miércoles, 5 de diciembre de 2012

V. La virgen de la pagoda


La pagoda, del más puro estilo indio, era la más bella que Tremal-Naik había visto en el Sundarbans. Construida enteramente de granito gris tenía más de sesenta pies de altura, con una anchura en la base de dos tercios de la altura, rodeada por estupendas columnatas, esculpidas con la habilidad que distingue a la raza india. A medida que la pagoda se elevaba, iba poco a poco estrechándose hasta terminar en una especie de cúpula superada por una gigantesca bola de metal, con una punta muy aguzada sosteniendo la misteriosa serpiente con cabeza de mujer.
En los ángulos de la pagoda se divisaba la Trimurti india, representada por tres cabezas sobre un solo cuerpo sostenido por tres piernas y, aquí y allá, una multitud de esculturas extrañas, curiosas, representando muchas figuras de la historia sacra de los indios, Brahma, Shivá, Visnú, Párvati, la siniestra diosa de la muerte sentada sobre un león, Dharmaraj, el Plutón de los indios y muchas otras divinidades, así como un gran número de monstruos espantosos y de cabezas de elefantes con las trompas extendidas.
Tremal-Naik, como se dijo, se había detenido de pronto, sorprendido de encontrarse delante de una pagoda, donde pensaba encontrar la salvaje jungla.
—¡Una pagoda! —había exclamado—. ¡Estoy perdido!
Lanzó una rápida mirada a su alrededor. Estaba en una especie de claro de una extensión de más de media milla, libre de toda maleza y bambú.
—¡Estoy perdido! —repitió, con ira—. Si no encuentro un escondite, en cinco minutos me lloverán encima esos terribles hombres y me estrangularán.
Tuvo por un instante la idea de volver atrás y recuperar la jungla para esconderse, pero había más de ochocientos metros para recorrer, o sea el tiempo suficiente para que los perseguidores lo descubrieran. Pensó en las ruinas que rodeaban el estanque, pero no presentaban escondites de ninguna clase.
—Y si subo allí —murmuró, mirando la cima de la pagoda—. ¿Y por qué no...?
Un hombre como él, acostumbrado a todo tipo de ejercicios y que poseía una fuerza hercúlea combinada con una agilidad extraordinaria que daría envidia a un langur, era capaz de alzarse hasta la cúpula aferrándose de las columnatas y esculturas que se conectaban de manera que formaban una empinada y extravagante gradería.
Se lanzó hacia la pagoda, después de haber desarmado la carabina y de habérsela puesto detrás de la espalda, se paró un instante para oír, y seguro del profundo silencio que reinaba, emprendió la atrevida escalada.
Con una rapidez sorprendente subió por una columna y de allí se lanzó sobre las paredes del templo agarrándose a las piernas de las divinidades, trepando por sus cuerpos, posando sus pies sobre sus cabezas, aferrándose de las trompas de los elefantes y de los cuernos de los toros del dios Shivá.
Cosa extraña, incomprensible y misteriosa: a medida que subía sentía al corazón latir precipitadamente, a los miembros adquirir una fuerza extraordinaria. Se sentía como atraído por una fuerza irresistible hacia la cima de la pagoda, y el contacto de aquellas frías piedras le provocaban sensaciones desconocidas, inexplicables.
Debían de ser las dos de la mañana, cuando, después de haber ejecutado veinte maniobras aéreas que harían helar la sangre de un gimnasta y de haber corrido otras tantas veces el peligro de caer cabeza abajo y destrozarse el cráneo, llegó a la cúpula. Con un último impulso se agarró a la gigantesca bola de metal, coronada por la punta que sostenía a la serpiente con cabeza de mujer.
Para su sorpresa se encontró balanceándose por encima de una amplia abertura, profunda y oscura como un pozo, atravesada por una barra de bronce en la que encontró el modo de apoyar los pies.
—¿Dónde estoy? —se preguntó—. Este pozo, sin duda debe llevar al interior de la pagoda.
Abandonó la gran bola y se agarró de la barra mirando hacia abajo, pero no vio más que oscuridad; apretó la oreja, pero el más profundo silencio reinaba debajo de él, signo evidente de que nadie se encontraba en la pagoda. Una cosa que lo impresionó era una cuerda bastante gruesa, formada por un vegetal reluciente y muy flexible, anudada a la barra y que desaparecía por la abertura. La aferró y reuniendo sus fuerzas la tiró hacia él; se dio cuenta enseguida que en la extremidad había pegado un cuerpo algo pesado el cual, a la tracción, ondeó tintineando.
—Debe ser una lámpara —dijo Tremal-Naik. De pronto se palmeó en la frente.
—¡Ahora me acuerdo! —exclamó con viva emoción—. Sí... los dos hombres hablaron de una pagoda... de una virgen que vela... Justo Visnú, podría ser...
Se detuvo y se llevó ambas manos al corazón que latía con vehemencia extraordinaria. Entonces probó una emoción análoga a la que sentía en aquellas tardes que se encontraba delante de la extraña visión.
Fue un relámpago. Se agarró a la cuerda y comenzó a descender en la oscuridad, aunque ignoraba todavía a dónde iba a terminar y lo que le esperaba allá abajo. Unos minutos después sus pies golpeaban sobre un objeto redondeado que envió un sonido metálico que los ecos del templo repitieron varias veces.
Estaba a punto de agacharse para ver lo que era, cuando un chirrido similar al de una puerta que gira sobre sus bisagras, llegó a sus oídos.
Miró debajo suyo y le pareció divisar, en la oscuridad, una sombra que se movió, pero sin producir rumor de ninguna clase.
—¿Quién puede ser? —se preguntó, estremecido.
Con una mano extrajo una pistola y la empuñó decidido a vender cara su vida, si era descubierto, y esperó inmóvil como una estatua de granito.
Un suspiro profundo llegó a él, ese suspiro lo impresionó de un modo nuevo, misterioso. Le pareció que le habían dado una puñalada en el corazón.
—Estoy loco o embrujado —murmuró.
La sombra estaba parada delante de una masa negra, enorme que se encontraba justo debajo de la soga.
—¡Aquí estoy, horrible divinidad! —exclamó una voz de mujer que sacudió a Tremal-Naik en el fondo del alma.
Tremal-Naik en el colmo de su sorpresa oyó una sustancia líquida precipitarse sobre el suelo y sintió esparcirse por el aire un perfume suave.
—¡Monstruosa gente! —pensó él—. Sin embargo esa sombra tiene una voz dulce como las notas del sarangi... ¡Es extraño! tiemblo como si tuviera fiebre. ¿Por qué...?
—¡Te odio! —exclamó la misma voz, con profunda amargura—. Te odio, espantosa divinidad, me condenaste al eterno martirio después de haber destruido todo lo que me era más amado en la tierra. ¡Asesinos, sean malditos en esta y en la otra vida!
Un estallido de llanto siguió a la maldición que el ser misterioso había lanzado sobre aquellos hombres que había llamado asesinos. Tremal-Naik por segunda vez tembló en todos sus miembros y él, el hombre del ánimo inaccesible, él, el salvaje hijo de la jungla, él, el cazador de serpientes, por primera vez en su vida, se sintió emocionado.
Tuvo por un instante la idea de dejarse caer al vacío, pero un poco de desconfianza lo contuvo. Además era demasiado tarde, ya que la sombra se había alejado desapareciendo en la oscuridad y poco después oyó el crujido de la puerta que se entreabrió.
—¿Pero por qué no puedo develar entonces este misterio? —murmuró Tremal-Naik, casi con rabia—. ¿Pero quiénes son entonces estos monstruos que tienen la necesidad de víctimas? ¿Quién es esta espantosa divinidad? ¿Quién es esta mujer que viene a maldecir a medianoche, en la hora de los delitos, de los fantasmas, de la venganza...? ¿Quién es este ser que mientras otros estrangulan, llora? ¡Que mientras los otros me dan asco, me conmueve! ¡Que mientras los otros tienen oscura la voz, la tiene dulce, suave como una armonía celeste...! Siendo así, a esta mujer yo la voy a ver, le voy a hablar y todo se me develará. No sé, pero una voz interior me dice que a esta mujer la he visto otras veces, ha hecho palpitar mi corazón, que esta mujer es...
Se detuvo jadeante, casi despavorido. Una llama subió por el rostro y lo inundó de sudor.
—¡Si fuera mi visión! —exclamó con voz temblorosa por la emoción—. Cuando me trepaba al templo estaba conmovido; cuando descendí aquí temblaba. ¿Si fuera cierto...? Descendamos.
Se dejó caer y puso los pies sobre un objeto duro y escabroso, que dio ese sonido particular de los cuerpos metálicos y especialmente del bronce.
Se dio cuenta que estaba encima de la masa negra, delante de la cual la mujer había vertido el perfume, maldecido y llorado.
—¿Qué es esto? —murmuró.
Se inclinó, apoyó las manos sobre la masa de bronce y se dejó deslizar hacia abajo, hasta tocar tierra. Sus pies se patinaron sobre una superficie lisa y húmeda.
—Es aquí donde ella esparció el perfume —dijo—. El olor que me llega a la nariz me lo dice. Mañana sabré dónde me encuentro y qué es lo que voy a hacer.
Dio seis o siete pasos a tientas en la oscuridad y se enroscó en sí mismo, con la pistola en la mano, esperando que un rayo de luz iluminase el misterioso templo.
Pasaron algunas horas sin que ruido alguno perturbe el fúnebre silencio que reinaba en aquel lugar; encima, hacia la abertura, el cielo comenzaba a iluminarse y los astros a palidecer con los primeros albores. Tremal-Naik, inmóvil, con los ojos bien abiertos y las orejas aguzadas, esperaba siempre con la paciencia que es propia de las razas asiáticas.
Hacia las cuatro el sol apareció de repente en el horizonte, iluminando la gran bola de bronce que se alzaba sobre la cima de la pagoda y de la amplia abertura descendía un haz de luz. Tremal-Naik se puso de pie, sorprendido, asombrado por el espectáculo que se le ofrecía delante de sus ojos.
Se encontraba en una especie de inmensa cúpula, cuyas paredes estaban extrañamente grabadas. Las primeras diez encarnaciones de Visnú, el dios tradicional de los indios que tiene su residencia en el Vaikuntha u océano de leche de la serpiente Adishesha, estaban pintadas a su alrededor, circundadas por los principales lokapalas o semidioses venerados por los indios, protectores de las ocho esquinas el mundo, habitantes del Suargá, que es un paraíso para aquellos que no hicieron tantos méritos para entrar en el Kailash o paraíso de Shivá. En el centro de la cúpula estaban esculpidos los cateri, gigantescos genios malvados, que se dividieron en cinco tribus que iban errando por el mundo del cual no podían salir, ni merecían la bienaventuranza prometida a los hombres, sino después de haber cosechado un gran número de plegarias.
En el centro de la pagoda se elevaba una gran estatua de bronce, representando a una mujer con cuatro brazos, uno de ellos blandiendo una larga daga y otro una cabeza.
Un gran collar de calaveras le descendía hasta los tobillos y un cinturón de manos y brazos cortados le estrechaba las caderas.
La cara de esta horrible mujer estaba tatuada, sus orejas estaban adornadas con anillos, la lengua pintada de rojo profundo, del color de la sangre, le salía un buen palmo de los labios que esbozaban una feroz sonrisa; sus muñecas estaban estrechadas por anchos brazaletes y los pies apoyados sobre un gigante cubierto de heridas.
Aquella divinidad, se comprendía a primera vista, llevada por la embriaguez de la sangre, danzaba sobre el cuerpo de la víctima.
Otro objeto extraño, era una cubeta de mármol blanco, engastada en la reluciente piedra del pavimento. Estaba llena de agua cristalina y dentro veíase nadando a un pez de un bello amarillo de oro, pequeño y que se parecía bastante a un mango del Ganges. Tremal-Naik nunca había visto nada semejante.
Se detuvo delante de la monstruosa divinidad y la contemplaba con una mezcla de estupor y miedo.
¿Quién era esa siniestra figura rodeada de cráneos y adornada con manos y brazos cortados? ¿Qué significaba aquel pececillo dorado nadando en la blanca cubeta? ¿Qué relación había entre esos dos extraños símbolos, con los feroces hombres que perseguían y estrangulaban a sus semejantes?
—¿Sueño? —murmuró Tremal-Naik, frotándose varias veces los ojos—. ¡No entiendo nada!
No había terminado aún, que un leve crujido llegó a sus oídos. Giró con la carabina en la mano, pero casi de inmediato retrocedió hasta la monstruosa divinidad, reteniendo a duras penas un grito de estupor y de alegría.
Delante de él, en el umbral de una puerta dorada, estaba recta una niña de maravillosa belleza, con el más angustiante terror dibujado en su rostro.
Podría haber tenido catorce años. Su talla era encantadora y de formas soberbiamente elegantes.
Tenía facciones de una pureza antigua, inspiradas en la reluciente expresión de la mujer anglo-india.
La piel era rosada, de una suavidad incomparable, los ojos grandes negros y centelleantes como diamantes; una nariz recta que nada tenía de india, labios delgados, coralinos, abiertos en una melancólica sonrisa que dejaba vislumbrar dos filas de dientes de deslumbrante blancura, una opulenta cabellera de un castaño oscuro, fuliginoso, separada de su frente por un ramillete de grandes perlas, estaba recogida en nudos y entrelazada con flores de champa de suave perfume.
Tremal-Naik como se dijo, estaba profundamente replegado sobre la monstruosa estatua de bronce.
—¡Ada...! ¡Ada...! ¡La aparición de la jungla! —exclamó con voz ahogada.
No supo decir más y se quedó allí, en silencio, ansioso, absorto de contemplar aquella soberbia criatura que seguía mirándolo fijamente con profundo terror. De repente aquella niña dio un paso adelante dejando caer a tierra el amplio sari, ribeteado con una ancha cinta azul, adornado con complicados diseños, que la recubrían como una amplia capa.
Un haz de luz deslumbrante la envolvió, quitándola de la vista del cazador de serpientes que se vio forzado a cerrar los ojos.
Aquella niña estaba cubierta literalmente con oro y piedras preciosas de inestimable precio. Una coraza de oro, tachonada con los mejores diamantes de Golconda y Guyarat, decorada con la misteriosa serpiente con cabeza de mujer, encerraba todo su seno y desaparecía en un ancho chal de cachemira bordado con plata, que se ceñía a los flancos; múltiples collares de perlas y de diamantes colgaban del cuello, grandes como avellanas; anchos brazaletes tachonados de piedras preciosas adornaban los desnudos brazos, y pantalones cortos anchos, de seda blanca, estrechados sobre sus tobillos desnudos y pequeños, por aros de coral del más bello color rojo. Un rayo de sol, penetrado por un estrecho agujero, derribando sobre aquella profusión de oro y de joyas había por así decirlo inmerso a la joven en un mar de luz de un fulgor cegador.
—¡La visión...! ¡La visión...! —repitió por segunda vez Tremal-Naik, extendiendo los brazos hacia ella—. ¡Oh! ¡qué bella...!
La joven miró a su alrededor con desconcierto y puso un dedo en sus labios, como invitándolo a callar, luego caminó directo hacia él.
—¡Desdichado! —dijo ella con espanto—. ¿Qué has venido a hacer aquí...? ¿Qué locura te arrastró a este horrible lugar...?
El cazador de serpientes, sin quererlo, se había caído de rodillas tendiendo las manos hacia ella que retrocedió con mayor espanto.
—¡No me toques! —dijo ella, con un hilo de voz.
Tremal-Naik emitió un suspiro:
—¡Eres bella! —exclamó con pasión.
—¡Cállate, Tremal-Naik!
—¡Eres bella...! —repitió el salvaje hijo de la jungla. Ella puso un dedo sobre sus labios.
—Si no quieres perderme, no hagas ruido —dijo la joven en dulce reprimenda—. No sabes aún, los tremendos peligros que nos amenazan.
—¡Yo soy Tremal-Naik! ¿Quién es este hombre que te amenaza? ¡Dímelo y yo, el cazador de serpientes, te juro que mañana este enemigo habrá desaparecido de la Tierra...!
—¡No hables así, Tremal-Naik!
—¿Por qué...? Mira, niña: nunca había visto el rostro de una mujer en mi jungla poblada sólo por los tigres. Cuando por primera vez te vi, a los últimos rayos del sol poniente, allí, detrás de aquella mata de mussaenda, me sentí completamente sacudido. Me pareció que eras una divinidad descendida del cielo y te adoré.
—¡Cállate! ¡cállate! —repitió con voz quebrada la niña, escondiendo la cara entre las manos.
—¡No puedo callar, bella flor de la jungla! —exclamó Tremal-Naik con mayor pasión—. Cuando desapareciste, me pareció que algo habían arrancado de mi corazón. Estaba como borracho, delante de mis ojos danzaba tu visión, en las venas me fluía más rápido la sangre y lenguas de fuego me salivaron el rostro y también hasta el cerebro. ¡Se habría dicho que tú me habías embrujado!
—¡Tremal-Naik! —murmuró con ansia la niña.
—Esa noche no dormí —prosiguió el cazador de serpientes—. Tuve fiebre y un afán furioso de volver a verte. ¿Por qué? Yo lo ignoraba, ni sabía comprender cómo pudo suceder. Era la primera vez en mi vida que probaba tal emoción. Pasaron quince días. Todas las tardes, al bajar el sol, te buscaba detrás de la mussaenda y me sentía feliz ante de tí; me parecía ser transportado a otro mundo, me parecía haberme convertido en otro hombre. Tú no me hablabas, pero me mirabas y para mí era demasiado; aquellas miradas eran elocuentes y me decían que tú...
Se detuvo jadeante, mirando a la niña que tenía el rostro oculto entre las manos.
—¡Ah! —exclamó él con dolor—. Entonces no voy a hablar.
La niña se agitó y se lo quedó mirando, con ojos húmedos.
—¿Por qué hablar —balbuceó ella—, cuando entre nosotros hay un abismo? ¿Por qué has venido aquí, desdichado, para despertar en mi corazón una esperanza vana? ¿No sabes entonces, que este lugar está maldito, prohibido sobre todo para aquel que yo amo?
—¡Que yo amo! —exclamó Tremal-Naik, con alegría—. ¡Repite, repite esa palabra, bella flor de la jungla! ¿Es verdad entonces que tú me amas? ¿Es verdad por lo tanto que tú venías cada tarde detrás de la mussaenda porque me amabas?
—No me dejes morir, Tremal-Naik —exclamó la niña con angustia.
—¡Morir! ¿Por qué? ¿Qué peligro te amenaza? ¿No estoy aquí para defenderte? ¿Qué importa si este lugar está maldito? ¿Qué importa si entre nosotros hay un abismo? Yo soy fuerte, tan fuerte como para sacudir este templo y romper ese horrible monstruo, delante del cual tú viertes perfumes.
—¿Cómo, sabes eso? ¿Quién te lo dijo?
—Te he visto esta noche.
—¿Anoche estuviste aquí entonces?
—Sí, estaba aquí, mejor dicho arriba agarrado a aquella lámpara, precisamente sobre tu cabeza.
—¿Pero quién te condujo a este templo?
—La suerte, o mejor el lazo de los hombres que habitan en esta tierra maldita.
—¿Te han entonces visto?
—Me dieron caza.
—¡Ah! ¡desgraciado, estás perdido! —exclamó la niña con desesperación.
Tremal-Naik se lanzó hacia ella.
—Pero, dime, ¿qué misterio es este? —preguntó él con furor, a duras penas contenido—. ¿Por qué tanto terror? ¿Qué significa esa monstruosa figura que necesita de perfumes? ¿Qué es ese pez dorado que nada en ese cuenco? ¿Qué significa esa serpiente con cabeza de mujer que tienes impresa en la coraza? ¿Quiénes son estos hombres que estrangulan a sus semejantes y que viven bajo tierra? ¡Yo quiero saberlo, oh Ada, quiero!
—No me interrogues, Tremal-Naik.
—¿Por qué?
—¡Ah! ¡si tú supieras qué terrible destino pesa sobre mí!
—Pero yo soy fuerte.
—¿De qué sirve la fuerza contra de estos hombres?
—Voy a hacerles una guerra despiadada.
—Te quebrarán como a un joven bambú. ¿No desafían ellos el poderío de Inglaterra? ¡Son fuertes, Tremal Naik, y tremendos! Nada puede resistirse a ellos: ni las flotas, ni los ejércitos. Todos caen ante su venenoso soplo.
—¿Pero quiénes son, entonces?
—No puedo decirlo.
—¿Y si yo te lo ordenase?
—Me rehusaría.
—¡Así que... desconfías de mí! —exclamó Tremal-Naik con rabia.
—¡Tremal-Naik! ¡Tremal-Naik! —murmuró la infeliz joven, con acento desgarrador.
El cazador de serpientes se retorció los brazos.
—Tremal-Naik —prosiguió la niña—, una condena pesa sobre mí, una condena terrible, espantosa, que no cesará con mi muerte. Yo te he amado, bravo hijo de la jungla, te amo siempre, pero...
—¡Ah! ¡tú me amas! —exclamó el cazador de serpientes.
—Sí, te amo, Tremal-Naik.
—Júralo sobre ese monstruo que está cerca.
—¡Lo juro! —dijo la joven, tendiendo la mano hacia la estatua de bronce.
—¡Jura que tú serás mi esposa...!
Una congoja descompuso las facciones de la joven.
—¡Tremal-Naik —murmuró con voz profunda—, seré tu esposa, si realmente es posible!
—¡Ah! Puede que haya un rival.
—No, ni habrá ninguno tan audaz de fijar su mirada en mí. Yo pertenezco a la muerte.
Tremal-Naik había dado dos pasos hacia atrás con las manos apretando la cabeza.
—¡A la muerte...! —exclamó.
—Sí, Tremal-Naik, yo pertenezco a la muerte. El día en que un hombre pose sus manos sobre mí, el lazo de los vengadores truncará mi vida.
—¿Pero sueño yo entonces?
—No, estás despierto y quien te habla es la mujer que te ama.
—¡Ah! ¡tremendo misterio!
—Sí, tremendo misterio, Tremal-Naik. Entre nosotros hay un abismo que nadie será capaz de colmar... ¡Fatalidad! ¿Pero qué he hecho yo para ser tan desgraciada? ¿Qué delito he cometido, para ser maldecida?
Un estallido de llanto ahogó su voz y su rostro se regó de lágrimas. Tremal-Naik emitió un sordo rugido y apretó los puños con tal fuerza como para hacer crujir los huesos.
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó, emocionado hasta el fondo del alma—. Tus lágrimas me hacen mal, bella flor de la jungla. Dime qué debo hacer, ordena y yo te obedeceré más que un esclavo. Si quieres que te saque de este lugar, yo lo haré, aunque tenga que dejar la vida en el intento.
—¡Oh! ¡no, no! —exclamó la joven, con espanto—. Sería la muerte para ambos.
—¿Quieres que me marche de aquí? Escucha, yo te amo mucho, pero si tu existencia requiere la separación eterna entre nosotros, yo rompería el amor que nació en mi corazón. Estaré condenado, será un martirio continuo para mí, pero lo haré. Habla, ¿qué debo hacer?
La joven callaba y sollozaba. Tremal-Naik la atrajo dulcemente hacia sí y estaba por abrir los labios, cuando fuera resonó la aguda nota del ramsinga.
—¡Huye! ¡huye, Tremal-Naik! —exclamó la joven, fuera de sí por el terror—. ¡Huye o estaremos perdidos!
—¡Ah! ¡maldita trompeta! —gritó Tremal-Naik, apretando los dientes.
—Llegan —prosiguió la joven con voz partida—. Si nos encuentran, nos inmolarán a su espantosa divinidad. ¡Huye! ¡huye!
—¡Oh jamás!
—¡Pero entonces quieres matarme!
—¡Yo te defenderé!
—¡Pero huye, desgraciado! ¡huye!
Tremal-Naik por toda respuesta recogió de la tierra la carabina y la armó.
La joven comprendió que el hombre estaba decidido.
—¡Ten piedad de mí! —dijo ella con angustia—. Vienen.
—Pues bien, los esperaré —respondió Tremal-Naik—. Al primer hombre que se atreva a alzar sobre tí su mano, juro sobre mi dios que lo mato como a un tigre de la jungla.
—Pues bien quédate, ya que estás decidido, bravo hijo de la jungla; yo te salvaré.
Recogió su sari y se dirigió hacia la puerta por donde había entrado. Tremal-Naik se lanzó hacia ella reteniéndola.
—¿A dónde vas? —le preguntó.
—A recibir al hombre que está por arribar e impedirle que entre. Esta noche, a la medianoche, yo regresaré por tí. Entonces se cumplirá la voluntad del numen y tal vez... huyamos.
—¿Tu nombre?
—Ada Corishant.
—¡Ada Corishant! ¡Ah! ¡cuán bello es este nombre! ¡Ve, noble criatura, a medianoche te espero!
La joven se envolvió en el sari, miró por última vez, con ojos húmedos, a Tremal-Naik y salió sofocando un sollozo.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Sarangi: Especie de violonchelo pero más pequeño y con más cuerdas que los nuestros, que da un sonido dulcísimo, muy delicado.

Visnú: Las encarnaciones de Visnú son veintiuna. Nueve han sido ya cumplidas; la décima, según los indios, debe suceder al final de la edad presente y el dios aparecerá bajo la figura de un caballo con un sable en una pata y un escudo en la otra, y bajo esta terrible forma destruirá a todos los malvados: el sol y la luna se oscurecerán, la tierra temblará, las estrellas caerán y la serpiente Adishesha vomitará tanto fuego que abrasará todos loas planetas y todas las criaturas.

“Podría haber tenido catorce años”: En las mujeres nacidas en India, el desarrollo es precosísimo. A los diez años tienen marido; a los veinticinco o treinta, generalmente hablando, son viejas.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

¡Finalmente se conocieron! Largo capítulo, pero intenso. Con mucho vocabulario, eso sí. Mucho sobre religión hindú. Espero no haberme equivocado en las traducciones de los términos.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 60 pie equivalen a 18,29 m.

Trimurti: Término sánscrito (“tres formas”) que hace referencia a los tres dioses principales de la mitología hindú: Brahma, Visnú y Shivá. Representan, respectivamente, el principio de la creación, de la conservación y de la destrucción.

Párvati: “Parvadi” en el original, es una diosa de la religión hinduista. Su nombre significa “hija del monte Parvata”. Hija de Hima-vat (“que tiene nieve”, los montes Himalaya) y esposa de Shivá.

“...siniestra diosa de la muerte sentada sobre un león...”: Hace referencia a una imagen de Kali descrita en el Kalika Purana (texto religioso hindú del S. X).

Dharmaraja: “Darma-Ragia” en el original, más conocido como Iama, en el hinduismo es el dios de la muerte, señor de los espíritus de los muertos y guardián del inframundo. “Iama” en sánscrito significa “gemelo”. En las creencias védicas, Iama tiene una hermana gemela, “Iamí” —“melliza”—, que fue la primera mujer. Iama resistió los avances sexuales de su hermana —el primer incesto—. Después de que él murió, ella lo lloró tanto que los devas, para hacerle olvidar su dolor, crearon la noche.

Plutón: En la mitología romana, era el dios del inframundo (Hades para los griegos).

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 0,5 mi equivalen a 0,80 km.

Langur: “Scimmia guenù”, en el original, se trataría del langur común (Semnopithecus entellus), considerado un mono sagrado de la India, por ser la encarnación del dios Jánuman. Mide aproximadamente 75 cm y posee una cola de poco más de 1 m. Es de color gris o pardo, con cara y manos negras. Encontré que en idioma kumani, langur sería “gooni”, similar fonéticamente al “guenù” de Salgari, pero no pude confirmarlo.

“...cuernos de los toros del dios Shivá”: “...corna dei buoi del dio Siva”, en el original, en realidad la traducción literal sería “...cuernos de los bueyes del dios Shivá”. Sin embargo, Shivá monta sobre Nandi, un toro, por eso el cambio.

Sarangi: “Saranguy” en el original, es un instrumento de cuerda frotada con cuerpo de madera donde salen cuatro cuerdas que son tocadas con un arco. Es uno de los principales instrumentos de la India.

Vaikuntha: “Vaicondu” en el original, en el hinduismo es el nombre de la morada espiritual de Visnú.

Océano de leche: “Mar di latte” en el original, si bien la traducción literal sería “mar de leche”, es uno de los mitos fundamentales del hinduismo que se denomina “samudra manthana” (batido del océano) al “batido del océano de leche” que no es precisamente el Vaikuntha.

Adishesha: “Adissescien” en el original, significa “primer Shesha”. Se lo suele describir como una serpiente de mil cabezas en la mitología hindú y es el rey de todos los nagas (seres o semidioses inferiores con forma de serpiente).

Lokapalas: “Deverkeli” en el original, según el budismo y el hinduismo, son los dioses que gobiernan las direcciones (norte, sur, este y oeste). Viene del sánscrito “lokapāla” que significa “protector de los lugares”, donde “loka” es lugar y “pāla”, guardián o protector. Salgari indica que son 8, por lo que se trata específicamente de los “Aṣṭa-Dikpāla” o “Guardianes de las ocho direcciones).

Suargá: “Sorgon” en el original, es un grupo de mundos celestiales ubicados en el Monte Meru y por encima de él. Es el Cielo adonde van los justos que viven en un paraíso antes de su siguiente reencarnación.

Kailash: “Cailasson” en el original, es un monte que forma parte de los Himalayas, en Tíbet. Según la mitología hindú, Shivá reside en la cumbre de este monte y en algunos credos es considerado el paraíso y último destino de las almas.

Cateri: En el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), describiendo demonios y espíritus hindúes, se enumeraban además gigantes o genios malvados, "divididos en cinco tribus", y “muni” o “cateri”, “cuyas cualidades no son diferentes de las que una vez le dimos a nuestros duendes”. Aparentemente Salgari leyó o recordó mal.

Mango del Ganges: Se trata del Polynemus paradiseus, perteneciente a la familia de los barbudos o Polynemidae. Son de color amarillo dorado, pueden alcanzar los 30 cm y se encuentran a lo largo de la costa de la India y en la desembocadura del Ganges.

Sari: Vestido típico de las mujeres indias.

Golconda: Fortaleza y ciudad abandonada en el estado indio de Andhra Pradesh. Fue famosa en el negocio del comercio de diamantes gracias a las minas que se encuentran en sus alrededores.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario