jueves, 24 de enero de 2013

IX. Manciadi


Hacia el oriente comenzaba a alborear, cuando el bote llegó a orillas de la jungla negra.
Nada nuevo parecía haber pasado. La cabaña se erguía aún entre el cañaveral coronado por una docena de gigantescos marabúes argala inmóviles sobre sus largas patas amarillentas, y el tigre, el fiel Darma, daba vueltas a su alrededor, sin alejarse jamás.
—Bueno —murmuró Kammamuri—. Los malditos no han visitado estos lugares. ¡Darma!
El tigre a aquella llamada se detuvo, alzó la cabeza, fijó sobre el bote sus ojos verdosos y se lanzó hacia la orilla emitiendo un sordo gemido.
Kammamuri y Aghur se apresuraron a desembarcar y llevaron al amo a la cabaña, poniéndolo con cuidado sobre una cómoda hamaca. El tigre y el perro se detuvieron afuera a velar. —Examina la herida, Aghur —dijo Kammamuri.
El bengalí quitó la venda y miró atentamente el pecho del pobre Tremal-Naik. Una arruga se dibujó sobre su frente.
—Es grave —dijo—. El puñal entró bastante, probablemente hasta la empuñadura.
—¿Se curará?
—Eso espero. ¿Pero por qué lo han apuñalado?
—Es difícil de decir. Sabes que el amo quería volver a ver a la visión.
—Al menos eso ha dicho.
—Él, habiendo llegado a la isla, se metió en la cabeza que quería descubrir a aquella criatura. Parece que sabía dónde se escondía, porque me ordenó retornar a la cabaña y partió solo. Veinticuatro horas después lo encontré en la jungla inmerso en un lago de sangre: lo habían apuñalado.
—¿Pero quién?
—Los hombres que habitan la isla y que quizá velan por esa mujer.
—¿Pero con qué fin?
—Ciertamente para matarlo.
—¿Has visto tú a estos seres?
—Con mis propios ojos.
—¿Son hombres o espíritus?
—Creo que son hombres. Es más, me arrojaron un lazo al cuello para estrangularme, y maté a dos o tres. Si hubieran sido espíritus, no habrían muerto.
—Es extraño —murmuró Aghur, poniéndose pensativo—. ¿Y qué hacen estos hombres? ¿Por qué matan a la gente que desembarca en su isla?
—Lo ignoro, Aghur. Sé que son hombres terribles y que adoran a una divinidad que exige muchas víctimas.
—¿Tienes miedo, Kammamuri?
—Tengo mis buenas razones para tenerlo.
—¿Crees que se mostrarán en nuestra jungla?
—Eso temo, Aghur: aquel hombre nos ha gritado: "nos volveremos a ver".
—Mal para ellos. El tigre es un animal que no los dejará acercarse.
—Lo sé, pero velemos atentamente. Hay en el aire nubes que amenazan tempestad.
—Déjame hacerlo a mí, Kammamuri. Tú piensa en cuidar al amo y yo me encargo de ellos.
Kammamuri retornó cerca del amo para aplicar sobre la herida un nuevo cataplasma de hierbas, y Aghur se sentó delante de la cabaña, con el tigre y el perro acurrucados.
El día transcurrió sin incidentes. Tremal-Naik tenía todavía algún acceso de delirio, durante el cual salió varias veces de sus labios atormentados el nombre de Ada, la desventurada joven que había dejado sin defensa, en manos de aquellos terribles fanáticos.
Pero volvió a caer en una especie de adormecimiento, que se prolongó hasta la bajada del sol. Los dos indios, aún cuando ardían de deseos de interrogarlo para saber cualquier cosa sobre aquellos que lo habían apuñalado, pensaron que era mejor abstenerse para no cansarlo.
Cuando la oscuridad tendió su negro velo sobre la silenciosa jungla, Aghur montó primero la guardia, fuera de la cabaña, armado hasta los dientes. El perro se había acurrucado a sus pies con los ojos fijos en el sur. A medianoche ningún indio había aparecido, ni en el río, ni en la jungla. Pero el perro se había alzado varias veces olfateando el aire, dando signos evidentes de inquietud. Tal vez presentía algo inusual; quién sabe, tal vez la proximidad de alguna persona y tal vez incluso de algún animal salvaje. Aghur estaba por despertar a Kammamuri para que lo subrogase, cuando Punthy se alzó ladrando.
—¡Ah! —exclamó el indio, sorprendido—. ¿Qué quiere decir esto?
El perro ladraba con la cabeza vuelta al río, signo evidente de que en aquel lugar sucedía alguna cosa. Al mismo tiempo, el tigre apareció en el umbral de la cabaña, haciendo oír un sordo maullido.
—¡Kammamuri! —llamó Aghur, preparando las armas.
El maratí, que dormía con un solo ojo, lo alcanzó.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Nuestros animales han oído algo y están inquietos.
—¿Has oído algún ruido?
—Absolutamente nada.
—Toma al perro y escuchemos.
Aghur se apresuró a obedecer.
Repentinamente hacia el río se oyó gritar:
—¡Ayuda! ¡Ayuda...!
El perro se puso a ladrar furiosamente.
—¡Ayuda...! —repitió la misma voz.
—¡Kammamuri! —exclamó Aghur—. Alguien se ahoga.
—Ciertamente.
—No podemos dejar que se ahogue.
—No sabemos quién es.
—¡No importa: a la orilla!
—Preparemos las armas y estemos atentos. Nunca se sabe lo que puede acaecer. Tú, Darma, permanece aquí y descuartiza sin piedad a cuantos se presenten.
El tigre ciertamente lo comprendió, porque se recogió sobre sí mismo, con los ojos llameantes, listo para arrojarse sobre el primero en venir. Los dos indios se lanzaron hacia la orilla, precedidos por Punthy que continuaba ladrando furiosamente, y miraron hacia el río que parecía negro como si fuera de tinta.
—¿Ves algo? —le preguntó Kammamuri a Aghur, que estaba inclinado sobre la corriente.
—Sí, me parece divisar allá algo que va a la deriva.
—¿Un hombre, tal vez?
—Diría más el tronco de un árbol.
—¡Hola! —gritó Kammamuri—. ¿Quién llama?
—¡Sálvenme! —respondió una débil voz.
—Es un náufrago, dijo que el maratí.
—¿Puedes llegar a la orilla? —preguntó Aghur.
Un gemido fue la respuesta que obtuvo. No había duda, aquel náufrago se encontraba al extremo y podía de un momento a otro ahogarse. Los dos indios saltaron al bote y se dirigieron rápidamente hacia él. Pronto se dieron cuenta de que el objeto negro que iba a la deriva era el tronco de un árbol, al que se aferraba un hombre. En pocos instantes lo alcanzaron alargando las manos al náufrago, que las aferró con la fuerza de la desesperación.
—¡Sálvenme...! —balbuceó una vez más, dejándose caer en el fondo de la barca.
Los dos indios se inclinaron sobre él observándolo con curiosidad. Era un hombre de su raza, del tipo bengalí, de estatura inferior a la media, de color muy oscuro, extremadamente delgado pero con músculos muy pronunciados, indicio seguro de una fuerza poco común. Tenía la cara aquí y allá contusa y la amarilla túnica, estrechamente cerrada al cuerpo, manchada de sangre.
—¿Estás herido? —le preguntó Kammamuri.
Aquel hombre lo miró atentamente con dos ojos que tenían extraños reflejos.
—Creo —murmuró después.
—Tienes la vestimenta ensangrentada. Déjame ver.
—No es nada —dijo él, poniendo las manos sobre su pecho, como si tuviera miedo de ponerlo al descubierto—. Me golpeé la cabeza con aquel tronco de árbol y me sangró la nariz.
—¿De dónde vienes?
—De Calcuta.
—¿Tu nombre?
—Manciadi
—¿Pero cómo te encuentras aquí?
El bengalí tembló en todos los miembros, castañeteando los dientes.
—¿Quién habita en estos lugares? —preguntó él, con terror.
—Tremal-Naik, el cazador de serpientes —respondió Kammamuri.
Manciadi volvió a temblar.
—Feroz hombre —balbuceó.
Aghur y el maratí se miraron el uno al otro con sorpresa.
—Estás loco —dijo Aghur.
—¡Loco...! ¿No sabes que sus hombres me dieron caza, como si fuese un tigre?
—¡Sus hombres te dieron caza! Pero somos nosotros sus compañeros.
El bengalí se enderezó, mirándolos con espanto.
—¡Ustedes...! ¡Ustedes...! —repitió—. ¡Estoy perdido!
Se agarró al borde del bote con la evidente intención de lanzarse al río, pero Kammamuri lo aferró por la mitad del cuerpo obligándolo a tomar asiento.
—Explícame la causa de este espanto —le dijo con acento amenazador—. Nosotros no hacemos mal a nadie, pero te advierto que si no hablas claro te hundo el cráneo con la culata de mi carabina.
—¡Quieres asesinarme! —lloriqueó Manciadi.
—Sí, si no te explicas. ¿Qué has venido a hacer aquí?
—Soy un pobre indio y vivo cazando. Un capitán de los cipayos me prometió cien rupias por una piel de tigre, y aquí estaba esperando satisfacerlo.
—Continúa.
—Ayer por la noche arribé a la orilla opuesta del Mangal, y me escondí en la jungla, dos horas después se me arrojaron encima algunos hombres y me sentí estrechar el cuello por un lazo...
—¡Ah! —exclamaron los dos indios—. ¿Un lazo, has dicho?
—Sí —confirmó el bengalí.
—¿Has visto a aquellos hombres? —preguntó Aghur.
—Sí, como los veo a ustedes.
—¿Qué tenían en el pecho?
—Me pareció de haber visto un tatuaje.
—Eran aquellos de Rajmangal —dijo Kammamuri—. Continúa.
—Empuñé mi cuchillo —prosiguió Manciadi, agitado aún por el susto— y corté la cuerda. Corrí largo seguido de cerca y llegado al río me arrojé dentro de cabeza.
—Sabemos el resto —dijo el maratí—. Tú entonces eres cazador.
—Sí, y hábil.
—¿Quieres venir con nosotros?
—Un relámpago extraño brilló en los ojos del bengalí.
—No pido más —se apresuró a decir—. Estoy solo en el mundo.
—Está bien, nosotros te adoptamos. Mañana a la mañana te presentaré al amo.
Los dos indios zambulleron de nuevo los remos en el río y llevaron el bote a la pequeña bahía. Apenas desembarcaron, Punthy se lanzó contra el bengalí, ladrando rabiosamente y mostrándole los dientes.
—Calla, Punthy —dijo Kammamuri, deteniéndolo—. Es uno de los nuestros.
El perro, antes que obedecer, comenzó a gruñir amenazadoramente.
—Esta bestia me parece que no es muy cortés —dijo Manciadi, esforzándose por sonreír.
—No tengas miedo, te harás amigo —dijo el maratí.
Atado el bote, alcanzaron la cabaña delante de la cual velaba el tigre. Cosa extraña, este también comenzó a gruñir en modo para nada amistoso, mirando de reojo al recién llegado.
—¡Oh! —exclamó despavorido—. ¡Un tigre!
—Está domesticado. Quédate aquí que voy del amo.
—¡Del amo! ¿Está aquí, acaso? —preguntó el bengalí atónito.
—Seguro.
—¡Todavía vivo...!
—¡Ah! —exclamó el maratí sorprendido—. ¿Por qué esta pregunta?
El bengalí se estremeció y parecía confundido.
—¿Cómo sabes tú que está herido, para hacerme tal pregunta? —replicó Kammamuri.
—¿No me has dicho tú que lo habían herido?
—¡Yo...!
—Me parece.
—No me acuerdo.
—Sin embargo pude haberlo oído decir a tí o a tu compañero.
—Así debe ser.
Kammamuri y Aghur regresaron a la cabaña. Tremal-Naik dormía profundamente y soñaba, porque las palabras truncadas salían de sus labios.
—No vale la pena despertarlo —barboteó Kammamuri, volviéndose hacia Aghur.
—Lo presentaremos mañana —dijo el último—. ¿Qué piensas de este Manciadi?
—Tiene el aspecto de un buen hombre y tengo todas las razones para creer que nos ayudará válidamente.
—Yo también lo creo.
—Lo haremos velar hasta mañana.
Aghur tomó una terrina con kanji, densa decocción de arroz, y se la llevó a Manciadi que comenzó a comer con una voracidad de lobo.
Encomendándole hacer una buena guardia y dar la alerta al divisar algún peligro, se apresuró a regresar, cerrando, por precaución, la puerta.
Apenas había desaparecido que Manciadi se alzó con una agilidad sorprendente. Sus ojos se habían de súbito encendido y sobre sus labios vagaba una satánica sonrisa.
—¡Ah! ¡Ah! —exclamó, riendo burlonamente.
Se acercó a la cabaña y apoyó la oreja, escuchando con profundo recogimiento. Estuvo así un largo cuarto de hora, después partió con la rapidez de una flecha deteniéndose media milla más lejos.
Acercó los dedos a los labios y emitió un agudo silbido. Enseguida al sur un punto rojizo se alzó hendiendo la oscuridad y estalló esparciendo una luz vívida que de súbito se apagó con una sorda detonación.
Otras dos veces el silbido resonó, luego en la jungla todo regresó a su silencio y misterio.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Marabú Argala: Grandes pájaros, semejantes a las cigüeñas, pero feos, semipelados y malolientes, se nutren sólo de carroña.

Rupia: Una rupia vale 2,60 liras.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Nuevamente cuando todo parecía encauzarse, se complica. ¡Y cómo se complica!

Marabú Argala: “Arghilah” en el original, es una especie de ave (Leptoptilos dubius) perteneciente al género de los marabúes. Son carroñeros de gran tamaño y actualmente están en peligro de extinción. “Argala” (y “Hargile” en inglés) deriva de la palabra bengalí “hāṛa gilē”, que significa “traga huesos”.

Calcuta: “Calcutta” en el original, es la ciudad capital del estado indio de Bengala Occidental al oeste de India.

Cipayo: “Sipai” en el original, es el soldado indio de los siglos XVIII y XIX al servicio de Francia, Portugal y Gran Bretaña.

Terrina: Vasija pequeña, de barro cocido o de otros materiales, con forma de cono invertido, destinada a conservar o expender algunos alimentos.

Kanji: “Cangi” en el original, es la abreviatura de Kanjika, se prepara a partir de materias primas de origen vegetal y carente de producto lácteo. Se puede preparar usando arroz, cebada o mijo. A veces se añaden hojas de bambú junto con rábano en la fermentación.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 0,5 mi equivalen a 0,80 Km.

Lira: Moneda oficial de Italia entre 1861 y 2002, cuando fue reemplazada por el Euro. La conversión que hace Salgari de las rupias corresponde seguramente a 1903, año de publicación de la edición definitiva del libro.

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