martes, 1 de enero de 2013

VII. Kammamuri


Kammamuri, después de la separación, había tomado el camino que conducía al río, procurando seguir las huellas del indio que lo precedía. Pero, es necesario decirlo, el bravo maratí se alejaba de su amo a su pesar, y casi con remordimientos.
Él, con razón, temía que Tremal-Naik cometiera alguna locura, sabiendo que quería volver a ver a la misteriosa visión y por eso cada diez pasos se detenía titubeante, más dispuesto a retroceder, a pesar de la prohibición, que a seguir adelante.
¿Cómo retornar a la cabaña, sabiendo que el amo se encontraba en la jungla maldita, donde los enemigos pululaban como el bambú? Le parecía una enormidad, una cosa absolutamente imposible, casi un delito.
Todavía no había recorrido media milla, cuando decidió retornar sobre sus propios pasos a costo de hacer rabiar a Tremal-Naik.
—En fin —dijo el bravo maratí—, un compañero podrá servirle de algo. Ánimo, Kammamuri, coraje y ojos abiertos.
Hizo una pirueta sobre sus talones y se dirigió nuevamente hacia el oeste, no poniendo más en mente al indio que hasta entonces lo había precedido.
No había hecho todavía veinte pasos, que oyó una voz desesperada gritar:
—¡Ayuda! ¡ayuda!
Kammamuri dio un salto hacia atrás.
—¡Ayuda! —murmuró—. ¿Quién pide ayuda?
Se quedó escuchando, con una mano a la oreja: la brisa nocturna que soplaba del oeste, le trajo un silbido agudo.
—Sucede algo allí —masculló el maratí, inquieto—. El viento trae, quien ha gritado debe estar a media milla de aquí, en la dirección tomada por mi amo. ¿Estarán asesinando a alguien?
El temor de caer en manos de los indios era fuerte, pero la curiosidad ganó.
Se puso la carabina bajo el brazo y se dirigió hacia el oeste, apartando el bambú con precaución. Precisamente en aquel instante resonó una detonación.
Al oírla, el maratí sintió helársele la sangre en las venas. La carabina de Tremal-Naik, que tantas y tantas veces había oído retumbar en la jungla negra, la conocía demasiado bien para que pudiera engañarse.
—¡Gran Shivá! —murmuró con los dientes apretados—. ¡El amo se defiende!
La idea de que Tremal-Naik corriese peligro, le infundía un coraje extraordinario.
Despreciando toda precaución, olvidando que tal vez los indios lo espiaban, se puso a correr hacia el lugar del cual parecía haber partido la detonación.
Un cuarto de hora después llegó a una especie de claro, en el medio del cual se contorsionaba un objeto largo largo, de manchas dispersas. Este cuerpo emitía los silbidos agudos, particulares de las serpientes, cuando están irritadas.
—¡Oh, una pitón! —exclamó Kammamuri que, familiarizado con semejantes reptiles, no demostraba miedo alguno.
Estaba por retirarse, para evitar el peligro de ser asaltado y triturado, cuando se percató de que el reptil no estaba entero y cerca suyo yacía un cuerpo humano.
Sintió erizarse el mechón de pelos que crecía sobre la nuca.
—¿Será el amo? —murmuró.
Aferró la carabina por el cañón, enfrentó al reptil que se contorsionaba rabiosamente perdiendo sangre y le aplastó la cabeza.
Liberado del monstruo, se precipitó al cuerpo humano que no daba ningún signo de vida.
—¡Visnú sea bendito! —exclamó, emitiendo un suspiro—. No es el amo.
De hecho era un indio, el mismo que por lanzarse contra Tremal-Naik había caído entre los anillos de la pitón. El pobre diablo ya no era reconocible, después del terrible apretón del reptil.
Era una masa de carne torcida, triturada, bañada de sangre.
Tenía la boca desmesuradamente abierta y sucia de una espuma sanguinolenta, los ojos fuera de las órbitas, puntas de hueso roto que le salían del pecho horrendamente desfondado y los miembros partidos en diez lugares diferentes.
Kammamuri se inclinó para escuchar si aún respiraba, pero aquellas carnes ya estaban frías.
—El pobre hombre no ha podido resistir al potente apretón —dijo—. Tanto peor para él: este indio sólo puede ser uno de los que nos daban caza, porque veo sobre su pecho el misterioso tatuaje. Vamos, aquí no hay ya más nada que hacer y corro peligro de ser descubierto.
Un ligero frote de bambú agitado, lo clavó en el suelo. Se plegó prontamente y se extendió en medio de la hierba, permaneciendo inmóvil como el cadáver que tenía cerca.
Si no había sido todavía visto, podía escapar a la mirada de aquel o aquellos que habían movido el bambú, siendo las cañas altas.
El frote había de súbito cesado, pero era necesario no confiarse. Los indios son pacientes como los pieles rojas de América del Norte y espían la presa durante horas, incluso durante días, y Kammamuri, indio también, no lo ignoraba.
Se quedó así algún tiempo, después se atrevió a alzar la cabeza y mirar alrededor.
Un silbido lastimero hendió el aire y se sintió ahogado por un lazo, que una mano hábil había lanzado en torno a su cuello.
Contuvo el grito que estaba a punto de salirle de los labios, aferró con puño firme la cuerda impidiendo así que lo estrangulase y recayó entre la hierba debatiéndose como un agonizante. La estratagema tuvo éxito completo.
El estrangulador, que se mantenía emboscado detrás de un grupo de cañas de azúcar silvestre, creyendo que la víctima fuese a expirar, brincó fuera para terminarlo a golpe de puñal. Kammamuri había aferrado una de las pistolas y la había armado enderezándola en él.
—¡Estás muerto! —le gritó.
Un relámpago rompió la oscuridad, seguido por una detonación. El estrangulador se tambaleó, llevó las manos al pecho y cayó entre la hierba.
Kammamuri se le fue encima con la segunda pistola.
—¿Dónde está Tremal-Naik? —le preguntó.
El estrangulador intentó levantarse, pero volvió a caer. Un chorro de sangre salió de su boca, entornó lo ojos, emitió un gemido y se puso rígido. Estaba muerto.
—Escapemos —murmuró el maratí—. Dentro de poco tendré sobre los talones a sus compañeros.
Se puso de pie y se dio a precipitada fuga por la parte que había venido, convencido que el muerto era el indio que lo había precedido y que Tremal-Naik tuvo éxito en salvarse.
Recorrió, así corriendo, más de una milla adentrándose siempre más en la jungla, procurando mantener un camino recto hasta llegar a la orilla del río y allí esperar el regreso del amo que no quería abandonar. Era la medianoche, cuando se encontró en el límite de un bosque de cocoteros, soberbias plantas que superan en belleza a las palmas datileras, y que una sola basta para abastecer a una familia entera de alimento, bebida e incluso vestimenta.
El maratí no se atrevió a ir más lejos; se trepó sobre una de aquellas plantas y estableció allí arriba su domicilio, seguro de no ser asaltado por los indios y menos aún por los tigres, que debían encontrarse en buen número en aquella isla.
Se acomodó sobre el tronco, se ató con la cuerda tomada al estrangulador y, tranquilizado por el profundo silencio que reinaba, cerró los ojos.
No durmió más que poquísimas horas, porque un barullo infernal lo despertó.
Un gran grupo de chacales, aparecidos quién sabe de dónde, habían rodeado el árbol y le hacían el honor de una espantosa serenata.
Aquellos animales, poco disímiles de los lobos, que pululan como hormigas en toda o casi toda la India, y cuyas mordeduras se creen venenosas, eran más de cien y daban saltos desesperados, desahogando su rabia con aullidos lastimeros, casi desgarradores, que infunden terror hasta a los que están acostumbrados a oírlos desde largo tiempo.
Kammamuri bien podría haberlos alejado con algún escopetazo, pero el tema de atraer a los indios, mucho más terribles que esas bestias, lo detuvo y se resignó a escuchar el concierto que duró hasta el amanecer.
Luego pudo gustar del sueño que se prolongó más de cuanto habría querido, porque cuando reabrió los ojos, el sol había casi cumplido entero su giro y declinaba rápidamente al occidente. Quebró un coco completamente maduro, grande como la cabeza de un hombre, cuya pulpa endurecida recuerda el sabor de las almendras, engulló una buena parte y se repuso bravamente en marcha, esta vez no con la intención de ir a la orilla, sino de encontrar a Tremal-Naik.
Atravesó los bosques de cocos perdiendo algunas horas y aún cuando la noche estuviese bastante avanzada, regresó a la jungla doblando hacia el sur y continuó marchando así hasta la medianoche, parando de vez en cuando para examinar el terreno con la esperanza de encontrar algún rastro del amo. Desesperado ya por descubrir algún indicio, estaba por buscar un árbol sobre el que pasar el resto de la noche, cuando dos sordos disparos, tirados a poca distancia el uno del otro, lo golpearon.
—Ah —exclamó sorprendido.
Un tercer disparo, más fuerte que los otros dos, se oyó.
—¡El amo! —gritó—. ¡Esta vez no se me escapa más!
Suspendió su búsqueda y corrió hacia el sur con la celeridad de un caballo, y media hora después llegaba a un amplio claro, en medio del cual iluminada por un espléndido claro de luna, se erguía una grandiosa pagoda. Dio algunos pasos hacia adelante, luego retornó rápidamente atrás recuperando el bambú.
Dos hombres se habían mostrado al aire libre y se movían hacia la jungla, llevando a una tercera persona que parecía muerta.
—¿Qué quiere decir esto? —barbulló el maratí, que caía de sorpresa en sorpresa—. ¿Vendrán a sepultar ese cadáver a la jungla?
Se alejó aún más, metiéndose en lo denso de un matorral, pero en un lugar donde podía ver sin ser descubierto.
Los dos portadores, que reconoció como dos indios, atravesaron rápidamente el claro, deteniéndose cerca del bambú.
—Ánimo, Sonephur —dijo uno de los dos—. Hagámoslo balancear y arrojémoslo en el medio. Estoy seguro de que mañana por la mañana no encontraremos mas que los huesos, si los tigres están de humor para dejarlos.
—¿Eso crees? —preguntó el otro.
—Sí, nuestra amada diosa se ​​encargará de enviarle una media docena de estas bestias. Este indio es un buen pedazo de carne y bastante joven.
Los dos miserables estallaron en una sonora carcajada, a aquella atroz broma.
—Agárralo bien, Sonephur.
—Vamos, uno, dos...
Los dos indios hicieron oscilar el cadáver y lo arrojaron en medio de la jungla.
—¡Buena suerte! —gritó uno.
—Buenas noches —dijo el otro—. Mañana por la mañana vendremos a hacerte una visita.
Y los dos indios se alejaron riendo sarcásticamente.
Kammamuri había asistido a aquella escena. Esperó que los dos indios estuvieran muy lejos, después salió del escondite y conducido por una fuerte curiosidad, se acercó al cadáver. Un alarido estrangulado salió de sus labios.
—¡El amo! —exclamó con voz desgarradora—. ¡Oh! ¡malditos!
De hecho aquel cadáver era Tremal-Naik. Tenía los ojos cerrados, la cara horriblemente alterada y en el medio del pecho, clavado hasta el mango, un puñal. Las vestimentas estaban todas sucias de sangre que salía todavía de la profunda herida.
—¡Amo! ¡mi pobre amo! —sollozó el maratí.
Apoyó ambas manos sobre su cuerpo y se estremeció como si hubiera sido tocado por una pila eléctrica. Le parecía haber sentido el corazón latir.
Acercó la oreja y escuchó conteniendo la respiración. No se había engañado: Tremal-Naik no había muerto todavía ya que el corazón débilmente latía.
—Tal vez no le dispararon —murmuró, temblando por la emoción—. Calma, Kammamuri, y actuemos sin perder tiempo.
Con precaución le quitó a Tremal-Naik el kurta exponiendo el amplio pecho. El puñal se había hundido entre la sexta y la séptima costilla, en dirección del corazón, pero sin haberlo tocado.
La herida era terrible, pero quizá no era mortal; Kammamuri que de eso entendía más que un médico, esperaba salvar al infeliz.
Tomó delicadamente el arma y lentamente, sin sacudir, la extrajo de la herida: un chorro de sangre caliente y roja salió de los labios. Era buen signo.
—Se curará —dijo el maratí.
Rasgó un pedazo del kurta y detuvo la hemorragia que podía ser fatal para el herido. Ahora se trataba de buscar un poco de agua y algunas hojas de youma para exprimir sobre la llaga, para apresurar la cicatrización.
Reunió todas sus fuerzas, lo aferró en sus brazos tan delicadamente como pudo, y se alejó tambaleándose, dirigiéndose hacia el este, o sea hacia el río.
Descansando cada cien pasos para tomar aliento y ver si el amo daba siempre señales de vida, bañado en sudor, resistiendo a duras penas sobre sus piernas, recorrió más de una milla y se detuvo sobre la orilla de un estanque de agua límpida, rodeado por una triple fila de pequeños bananos y de cocoteros.
Dejó al herido sobre un denso estrato de hierbas, y aplicó sobre la sangrienta llaga pañuelos húmedos. A aquel contacto un débil suspiro, que parecía un gemido reprimido, salió de los labios de Tremal-Naik.
—¡Amo! ¡amo! —llamó el maratí.
El herido agitó las manos y abrió los ojos que revoleaba en un círculo sanguíneo, fijándolos en Kammamuri.
Un rayo de alegría iluminó su broncíneo rostro.
—¿Me reconoce, amo? —preguntó el maratí.
El herido hizo una seña afirmativa con la cabeza y movió los labios como para hablar, pero no articuló más que un sonido confuso, incomprensible.
—No puede hablar todavía —dijo Kammamuri—, pero me narrará todo después. Sin duda, amo, que nos vengaremos de los miserables que le han dejado tan maltrecho.
La mirada de Tremal-Naik brilló de un oscuro fuego y estrechó los dedos arrancando la hierba. Sin duda él lo había comprendido.
—Calma, calma, amo. Ahora encontraré algunas hierbas que le harán muy bien, y en cuatro o cinco días abandonaremos estos lugares y lo conduciré a la cabaña para terminar su curación.
Le recomendó por última vez silencio e inmovilidad completa, batió la hierba por un radio de treinta o cuarenta pasos para asegurarse de que no se escondía ninguna de esas terribles serpientes llamadas rudiramandali cuya mordedura hace, como dicen, sudar sangre, y se alejó arrastrándose.
No corrió mucho, que encontró algunas plantas de youma, vulgarmente llamada lengua de serpiente cuyo jugo es un bálsamo precioso para las heridas.
Hizo una buena colección y se disponía a regresar, pero hechos apenas pocos pasos se detuvo con las manos sobre las culatas de las pistolas.
Le pareció haber visto una masa negra acosando silenciosamente entre el bambú; tenía más la forma de un animal, que de un ser humano.
Olfateó varias veces el aire y sintió un olor marcadísimo a salvaje.
—Atento Kammamuri —murmuró—. Tenemos un tigre cerca.
Se puso entre los dientes la cuchilla y avanzó intrépidamente hacia el estanque mirando atentamente alrededor. Esperaba encontrarse de un momento a otro frente al feroz carnívoro, pero no lo hizo y llegó en medio de los árboles sin siquiera haberlo visto.
Tremal-Naik estaba en el mismo lugar que antes y parecía amodorrado, de lo que se alegró el bravo maratí. Se puso cerca de la carabina y las pistolas para estar listo para usarlas, masticó la hierba, a pesar de su insoportable amargura y la aplicó sobre la llaga.
—Ahí, así está bien —dijo frotándose alegremente las manos—. Mañana el amo estará mejor y podremos desalojar este lugar que no me parece muy seguro. Los indios en pocas horas irán a la jungla y al no encontrar el cadáver, se pondrán sin duda en campaña. No nos dejaremos por lo tanto atrapar como...
Un maullido formidable, familiar a los tigres, similar a un rugido, le cortó la frase. Giró rápidamente la cabeza, alargando instintivamente las manos hacia las armas.
Ahí, a quince pasos de distancia, recogido sobre sí mismo, como en acto de lanzarse estaba un enorme tigre de Bengala, que lo miraba con dos ojos brillantes que tenían los reflejos azulados del acero.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando todo parecía encaminarse, se vuelve a complicar. Típicamente salgariano. Típicamente de aventura clásica. No hay muchos respiros, apenas uno o dos para recobrar algo de aliento. Grande Kammamuri, arriesgando todo por Tremal-Naik. No hubo dificultades en la traducción, salvo una palabra.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 0,5 mi equivalen a 0,80 Km.

Pieles rojas de América del Norte: “Pelli-rosse dell'America” en el original, agregué “...del Norte” según la definición del diccionario de la RAE: “piel roja: 1. com. Indio indígena de América del Norte”.

Cocotero: “Palme da cocco” en el original, es un género de palmeras llamado Cocos nucifera.

Palma datilera: “Palme da datteri” en el original, es una palmera frutal cuyo fruto es el dátil, de nombre Phoenix dactylifera, también conocida como palma común, fénix, támara o datilero.

Kurta: “Kurty” en el original, es una prenda tradicional que consta de una camisa suelta que cae justo encima o en algún punto por debajo de las rodillas del portador. Se llama “kurti” a la versión más corta llevada por las mujeres. Entre “kurta” y “kurti” me decidí por el primero ya que correspondía a la vestimenta de un hombre.

Youma: No encontré para youma (que más adelante en la novela y en las siguientes tiene otro uso) sino para “lengua de serpiente”. Podría tratarse de un helecho medicinal llamado Ophioglossum vulgatum o lengua de serpiente que se utiliza para curar heridas y llagas y en la antigüedad para curar úlceras y hernias. También podría ser la Rauwolfia serpentina cuyo extracto se utilizó durante milenios en India como remedio para las mordeduras de serpientes y como tranquilizante.

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