídotos.
—¿Debo estrangularlo? Tengo mi lazo.
—Vamos despacio. ¿Has ejecutado cuanto te ordené?
—Sí, hijo de las sagradas aguas del Ganges. Aghur me espera cerca del estanque.
—Bien, lo matarás.
—¿Y después? —preguntó el fanático con terrible calma.
—Después regresarás a la cabaña y narrarás a Kammamuri que Aghur fue asesinado. Te creerá y correrá a buscarlo; comprendes el resto.
—¿Tiene algo más que decirme?
—Nada más.
—Y cuando haya estrangulado a Tremal-Naik, ¿qué debo hacer?
—Alcanzarme en Rajmangal: ¡ve!
Manciadi tocó una segunda vez el polvo con la frente y se alejó con la mano derecha en la culata de una pistola.
—¡Indudablemente —dijo el bengalí—, el hijo de las sagradas aguas del Ganges es un gran hombre!
El fanático no pensó ni siquiera en el doble asesinato que estaba por cometer. Suyodhana así lo había ordenado, y Suyodhana hablaba en nombre de la monstruosa divinidad a la cual todos habían consagrado sus brazos y sus vidas. Atravesó lentamente el bosque de yaca y llegó al estanque, cerca del cual estaba tendido, con la carabina sobre las rodillas, la futura víctima.
—¿Has visto al elefante? —le preguntó Aghur.
—No aún, pero he descubierto sus huellas —dijo el asesino mirándolo con dos ojos que enviaban siniestros resplandores.
—¿Por qué me miras así? —preguntó Aghur.
El bengalí no respondió y continuó mirándolo.
—¿Has descubierto alguno extraño?
—Sí —respondió Manciadi—. Aghur, ¿recuerdas lo que te dije hace una hora?
El indio parecía sorprendido e inquieto. Quizá presentía la catástrofe.
—¿Cuando me hablaste de la muerte?
—Sí.
—Lo recuerdo —respondió Aghur.
—¿No te parece cruel morir a los veinte años, cuando el porvenir acaso te sonríe? ¿No te parece atroz abandonar esta tierra dorada por el sol y perfumada por la fragancia de miles de flores, para descender a la tumba, en la oscuridad, en el misterio?
—¿Estás loco? —preguntó Aghur.
—No, Aghur, no estoy loco —dijo el asesino acercándosele hasta tocarlo—. ¡Mira!
Abrió la túnica que lo cubría y puso al descubierto su pecho tatuado con la serpiente con cabeza de mujer.
—¿Qué es? —preguntó Aghur.
—El emblema de la muerte.
—No entiendo.
—Tanto peor para tí.
El bengalí desató el lazo que tenía escondido bajo la túnica y lo hizo silbar alrededor de su cabeza.
—¡Aghur! —gritó—. ¡Suyodhana te ha condenado y debes morir!
El indio comprendió entonces todo. Brincó en pie con la carabina en la mano, pero le faltó tiempo para apuntarla al traidor.
Un silbido cortó el aire y el pobre, estrechada la garganta por el lazo, cuya bola de plomo lo golpeó fuertemente en la nuca, cayó a tierra.
—¡Asesino...! —aulló con voz estrangulada.
—¡Aghur! —dijo el estrangulador con acento fúnebre—. Saluda una última vez al sol que te acaricia, respira una última vez este aire que corre en el Sundarbans, envía el último saludo a tus compañeros y desciende en la tumba.
—¡Kammamuri...! ¡Amo...! —balbuceó Aghur, debatiéndose.
El fanático aferró sólidamente el lazo y ahogó la voz de la víctima en un violento rasguido, luego se le arrojó encima y con el puñal lo traspasó.
—¡Muere, que la diosa lo desea! —gritó una última vez Manciadi.
Aghur, con el rostro ceniciento, los ojos brotando de las órbitas echó fuera un ronco gemido y trató de levantarse de nuevo, pero volvió a caer.
—Uno —dijo el fanático, lanzando una mirada feroz al asesinado—. Ahora, pensemos en los otros.
Y se alejó con rápidos pasos, mientras una bandada de marabú bajaba sobre el cadáver aún caliente del infeliz Aghur.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Pankah: Tipo de abanico de plumas de pavo real.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Triste capítulo. No hay nada peor que la traición.

En este capítulo Salgari nombra al pankah (punya en la versión original), como si fuera la primera vez, pero siendo que en el primer capítulo corregí la palabra “dubgah” por esta, ya la había definido.

Probóscide: Aparato bucal en forma de trompa o pico, dispuesto para la succión, que es propio de los insectos dípteros.

Boscaje: Bosque de corta extensión.

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg. Por lo tanto, 30 lb equivalen a 13,61 kg.

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